Columna Síndrome de Scherezade

Nueva columna en Literal Magazine:

«Síndrome de Scherezade», a propósito de esa necesidad constitutiva de contarnos y contar a otros historias.
Pasen a leer porque se acaba…

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Scherezade, el inconsciente narrativo e Internet

Ana V. Clavel

La primera vez que leí sobre el concepto “inconsciente narrativo”, me quedé turulata. El gran Federico Campbell lo usaba en el libro Padre y memoria (Océano 2014) para referir ese caudal de historias que fraguamos en nuestras mentes como una predisposición neurobiológica innata que nos constituye y define. Detrás del término están Chomsky, Proust, Lacan y por supuesto Jung con su afamado “inconsciente colectivo”, por citar algunas fuentes. Dice Campbell que la narración, además, es importante en nuestras vidas porque nos posibilita la comprensión: “el corazón humano es más proclive a entender mejor una idea o un pensamiento cuando se le obsequia en forma de cuento. Por eso los niños tienen hambre de cuentos. Por eso la gente anda en busca de historias (novelas, películas, reportajes, chismes)”.

La idea, hoy extendida, de que cuando hablamos o recordamos siempre estamos contando una historia ha contribuido a resaltar el peso de la narratividad en nuestro día a día. Las ramificaciones de este concepto se vuelven tentadoras para inferir: tal vez más que por el lenguaje que nos permite expresarnos, somos humanos por nuestra capacidad de urdir historias. Y podría hablar entonces de un generalizado “Síndrome de Scherezade”, recordando a la joven oriental que salvó la vida al contar cada noche un relato al sultán homicida. Aunque en términos estrictos “síndrome” suele usarse para patologías y casos extremos, permítaseme la licencia poética en función de otros que aluden a figuras literarias: síndrome de Peter Pan, de la Bella Durmiente, de Stendhal… Porque sin el recurso de Scherezade, sin historias con las cuales entendernos, interpretarnos, rebobinarnos, reinventarnos, perderíamos metafóricamente la cabeza –y de paso nuestra vida psíquica y emocional.

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Cartilla inmoral

«Si se hubiera llamado ‘cartilla inmoral’ no hubiese levantado tanta ámpula la reciente publicación de la Cartilla moral de don Alfonso Reyes, acostumbrados como estamos a la inmoralidad en este México nuestro de cada día…»
Aquí mi columna en Literal Magazine sobre ese hombre de carne y sesos, mexicano universal, que es don Alfonso Reyes.
http://literalmagazine.com/cartilla-inmoral/

“Cartilla inmoral”

Ana V. Clavel

Si se hubiera llamado “cartilla inmoral” no hubiese levantado tanta ámpula la reciente publicación de la Cartilla moral de don Alfonso Reyes, acostumbrados como estamos a la inmoralidad en este México nuestro de cada día. Se sabe que el texto original de Reyes surgió en 1944, a partir de una petición del entonces secretario de Educación, Jaime Torres Bodet, para acompañar una campaña alfabetizadora del México posrevolucionario. Pero no vería la luz sino en edición personal del autor hasta 1958, un año antes de su muerte.

La edición recién lanzada que puso a tirios y troyanos de cabeza, se basa en la versión editada por el crítico e historiador de la literatura José Luis Martínez en 1982, que tampoco se publicó en su momento. Para quien se atreva a documentarse antes de arrojar la primera condena, puede leer la crónica puntual y lúcida de Rodrigo Martínez Baracs, publicada en la revista Letras Libres el 23 de enero de 2019, a propósito del vía crucis de un texto creado por el gran patriarca de nuestras letras para abonar a la educación moral de una población analfabeta en los hechos y en las ideas.

La versión que yo conocí y leí en su momento fue una recopilación que nadie parece recordar porque a nadie incomodó entonces: Cartilla moral / La X en la frente / Nuestra lengua, un volumen de bolsillo, que tomó como base la edición del tomo XX de las Obras completas (FCE, 1979). Fue publicado por la Asociación Nacional de Libreros para conmemorar el entonces Día Nacional del Libro —promulgado por José López Portillo— en su tercera entrega del 12 de noviembre de 1982. El cuidado editorial del valioso librito estuvo a cargo del maestro Felipe Garrido y del amanuense Lorenzo Ávila, y contó con un tiraje de 100 000 ejemplares de distribución gratuita, o como se decía antes: una edición no venal. Releo algunos de mis subrayados y me maravillo de la pluma de pedagogo clásico de don Alfonso —no me cuesta nada imaginarlo con túnica blanca y su barba de piocha perorando en nuestra acrópolis indiana como un Sócrates o un Diógenes moderno—. Sigo al azar las páginas marcadas y me sorprende su vigencia, como cuando habla de lo peligroso que es entregarse a miedos inútiles y escribe: “Una de sus formas más dañinas es el miedo a la libertad y a las hermosas responsabilidades que ella acarrea”. O cuando leo una lección que bien nos haría a todos para ahorrar saliva y bilis en las redes: “La educación moral, base de la cultura, consiste en saber dar sitio a todas las nociones: en saber qué es lo principal, en lo que se debe exigir el extremo rigor; qué es lo secundario, en lo que se puede ser tolerante; y qué es lo inútil, en lo que se puede ser indiferente”.

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Doble filo

Columna *A la sombra de los deseos en flor*, revista Domingo de El Universal, 21 diciembre 2014:

http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/Doble+filo-3166

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Doble filo

Ana Clavel

Solemos creer que pensamos con la cabeza y sentimos con nuestros cuerpos. Pero ¿qué pasa si recordamos que el cerebro también es cuerpo? En Metaphors we Live by (1980) y Philosophy in the Flesh (1999), Lakoff y Johnson sostienen que el pensamiento abstracto no tendría sentido sin la experiencia corporal y atribuyen a las llamadas «metáforas primarias» la forma en que pensamos con nuestros cuerpos. Cuando decimos que «el afecto es cálido», «lo importante es grande» o «las dificultades son una carga», estamos acercando una realidad intangible a la cercanía de los sentidos para volverla comprensible.

Tal vez nuestra necesidad de metaforizar vía el cuerpo se deba a que la piel y el cerebro derivan de la misma estructura embrionaria: el ectodermo. En su fascinante libro Yo-piel (1985), el psicoanalista Didier Anzieu sostiene que la piel proporciona al aparato psíquico las representaciones constitutivas del Yo y de sus principales funciones. A partir de las experiencias táctiles formativas se constituye una «piel psíquica» que hace las veces de soporte, contenedor, membrana, pantalla, espejo del yo interior. «Lo mismo que la piel cumple una función de sostenimiento del esqueleto y de los músculos, el Yo-piel cumple la de mantenimiento del psiquismo», señala Anzieu. Pero los filósofos y poetas lo han sabido desde hace tiempo. Lo mismo cuando Pascal sostiene que «El corazón tiene razones que la razón desconoce»; o cuando Valéry declara: «No hay nada más profundo que la piel».

En el doble filo del pensamiento y el cuerpo, en su entrecruzarse en la existencia física y la supervivencia emocional, se vislumbra la novela corta Doble filo de Mónica Lavín (Lumen 2014). Audaz en el modo de urdir sus historias, la autora nos propone el uso de la metáfora como medio de transferencia en una relación terapéutica: la de Antonia, una joven mujer que busca ayuda para olvidar el fracaso de una relación amorosa, y la «analista» que habrá de provocar su cura. A través del papel de las metáforas con su doble filo: lo corpóreo y lo etéreo, la terapeuta va ofreciéndonos un horizonte de simbolismos encarnados cuya incorporación o expulsión podrán desatorar los nudos de conflicto hasta entonces irresolubles. Una cuerda, un vaso de agua, un pañuelo, una peluca son algunos de los objetos elegidos para convocar los recuerdos, el goce y el duelo, los anhelos y los miedos. También para ritualizarlos y exorcizarlos por partida doble pues muy pronto la terapeuta también se verá inmersa en el caudal de sus propias heridas e iluminaciones, al reconocer que, a pesar de la edad y la experiencia, el deseo es una sed que creemos mitigar pero sólo resplandece con el tiempo.

Con la idea de que hay «ciertas emociones que sólo pueden ahuyentarse con arremetidas físicas», la joven Antonia es orillada, por ejemplo, a hacer literal la frase de «masticar el odio», de rumiarlo hasta la intoxicación o la purga. No es gratuito entonces que Doble filo se convierta en un breve tratado terapéutico en sí mismo, y que al entender el poder de la literalidad de las metáforas con su simbolismo implícito pueda servir de catarsis también para sus lectores. Una suerte de manual para desenamorarse sin morir en el intento.

Escritura arriesgada la de Mónica Lavín, como las propuestas poco convencionales de la propia terapeuta de la historia, que hurga cual cuchillo de filos luminosos para hacerse eco de las palabras del poeta Goethe: «Sólo el valor de la vida puede vencer a la muerte». Así, en los tajos abiertos en la conciencia y en la piel psíquica, uno descubre que el desamor es una metáfora demasiado viva, que incluso sangra pero también cicatriza.

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La insoportable carnalidad del ombligo

Columna *A la sombra de los deseos en flor*, revista Domingo de El Universal, 21 de junio de 2015.

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http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/La%20insoportable%20carnalidad%20del%20ombligo-3918

 

La insoportable carnalidad del ombligo

Ana Clavel


 

Ilustración de Eko para la revista Domingo de El Universal

Ilustración de Eko para la revista Domingo de El Universal

Punto de intersección entre el microcosmos humano y el macrocosmos universal, el ombligo encierra en sí mismo mito, magia, religión en torno a un centro sagrado. Una visión ancestral que va desde la oracular Delfos, con su onfalo (del griego: omphalós, ‘ombligo’) en forma de piedra cónica, hasta la no menos mítica Ciudad de México, cuyo nombre significa “en el ombligo de la Luna” (del náhuatl: metztli, ‘luna’, y xictli, ‘ombligo’).

El poeta Píndaro y el historiador Pausanias referían la leyenda de Zeus que había enviado dos águilas en dirección opuesta: el sitio donde se encontraron fue considerado el ombligo o centro ceremonial del mundo. En fecha más reciente, el humanista Gutierre Tibón dedicó estupendos estudios al tema en sus libros Historia del nombre y de la fundación de México (1975) y El ombligo como centro cósmico: Una contribución a la historia de las religiones (1981). En particular su estudio consagrado a El ombligo como centro erótico es el repertorio de una erudición que no se pelea con la amenidad y el sentido del humor:

“¿Qué tienen en común personajes tan separados en el tiempo y el espacio como Raquel Welch, Jane Fonda, la mitológica Onfalia y la Sulamita cantada por el rey Salomón? Pues haber contado con un ombligo soberbio, tanto que el de la Sulamita es descrito así en el Cantar de los cantares: ‘Es tu ombligo como vaso de Luna al que nunca le falta licor’; Onfalia, la reina de Lidia, fue conocida como ‘la del hermoso ombligo’. Y, en lo que toca a la Fonda y a la Welch, sus ombligos estilo ‘grano de café’ han sido tan fotografiados —y comentados— como muchas otras partes de su anatomía”.

Desde el ombligo de la Venus de Xico hasta los de las ninfas de nuestros días, su inquietante hondura, sus delicados pliegues, son un ojo que incita al placer, guiño que sonríe y promete paraísos en la tierra. Si se observa bien, un ombligo es tan sugestivo… Todo un nudo de historias que empiezan por la piel.

En la novela más reciente del escritor checo Milan Kundera, La fiesta de la insignificancia (Tusquets 2014), uno de los ejes conceptuales se urde en torno a la exhibición del ombligo femenino como ejemplo del erotismo indiferenciado de nuestros días. Dice Alain, uno de los personajes centrales, fascinado por las muchachas en flor que lo llevan al aire:

“—En el cuerpo erótico de la mujer, algunos lugares son excelsos: siempre creí que eran tres: los muslos, las nalgas, los pechos. Y luego un día comprendí que hay que añadir un cuarto lugar: el ombligo… Los muslos, los pechos, las nalgas adquieren en cada mujer una forma distinta. Estos tres lugares excelsos no son pues tan sólo excitantes, expresan al mismo tiempo la individualidad de una mujer. No puedes equivocarte acerca de las nalgas de la mujer que amas. ask jeeves . Reconocerías entre cien las nalgas amadas. Pero no puedes identificar a la mujer que amas por su ombligo. Todos los ombligos son iguales.

—Antaño, el amor era la celebración de lo individual, de lo inimitable, la gloria de lo único, de lo que no admite repetición. Pero el ombligo no sólo no se rebela contra la repetición, ¡es una llamada a las repeticiones! De modo que en nuestro milenio viviremos bajo el signo del ombligo. Bajo este signo, seremos todos soldados del sexo, con la mirada fija no sobre la mujer amada, sino sobre el mismo agujerito en medio del vientre que representa el único sentido, la única meta, el único porvenir de todo deseo erótico”.

Y así desteje la “ilusión de la individualidad” en la que nos hallamos inmersos. Deslumbrante disquisición salvo por un punto: no hay dos ombligos iguales. Cualquier amante que se haya tomado el tiempo de observar antes de precipitarse en sus mieles, lo sabe.


Violets are the Flowers of Desire (fragment)

Violets are Flowers of Desire[*]

Chapter 1- Fragment

Ana Clavel

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… people die from a lot less.


 Violation starts with a gaze. Whoever has had a glimpse of the depth of his desire knows for sure. It’s like looking at those photographs of dolls that were tortured, taut like blooming flesh, trapped and ready for the scrutiny of the man stalking from the shadows. What I mean is that one can also lean outwards and make out, for instance, in the photograph of a bound and faceless body, an absolute sign of recognition: the decoy that unleashes unforeseen desires and unties their force, which resembles a bottomless abyss. Because opening up to desire is like damnation: sooner or later we’ll strive to quench our thirst –only to suffer it once again moments later.

Now that everything is over, that my life is fading like a room once full of light that gives in to the inexorable pace of shadows –or, which is the same, to the onrush of the most blinding light–, I realize that all those philosophers and scholars who have searched for examples to explain the absurdity of our existence have left out one tutelary shadow : forever desiring Tantalus, the one condemned to touching an apple with the tip of his lips, unable, however, to gobble it up.

I must confess that when he learnt about that story, the teenager I was back then felt uneasy all that rainy morning at the classroom, listening to the account from the history teacher, a demure man still in his youth who had studied for certain at a seminary. Forgetting he had promised us the previous session that he would continue with the tale of the war of Troy, on that morning of pouring rain Professor Anaya, with a tiny voice and overcome by who knows what kind of internal frenzy, recounted for us the legend of an ancient king of Phrygia, a teaser of the gods for whom the Olympians had conceived a peculiar punishment: submerged to the neck inside a lake surrounded by trees loaded with fruit, Tantalus suffered the torment of thirst and hunger to the limit, because no sooner he wished to drink water would pull back, unceasingly escaping his lips, and the branches of the trees went up every time his reaching hand was about to grasp them. And while the teacher was telling the legend, the fingers of one of his hands, which he kept sheltered in the pocket of the mac he still wore, were softly –but perceptibly– rubbing what could have been imaginary crumbs of bread. And his gaze, extending beyond the windows that were protected by a wire grille faking metal cords, kept fixed, tied to a point that for many was inaccessible. Conversely, those of us who were closer to the wall of bricks and glass, just needed to straighten our backs a bit, slightly stretching our necks towards the hinted direction, to discover the object of his engrossment.

On the opposite side of the playing courts, precisely at the colonnaded corridor that connected the warehouse and the restrooms area, three girls in their third grade beet-red uniforms were trying to take out the water that was accumulating due to a malfunction of a nearby storm drain. The task was carried out more as an excuse for playing than for fulfilling what was obviously a punishment. Thus the girls smilingly soaked one another, and they were probably shivering more out of excitement than because of the cold, at the onrush of one of them making sudden waves with the floor squeegee, which splashed the others. That girl drenching her girlfriends still holds a name: Susana Garmendia, and the remembrance of her that grey and lustful morning remains in my memory linked with two steady moments: the breathless gaze of the history teacher contemplating the scene at the corridor, doomed just like Tantalus surrounded by water and food, unable to quench his prodded thirst and hunger; and the instant when Susana Garmendia, before allowing her mates to get even by soaking her, when at last both conspired to take over the floor squeegee, fled to one of the big columns of the corridor by the side opened to the thundering sky, and leaning there, let herself get drench, mindless of the school world, facing the lashing out of the rain that hit her trying to run through her. She was at a distance, but even then, the girl’s gesture of surrender was tangible, her invisible smile, her radiant ecstasy. With her hands tied to the column without apparent bindings, she was a prey of her own pleasure.

In truth, I think I never saw Susana Garmendia up close. Her reputation as a troubled teenager to whom the woman-beadle of the third grade had thrown out following reports and suspensions, added to the fact that she belonged to the class of the secondary school’s older pupils, and that she was always surrounded by her girlfriends and by boys who sought her proximity and prowled after her, scarcely left space for her image to define itself beyond vagueness: a lank honey-coloured fringe upon tanned skin, a jumper tied to the waist like a torso with arms grasping the beginning of the hips, and perfect white stockings over calves that had ceased to be childish, but still kept the nostalgia.

She was without a doubt the fanciest of all fruits in the orchard. She was coveted even by those of us who not even standing on the tips of our toes were able to glimpse but the foliage of a branch. Much the same as the others, those who –isolated in the watchtower of school authority–, could regard her in all her succulent lushness. Somebody, however, was indeed able to stretch his hand and take the fruit. I have forgotten his name because after all it was not important. And it wasn’t, because his labour as an orchard gardener couldn’t have been possible without the previous consent of Susana Garmendia. The dark and silent Yes with which she accepted to meet him at the warehouse next to the ladies room while her two eternal girlfriends guarded the entrance at different positions: one of them at the beginning of the colonnaded corridor, the other one underneath the arch that gave access to the court of the third grade classes. Nobody knew precisely what had happened, if the woman-beadle already suspected something and put pressure on the friend that was at the access to third grade in order to make her nervous and thus obtain a confuse and unintentional delation, or if the friend looked for the woman-beadle on her own initiative to get even for some rebuff of Susana’s, the thing was that the beadle had entered the warehouse and had found Susana with a boy of the afternoon shift committing unspeakable indecencies.

 

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Tantalus teased the gods thrice: the first time, he shouted out from every corner the place where Zeus was hiding his fashionable lover; the second time, when he managed to steal nectar and ambrosia from the table of Olympus to share them with his relatives and friends; the third time, when he wanted to put the power of the gods on trial by inviting them to a banquet where the main course was made of bits of his own son, whom he had slaughtered at dawn like another calf of his barns. The gods pitted against Tantalus brutality the refinement of torture. Enough to tell him people don’t mess with the gods. Susana Garmendia was expelled without ceremony. Few of us saw her get out with her things, flanked by her parents, under the torturing scrutiny of the woman-beadle, the parents’ association, and the school director. Tearing off into pieces what was left of her dignity and then throwing them contemptuously away like bleeding bits that were too much alive. It took the school a while to muzzle rumours and retake its bovine routine of subjects and civic training, but the approaching of midterm exams ended up scattering the last echoes that still sawed the skin and the flesh of the memory of fallen-from- grace Susana like a racked body. Professor Anaya stayed up to the end of the school year, and then he requested to be transferred to another school building located on the west area.

Of course, I never talked about the matter with him. Only for the final assignment, for which he had asked us to write a paper about any personality or event of our choice seen during the school year, I decided to write about Tantalus. It was a piece of writing several pages long, excessively vehement just like teenage fevers, the main value of which, I now believe, resided in having perceived since that early age the true torment of a person possessed by desire. More than the marking of excellent, Professor Anaya’s gaze –the instant of glory of somebody feeling recognized– was my greatest award. That day I didn’t see, or didn’t want to notice, the turbid glint in that gaze, the dejection of one that already knows what shall come: that thirst is never to be quenched.

In that piece of writing almost four pages long, in a style that now as I reread it I find clumsy and pretentious, I get a glance of the faint shadow of that adolescent that, without knowledge nor intention, was glimpsing inside the well of himself: “…after trying and attempting thousands of times, Tantalus, at last conscious of the uselessness of his efforts, must have rested still in spite of the hunger and thirst, without moving his lips to catch a sip of water, nor stretching his hand to reach for the fancied fruit that was hanging there, like a precious jewel, from the closest tree. Almost defeated, he raised his eyes up to the sky. Repentant, perhaps, he was about to cry out to the gods for forgiveness. But then, at the tip of the branch, he discovered a new trembling fruit, appetizing, lusciously growing, but impossible for him. And he must have cursed and reviled the gods the moment he realized that the mere act of seeing fiercely rekindled the torment in his entrails.”

Countless sequels derive from the act of seeing. Now I can assert it with certainty: everything starts with a gaze. Violation, of course, the one somebody suffers in his own flesh whenever somebody else goes around self-squandering his soul or body with criminal innocence.

 

 [English translation: Gonzalo Vélez]

 

 

[*]  This work was awarded with the Juan Rulfo Prize for Short Novel 2005 of Radio France International, and it was originally published by Alfaguara, Mexico, 2007. It has been also translated from Spanish into French (Éditions Métailié, Paris, 2009) and into Arabic (Dar-Alfarabi, Beirut, 2011).


Las ciudades y los dones

Columna *A la sombra de los deseos en flor*, revista Domingo de El Universal, 5 de julio de 2015. http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/Las+ciudades+y+los+dones-3976

Las ciudades y los dones

Ana Clavel

Viñeta de Eko para Domingo de El Universal

Viñeta de Eko para Domingo de El Universal

“No hallarás otra tierra ni otro mar / La ciudad irá en ti siempre”, dice en un afamado poema Constantino Cavafis. Porque, de algún modo, al viajar y buscar otros horizontes, uno nunca puede desprenderse del todo de la ciudad o del mundo que lleva consigo.

Ya sea “ojerosa y pintada” en palabras de López Velarde, ya sea “negra o colérica o mansa o cruel, / o fastidiosa nada más: sencillamente tibia” en versos de Efraín Huerta, yo también llevo mi ciudad a cuestas con todo su vaticinio de mansedumbre y tormenta.

Pero viajar conlleva también incorporar otras ciudades a la constelación interior. De tal modo que en el regreso de todo viaje refulgen como joyas algunas instantáneas de los lugares por donde se ha deambulado. Somos, en consecuencia, todas las ciudades que hemos visitado, las que han pasado por nosotros dejando su huella y que así nos habitan. Si uno enumera algunos de esos momentos de la memoria titilante, tendría forzosamente que empezar ofreciendo las gracias, como lo hizo el bibliotecario ciego al que en un gesto de “magnífica ironía”  le fueron conferidos “a la vez los libros y la noche”:

Por la Alhambra de Granada en cuyos jardines perfumados de rosas y jazmines una pareja de muchachos —hermosos y puros como la pareja original— cortó un higo y lo comió sin que se desencadenara ninguna catástrofe.

Por Estambul y su mar de Mármara que parecía un grabado medieval con sus espumas infantiles al paso de los barcos. También por su palacio sumergido  de Yerebatan, en donde es posible caminar como por los laberintos de un sueño hasta toparse con la cabeza de Medusa —de mármol y musgo verde tierno enjoyada— sin morir en el intento.

Por el hombre de gruesos lentes de fondo de botella que en una esquina de la Gran Vía de Madrid, de pie y frente al tráfico y el mundo, se gastaba las pocas baterías de sus ojos leyendo la América descubierta por Franz Kafka.

Por Beirut que me dio un libro en francés y en árabe, pero antes la amenaza acechante de la guerra con aquel tanque que recorría la calle aledaña a la Université de Saint-Joseph como si fuera una bicicleta para el verano.

Por Río de Janeiro donde un amor quiso perderse en el licencioso barrio de Lapa y terminó más bien perdiéndome a mí.

Por la mano monumental que en Punta del Este sonríe y saluda desde la arena y que nos habla de cómo el hombre puede ser infinito en su capacidad de jugar con las estrellas.

Por Dublín y el corazón de San Lorenzo O’Toole que después de muerto en el año 1180 seguía latiendo en un relicario en forma de corazón en la catedral de la Santísima Trinidad.

Por Budapest en cuyo puente de las Cadenas creí ver o vi a Alina Reyes ya no ajena y lejana como en el cuento de Cortázar, sino tan íntima y cercana que al separarme de su abrazo dejé de saber si era ella o yo quien retomaba el camino hacia México.

Por Buenos Aires y sus calles de “jacarandás” en flor que se abrieron todas a un tiempo azul plúmbago para recibirme. El Buenos Aires de la Recoleta que me dio a un mismo tiempo a Pierre Menard y a ese otro argentino hermoso que no me amó.

Por las íntimas ciudades que aquí no menciono, pero sí ese otro poema que habla de los dones y que no me cansaré de agradecer jamás.

Por la vikinga Norwich y su histórico Dragon Hall, en cuyo interior la filigrana en madera de un dragón vuela sobre las cabezas de los escritores que se reúnen en su Festival de Literatura, año con año, como la promesa cumplida de un mundo de imaginación y deseos encarnados en libros.

Por esa gracia que nos permite, a pesar de todas las devastaciones y las pesadillas, agradecer los sueños y los viajes, las ciudades y los dones que nos inventan desde las sombras y el deseo.


La envidia, ese deseo en sombra

Columna *A la sombra de los deseos en flor*, revista Domingo de El Universal, 7 de junio de 2015.

http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/La%20envidia,%20ese%20deseo%20en%20sombra-3870

La envidia, ese deseo en sombra

Ana Clavel

Viñeta de Eko para la revista Domingo de El Universal

Viñeta de Eko para la revista Domingo de El Universal

La envidia nació poco después de la soberbia y la culpa. Al menos así nos lo revela la segunda pareja original: los hermanos Caín y Abel, muerto éste a manos del primogénito por la preferencia con que Jehová recibía las ofrendas del hermano menor así aborrecido.
De los siete pecados capitales, suele considerarse el más desdichado porque no brinda ganancia alguna a quien lo ejerce: mientras la lujuria, la gula, la vanidad llevan en la penitencia el recuerdo de su gloria, la envidia no reporta beneficio a quien la padece sino reconocer la derrota: enfrentados a la competencia desleal de compararnos con alguien a quien atribuimos más resplandor, o más bienes, o “algo más” siempre, se nos revela la carencia propia en relación con la plenitud del que posee lo que deseamos tener —y que, por alguna oscura razón, intuimos que nunca seremos suficientes para lograrlo.
Falla primordial, falta constitutiva: una de las formas más puras y terribles del deseo. En el estupendo thriller de David Fincher, Seven (1995), un Kevin Spacey convertido en terrible ángel exterminador, se declara envidioso del iracundo Brad Pitt porque posee el amor y la vida que no podrá tener nunca —y por ello lo hará pagar un castigo más cruel que la muerte.
Pasión capaz de mover montañas, la envidia está lo mismo detrás del odio y el desprecio de Heathcliff por los antiguos dueños de Cumbres borrascosas (1847), que oculto en el sentido de justicia del comisario Javert a la caza de Jean Valjean en Los miserables (1862), pues muy dentro palpita la sospecha de que los otros son intrínsecamente mejores que uno.
Pero envidiar no parece ser sólo una pasión humana. Demonios y ángeles la ejercitan respecto al mismo hombre de quien codician su capacidad de sentir y de ejercer el libre albedrío, como lo atestiguan el Mefistófeles de la numerosa colección de Faustos, y el ángel Damiel en el filme de Wim Wenders, Las alas del deseo (1987), quien termina por encarnar en hombre para así satisfacer sus ansias de humanidad. Una variante poco conocida de esta debilidad es la que profesa el hombrecillo gris que le compra su sombra al protagonista de La maravillosa historia de Peter Schlemihl de Adelbert von Chamisso (1814) con funestas consecuencias.
¿Y qué decir de la alegría malsana que sobreviene ante la desgracia de una persona a quien se ha envidiado ávidamente? Schadenfreude es el término para designar ese goce dañino: una dicha secreta que experimentó Aureliano respecto a su rival Juan de Panonia al verlo consumirse en la hoguera en el relato Los teólogos de Borges. Ante la agonía del enemigo odiado, sintió “lo que sentiría un hombre curado de una enfermedad incurable, que ya fuera una parte de su vida”. Pero la sabiduría borgiana, no exenta de aguda ironía, nos habla de cuán cerca estamos siempre del objeto de nuestra codicia: años después, al morir, “en el paraíso, Aureliano supo que para la insondable divinidad, él y Juan de Panonia (el ortodoxo y el hereje, el aborrecedor y el aborrecido, el acusador y la víctima) formaban una sola persona”.
No obstante, la envidia también puede ser luminosa. Yo tenía un hermano que siempre me llevaba la delantera por ser tres años mayor y por ser hombre. Como diría Alejandro Aura en el poema Mi hermano mayor, un hermano varios años “más amable y más sereno”. Ante mi madre viuda, bien podía pararme de cabeza, ser mejor alumna, labrarme un destino de escritora: nada era suficiente. Hasta que descubrí que nunca podría competir con mi hermano por el hecho irreductible de ser diferentes. Para entonces la envidia había madurado sus frutos propios y me había trazado un camino de deseos insospechados mediante la escritura. Alquimia de la sombra pura.

En Reino Unido

Dos presentaciones en Reino Unido

Bajo la coordinación de The British Council y Conaculta

 

  • Worlds Literature Festival Norwich: Junio 19, 11:30 h, Dragon Hall

http://www.writerscentrenorwich.org.uk/worldsliteraturefestival.aspx

Worlds 2014

Worlds 2014

 

1919


Fotografías polémicas

Columna *A la sombra de los deseos en flor*, revista Domingo de El Universal, 22 de marzo de 2015 

Fotografías polémicas

Ana Clavel

shields por garry gross 2

El año 1975 fue el inicio de un escándalo sin precedentes en la vida del fotógrafo norteamericano Garry Gross y de la historia de la fotografía de menores. El motivo: la serie fotográfica que tenía por modelo a la pequeña Brooke Shields, entonces de 10 años, para el libro Sugar and Spice del sello Playboy. En las fotografías, la también protagonista del filme de Louis Malle: Pretty Baby (1978), aparecía desnuda, untada con aceite, frontalmente tentadora. Los desnudos contaron en un principio con la anuencia de Terry Shields, madre de la modelo, por un módico pago de 450 dólares. Pero poco tiempo después, ante la oleada de controversia y censura suscitadas, madre e hija terminaron por demandar al fotógrafo.
En 1981, una joven Shields de 16 años pidió a la Corte Suprema de Manhattan, Nueva York, que prohibiese la reimpresión de las imágenes, aduciendo: “Estas fotos no me representan como soy hoy en día”. La actriz consideraba que la serie de Gross perjudicaba y provocaba un daño irreparable a su carrera. Finalmente, la resolución judicial falló a favor del fotógrafo: por un lado, el juez Pierre Leval dictaminó que las imágenes en cuestión no eran muy diferentes a los papeles que interpretaba habitualmente la joven, y por otro, el juez Greenfield adujo que sólo una mente perversa podría entender que aquello era pornografía.
shields por garry gross 6
Sin embargo, los tiempos recientes no han hecho sino poner en evidencia las filtraciones de lo moralmente correcto, concebido desde una perspectiva neopuritana que permea la actitud política de instituciones, mass media y redes sociales, en un terreno que en principio no debería ser invadido por tales prejuicios: el arte. Más de tres décadas después, la serie de Gross vio resurgir el cuestionamiento y la polémica: en 2009, la Tate Modern Gallery de Londres censuró las imágenes de Richard Prince, basadas en las fotos de Gross, eliminándolas de su exposición Spiritual America. El mismo Scotland Yard tomó cartas en el asunto para que la exposición no fuera abierta al público hasta que no se retiraran las polémicas fotografías que “atentaban contra las leyes de decoro británicas”.
Apenas un año antes, en la exposición temática Controversias. Una historia ética y jurídica de la fotografía, la escandalosa imagen de Shields fue motivo de otra polémica. Y la sede que albergaba la muestra, el Museo Fotográfico del Elíseo de Lausana, Suiza, tuvo que alinearse y prohibir la entrada a menores de 16 años. A la inauguración asistió Gross, quien con ironía y tristeza reconocería: “Sencillamente, son fotos que hoy no podrían hacerse”.
Desde los años 70, David Hamilton, Graham Owden y Jock Sturges, entre los más afamados, habían fotografiado niñas y adolescentes desnudas en series emblemáticas como The Age of Innocence, States of Grace y Radiant Identities, y en mayor o menor medida terminaron por ser censurados, no obstante el nivel de calidad de sus propuestas y la belleza de las mismas. Territorio difícil por la perturbación provocada es también el trabajo de las fotógrafas Sally Mann e Irina Ionesco, quienes en los años 80 y 90 retrataron a sus propios hijos en fotografías que revelan una sensualidad de la infancia que mucho tiene de paradisiaca y a la vez profundamente carnal.
En estos casos, la censura pasa por calificar los trabajos de “pornográficos”, de criminalizarlos por sus tintes “pederásticos” y atentar contra la sensibilidad de las buenas conciencias. Pero se olvida de que el arte es uno de los pocos espacios contemporáneos de ritualización y sublimación del deseo. Un espejo negro donde depurar la mirada para enfrentarnos a nuestras grandezas y debilidades, y exorcizarnos de cuerpo entero.
shields por garry gross 7

La prisión del amor

Columna *A la sombra de los deseos en flor*, revista Domingo de El Universal, 26 de abril de 2015.

http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/La+prisi%C3%B3n+del+amor+-3679

Maquetación 1

La prisión del amor

Ana Clavel

 

Según Platón somos seres aprisionados en la caverna de una realidad aparente. La famosa alegoría de la «Caverna de Platón» da cuenta de ello: un grupo de hombres encadenados de pies y manos en una cueva se hayan imposibilitados para moverse. Como tampoco pueden girar la cabeza, lo único que hacen es contemplar una de las paredes interiores, donde aparecen las sombras de otros seres que deambulan en el exterior y que son proyectadas ahí por la iluminación de una hoguera. Así pues los hombres encadenados creen que lo que miran son imágenes verdaderas, cuando en realidad son sólo un reflejo de otro mundo. Así da cuenta el filósofo griego de la falaz naturaleza humana aprisionada en una realidad ficticia.

A lo largo de la historia, la metáfora de la prisión ha sido también usada para resumir las limitaciones en que nos sumerge la pasión amorosa. En 1492 Diego de San Pedro publica la novela sentimental Cárcel de amor, en la que su protagonista Leriano se encuentra encadenado por un monstruo llamado Deseo que lo tiraniza y consume hasta la muerte. Una prisión alegórica que busca aleccionar a los profanos para que se cuiden de caer en ese velo que nubla los sentidos y rapta el alma de forma engañosa.

carcel 2

Un pasaje que alude a la naturaleza imaginaria del amor se encuentra en el tratado Sobre el amor (1822) de Stendhal. Ahí su autor habla del enamoramiento como un fenómeno de cristalización, una fantasía del espíritu que se crea de modo semejante a cuando se arroja una frágil ramita en el interior de una mina de sal. Si se la recoge al día siguiente, se la encontrará cuajada de irisados diamantes que la rama original no tenía. En cuanto a la pasión subsecuente, no es gratuito que Stendhal refiera la descripción de una enamorada para quien la presencia del amado es comparable a la ingestión de un veneno, una intoxicación de los sentidos que conlleva la percepción de la muerte.

Pero si la pasión amorosa suele implicar estados de exaltación y sufrimiento, ¿por qué nos entregamos a su dominio y consideramos que no hay vida digna si no se ha amado borrascosamente? Existe un concepto psicoanalítico que en cierta medida podría explicar las cosas: el «goce sufriente», ese placer enfermizo que derivamos de repetir una experiencia dolorosa porque de ese modo nos reafirma y da razón de ser.

carcel 3

En el espléndido ensayo «La prisión del amor» del escritor mexicano Hernán Lara Zavala (publicado por Taurus en el volumen del mismo título), su autor señala que las mejores novelas del siglo XX enfatizan el «carácter perverso» de las historias de amor. Novelas como Santuario de Faulkner, El coleccionista de Fowles, Lolita de Nabokov, desarrollan protagonistas «que, para poseer por entero al objeto amado, se ven en la necesidad de recurrir a la fuerza para retenerlo, aunque sea de manera ilusoria». Es así como la metáfora de «la prisión del amor» encarna de una manera literal y extrema, aunque muy pronto nos veamos enfrentados con la paradoja: ¿quién es el verdadero preso: la víctima amada o el victimario-amante-secuestrador?

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No es gratuito que Lara Zavala culmine su ensayo con la novela de Pauline Réage, Historia de O, relato de la esclavitud sexual de una mujer como una ofrenda total al ser amado, en la que la prisionera se erige a través de la sumisión en soberana de su destino: «Guárdame en esta jaula y aliméntame poco … Todo lo que me acerca a la enfermedad y al límite con la muerte me hace más fiel a ti».

Esclavitud liberadora que parece hacer suyas las palabras del poeta sirio Adonis: «El pájaro está de paso / La jaula no tiene fin». Una reflexión que la protagonista de 50 sombras de Grey hubiera podido considerar de no estar tan aprisionada en un erotismo anodino y convencional.


Prohibido pasar

Columna *A la sombra de los deseos en flor*, revista Domingo de El Universal, 10 de mayo de 2015.

http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/Prohibido+pasar-3732


 

Prohibido pasar

Ana Clavel

 

Basta con que alguien ponga un letrero de «prohibido tocar» para que nos surja un cosquilleo en la punta de los dedos. Claro, se trata de la transgresión y su poder sobre nosotros. Ahí está por supuesto la manzana de Eva y Adán y el imperativo: «Del fruto de este árbol no comerás» para que se desencadenara toda la historia de la culpa y de nuestra civilización. Es que, al parecer, lo prohibido tiene dedos, tacto. Por eso nos “tienta”. ¿No es tentar, la tentación, una metáfora en sí misma y perfecta? Es que siempre pensamos con el cuerpo por más que creamos que lo hacemos con la cabeza — y a final de cuentas no se nos olvide que el cerebro también es cuerpo.

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Ana Clavel y Paul Alarcón, La censura también es fuente, 2005.

Ana Clavel y Paul Alarcón, La censura también es fuente, 2005.

 En el comienzo de la famosa película El ciudadano Kane (1941) aparece en primer plano un letrero en una reja: «No trespassing» (No pasar), mensaje inquietante que más que inhibirnos nos invita a dejar atrás las vallas de lo permitido para incursionar en la vida de un personaje egocéntrico, millonario y solitario, que antes de morir ha dicho una palabra misteriosa: «Rosebud». Pero ni amigos ni periodistas atinan a encontrar su significado porque representa un recuerdo infantil que sólo al traspasar los límites conocidos, nos es posible vislumbrar en todo su fulgor de paraíso perdido.

La novela El nombre de la rosa (1980) de Umberto Eco da cuenta de una serie de asesinatos en una abadía medieval, donde se oculta la existencia de un libro peligroso: un tratado sobre el arte de la comedia y la risa liberadora, presuntamente escrito por Aristóteles. Todo aquel que intenta incursionar en su lectura, deberá pagar con una muerte cruel, su atrevimiento. Pero no por ello los ávidos lectores se detienen y se arriesgan con delectación en saborear lo prohibido.

Hace unos años publiqué una novela llamada Cuerpo náufrago en cuya portada me propuse intervenir un desnudo femenino del pintor Ingres: La fuente de 1856. A pesar de que se trataba de una pintura, los editores me advirtieron que habría librerías que no estarían dispuestas a mostrar la imagen en sus anaqueles. Entonces se me ocurrió usar esas bandas amarillas como las que se emplean para señalar precaución y peligro, y las dispuse sobre senos y pubis de la modelo con la leyenda «Prohibido pasar / Zona de riesgo». Como la novela tenía que ver con la idea de que, más que almas encarceladas en la prisión de la carne, somos cuerpos aprisionados por nuestras mentes, las bandas ponían en evidencia los prejuicios e inhibiciones acerca de ese paraíso inmediato que surge a partir de nuestra piel. La imagen resultante fue todavía más seductora porque incitaba a traspasar lo prohibido de una manera provocadora y a la vez sutil.

PORTADA LIBRO JANE LAVERY

Recientemente apareció en Reino Unido el libro de Jane Lavery: The Art of Ana Clavel / Ghosts, urinals, dolls, shadows & Outlaw desires, publicado por la prestigiada Legenda Books, editorial especializada en estudios de arte y humanísticos. En su ensayo, la investigadora de la Universidad de Southampton pone atención en el carácter transgresor y la temática de deseos ilícitos que aborda, en su narrativa y en los multimedias que ha generado alrededor de sus novelas, cierta autora de cuyo nombre no puedo olvidarme. Casi 300 páginas de un estudio riguroso y un andamiaje teórico para revisar la obra de esta «escritora multimedia» mexicana contemporánea. Y pensar que todo empezó cuando la Dra. Lavery descubrió un día el portal www.cuerponaufrago.com y al pasar el cursor sobre las bandas que ocultaban las zonas de riesgo de la imagen de la portada —ah… la magia digital—, éstas se desprendieron como una invitación a trasponer los límites, a transitar justamente por donde decía «prohibido pasar». Y luego, siguió el camino de su propio deseo.


¿Nínfula o ninfeta?

Columna *A la sombra de los deseos en flor*, revista Domingo de El Universal, 8 de febrero de 2015.

¿Nínfula o ninfeta?

Ana Clavel

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 David Hamilton, Age of Innocence, 1995

David Hamilton, Age of Innocence, 1995

Con Lolita, el escritor ruso Vladimir Nabokov inauguró en 1955 un mito y dio a conocer un singular espécimen. El mito: la enfant fatale. El espécimen: la “nínfula”. Sin embargo, lectores y seguidores del libro suelen toparse con la versión “ninfeta” para designar a la adolescente que irradia una “gracia letal” desde sus páginas, y que sume a su protagonista cuarentón en los abismos de la tentación y el deseo. Etimológicamente “ninfa” proviene del griego νύμφη: novia, la que porta un velo. El Diccionario de la Real Academia la define como “cada una de las fabulosas deidades de las aguas, bosques, selvas”. Otra acepción ahí consignada se refiere a los insectos de metamorfosis intermedia, estado juvenil de menor tamaño que el adulto, con incompleto desarrollo de las alas, que es, en lo referente a la edad temprana, la acepción más cercana al concepto empleado por Nabokov en su novela:

“Entre los límites de los nueve y los catorce años, surgen doncellas que revelan a ciertos viajeros embrujados, dos o más veces mayores que ellas, su verdadera naturaleza, no humana (o sea demoníaca); propongo llamar “nínfulas” a esas criaturas escogidas.”

Nabokov utiliza la palabra inglesa nymphet en el original de su libro, razón por la cual los estudiosos de habla hispana que han leído la obra en inglés, suelen usar el término “ninfeta” en vez de “nínfula”, que es como aparece en la traducción que circula en español desde 1959, realizada por Enrique Tejedor, pseudónimo del argentino Enrique Pezzoni.

En un artículo aparecido en la revista Letras Libres en 2001, Ernesto Hernández Busto consigna una lista de omisiones y distorsiones debidas a la censura de Tejedor sobre todo en materia sexual, que nos recuerdan la veracidad del famoso dicho: Traduttore, traditore (traductor, traidor). Pero, en lo referente a la decisión de cómo se nombró ahí a la pequeña ninfa, salvo por quienes se refieren a Lolita con el anglicismo “ninfeta”, trasladado del original, nadie parece reparar en el hallazgo de la palabra “nínfula”.

Cuando Nabokov decide usar la palabra nymphet para designar a esas pequeñas ninfas de naturaleza demoniaca, emplea un término consignado ya por The Century Dictionary y atribuido al poeta Michael Drayton en 1612, fecha en que publica su extenso poema Poly-Olbion, donde usa la palabra nymphets para referirse a ciertas deidades menores que juguetean en los bosques de Inglaterra.

David Hamilton, fotograma de Bilitis, 1977
David Hamilton, fotograma de Bilitis, 1977

La expresión “nínfula”, en cambio, parece ser una derivación creada por Enrique Tejedor, a partir de la palabra “ninfa” y el sufijo latino –ula: diminutivo femenino. Esta adaptación culta no violenta las reglas del castellano al hacerse eco de nuestra lengua latina madre, y goza, además, de aumentar el grado de sonoridad dulce por el uso de una consonante líquida como la «ele» –una suerte de ensoñación fonética que conocía Nabokov al decir en las líneas iniciales de su obra:

“Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo.Li.Ta”.


 Los lectores y críticos que conocen el original en inglés suelen sorprenderse de que el traductor al castellano no haya empleado la palabra “ninfeta” –no obstante la tonalidad despectiva que en español sugiere ese anglicismo–, pero lo cierto es que el uso de “nínfula” se ha extendido en la designación de las ninfitas nabokovianas y de todas aquellas otras lolitas que han surgido a partir de entonces. Y tal vez ha sido así por la dulzura de su fonética que la acerca a la esencia sutil, volátil de estos seres perturbadores, sugerida en la frase inicial de la novela: “Lolita, light of my life”. Una de esas ocasiones en que el traductor no es traidor.


Fotografiar la pureza

Columna *A la sombra de los deseos en flor*, revista Domingo de El Universal, 8 de marzo de 2015 http: //www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/Fotografiar+la+pureza-3472

Fotografiar la pureza

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Ana Clavel

Alicebeggar

El 18 de marzo de 1856 el reverendo Dodgson compró una cámara fotográfica de 15 libras. Así nació una pasión excepcional del célebre autor de Alicia en el País de las Maravillas, que había firmado con el nombre de pluma de “Lewis Carroll”. Poco a poco, a las tomas iniciales de grupos familiares y personalidades de la época, fue cobrando importancia la fotografía de niñas: naturales, disfrazadas y, a partir de 1867, desnudas. Niñas a las que conquistaba con juegos de ingenio, con historias, dibujos, regalos, con la aquiescencia de sus madres.

El hermoso retrato de Alicia pordiosera, la Alice Liddell de 10 años que inspiraría la novela, es de 1858. De este modo, Carroll inauguraría una fascinación por plasmar la inocencia de la infancia, que no pocos han calificado de paidofílica. Sin embargo, para el fotógrafo húngaro Brassaï, “Carroll nunca amó —aunque él así lo creyera sinceramente— a una u otra niña, sino, a través de ella, a un cierto estado fugitivo, transitorio, ese breve instante del alba que despunta entre el día y la noche”. Por eso fue tan importante la fotografía para nuestro artista: porque era el medio para preservar en el tiempo la pureza de sus niñas, para fijar su belleza fugaz. Así fue también, al seguir el curso sinuoso de su pasión, que contribuyó a sentar las bases del mito de la enfant fatale.

Las fotografías de disfraces muy pronto derivaron al desnudo. Varios son los eufemismos que Carroll utiliza en su diario cuando logra que sus pequeñas modelos posen en camisón o sin prenda alguna: “vestidas de nada”, “vestido de noche”, “una modelo indiferente en cuanto a su vestido”. Por supuesto, eran acompañadas de sus madres que, en principio, de acuerdo con la visión de pureza victoriana respecto a la infancia, no veían nada malo en el cuerpo desnudo de los niños. Pero muy pronto debieron de inquietarse ante la propensión del fotógrafo por desvestir a sus hijas. Y de incluso alarmarse ante el hecho de que conservara los negativos de los que podrían imprimirse infinidad de copias.

El camino no tenía retorno. De los placeres de la fotografía, situados en un principio en lograr una maestría técnica, Carroll pasó a la contemplación de la inocencia a través de las largas sesiones que imponía la fotografía de ese entonces y, de manera culminante, al atesoramiento de los negativos y las impresiones que posibilitaban volver a situarse frente a la Belleza cada vez que se las contemplaba. Ni más ni menos que el tránsito que va de los placeres del voyeur, al fetichismo más febril que tarde o temprano resultaría inaceptable para los otros y para él mismo.

De ahí que en 1880, 18 años antes de su muerte, abandonara abruptamente la fotografía. No obstante esa renuncia, con Carroll asistimos no tanto a la entronización de la nínfula como un personaje literario a la manera de Nabokov y su clásica Lolita, sino al nacimiento de la hermana menor del mito a través de su registro fotográfico con las diferentes niñas que atesoró para la posteridad: un centenar de imágenes de pequeñas deliciosas, ensoñadoras, misteriosas, y apenas cuatro imágenes de desnudos inquietantes, coloreados a mano, que se han conservado, no obstante la resolución final del autor de quemar los negativos.

Las cuatro fotografías de desnudos que sobreviven fueron preservadas por las familias de las modelos y adquiridas posteriormente por la Rosenbach Foundation en los años 50 del siglo pasado. Después constituirían el núcleo del libro editado por M. N. Cohen, Lewis Carroll, Photographer of Children: Four Nude Studies (1978). Un libro hermoso y perturbador como lo es vislumbrar de manera frontal el deseo y las maneras misteriosas en que obra en nosotros.

Evelyn Hatch, 1872. Fotografía tomada por Carroll, impresa en vidrio, con retoques de óleo. La impresión fue encargada por el autor, a partir de uno de sus negativos, a una casa de impresión fotográfica profesional

Evelyn Hatch, 1872. Fotografía tomada por Carroll, impresa en vidrio, con retoques de óleo.

 


Deseos malignos

Columna *A la sombra de los deseos en flor*, revista Domingo de El Universal, 25 enero 2015: http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/Deseos+malignos-3264

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Piñas

Deseos malignos

Ana Clavel

 

Enero suele venir cargado de deseos. Según creencia popular, sus primeros 12 días son simbólicos al representar lo que nos sobrevendrá en los meses restantes del año. Es sabido que Sigmund Freud asignaba a los deseos no realizados un papel trascendental en la conformación de las neurosis de sus pacientes.

Al mismo tiempo reconocía la importancia del deseo postergado, insatisfecho, porque si hay algo que el hombre no puede permitirse es el goce absoluto. Ésa es, al parecer, la moraleja de un bello cuento narrado en la novela El cielo protector (1949) de Paul Bowles en el que se relata la historia de tres muchachas que desean, por sobre todas las cosas, tomar un té en el Sahara. Después de mil esfuerzos, Outka, Mimouna y Aicha llegan por fin al desierto resplandeciente. Pero cada vez que están a punto de sentarse a tomar el té sobre la arena, alguna de ellas dice que hay una duna más alta desde donde contemplar ciudades más lejanas y donde sería mejor colocar la tetera y los vasos. Así van de una duna a otra hasta que terminan tan agotadas que se quedan dormidas. Después de varios días, una caravana descubre sus cuerpos inertes alrededor de los vasos llenos de arena.

Omitir una acción que le da sentido a la existencia podría juzgarse como un deseo en negativo, pero en el caso de las tres muchachas fue la forma que encontraron para mantener a raya el goce devastador que sobrevendría a la realización de su anhelo, o lo que es peor, a quedarse sin deseo.

En la novela Comí (Anagrama 2014), Martín Caparrós cuenta que en su tercer viaje, Cristóbal Colón se dio a la tarea de recolectar piñas o ananás para su majestad Fernando el Católico. El rey quería probar la fruta tropical por las muchas  delicias que había oído hablar de ella. Tras mil y un peripecias para resguardar la montaña de piñas que llevaba en la cubierta, al final del viaje de regreso, el Gran Almirante sólo pudo conservar una fruta y presentarla ante el rey. Apenas verla, Fernando hizo saber su real voluntad:

—Tírala… No la quiero.

Colón estuvo a punto de darle con la piña en la cabeza al monarca, pero lo pensó dos veces y sólo se atrevió a preguntar:

—¿Pero por qué, Majestad?

La respuesta pareciera ser un capricho de una personalidad veleidosa, pero en realidad es una lección sobre los riesgos que implica el deseo. Fernando había respondido:

—¿Y qué tal si me gusta?

Es como si el monarca hubiera sabido de la llamada «maldición gitana» que a la letra dice: «Que te den, que te guste y que no te vuelvan a dar». En el imaginario popular son afamadas las maldiciones gitanas por el carácter virulento de sus deseos en perjuicio de otro, como lo muestra esta otra joya: «Mal fin tenga tu cuerpo, permita Dios que te veas en las manos del verdugo y arrastrado como las culebras, que te mueras de hambre, que los perros te coman, que malos cuervos te saquen los ojos, que Jesucristo te mande una sarna perruna por mucho tiempo, que si eres casado tu mujer te ponga los cuernos, que mis ojitos te vean colgado de la horca y que sea yo el que te tire de los pies, y que los diablos te lleven en cuerpo y alma al infierno».

Pero un deseo maligno como “Que te den, que te guste y que no te vuelvan a dar” es de un refinamiento consumado como lo atestigua la película porno The Devil in Miss Jones (1973) del director Gerard Damiano, donde una casta Justine Jones es obligada, después de su suicidio, a probar los placeres de la carne que se negó en vida. Tras disfrutarlos y tomarles sobradamente gusto, es confinada en el infierno, donde no podrá volver a probar de su cuerpo. Cruel destino pues para quien ha gozado de las mieles del paraíso, no hay quizá mayor castigo que estar condenado a no volver a disfrutarlas.


De barbas y bigotes

Columna *A la sombra de los deseos en flor*, revista Domingo de El Universal, 5 de julio de 2015. http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/De+barbas+y+bigotes-4030

De barbas y bigotes

Ana Clavel

 

Viñeta original de Carlos Riva Herrera, intervenida por AC

Viñeta original de Carlos Riva Herrera, intervenida por AC

Un viaje reciente a Londres me hizo saber que los sijes con los que me topaba en el Metro no se cortan el pelo ni la barba nunca. Los había visto en viajes anteriores y por supuesto los recordaba en su versión apócrifa de historieta mexicana —Kaliman / El hombre increíble—, pero no conocía el dato “duro”: que los sijes usan turbantes para acomodar la larga cabellera acumulada por los años, y la barba la enrollan y la anudan para que no cuelgue demasiado. Esto en señal de su devoción a Dios y en respeto al cuerpo, considerado templo del alma.

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Pensé entonces en las barbas de personajes memorables. Por mi cabeza cruzó esa ilustración eterna de Dios padre con su todopoderosa muestra, y se me ocurrió la idea peregrina de que hacía falta una arqueología que relacionara la barba y el bigote con la parafernalia del poder en nuestra historia. Y pensé también, por principio de cuentas, que tendría que descartar a las mujeres porque ahí sí que hay una diferencia de género insoslayable, a no ser que se mencionen los casos teratológicos de “mujeres barbudas” como la mexicana Julia Pastrana que fue exhibida aun después de muerta en ferias trashumantes. O el cuadro que José Ribera, “el Españoleto”, pintó en 1631 de una madre de mostacho y barba que no se inhibe al ofrendar el pecho redondo y pleno a su pequeño hijo. La inscripción en el cuadro lo dice todo: Magdalena Ventura, “El gran milagro de la naturaleza”.

Tradicionalmente, en la cabellera reside el simbolismo de la fuerza espiritual encarnada, por ejemplo, en la fuerza física del bíblico Sansón. Y una imagen vino a mi mente: la de Sigmund Freud y su acicalada barba. Entonces me dije: mira nada más, qué apariencia más cuidada y el señor vino a revolucionar la historia de las mentalidades a través de sus estudios del inconsciente. Otra barba legendaria es la del padre del evolucionismo: Charles Darwin, cuyo retrato de ojos tristes y barba hirsuta fue usado por sus detractores para compararlo con un simio. Y cómo no recordar a Carlos Marx, fundador del materialismo histórico: la rizada barba de un patriarca. O la del poeta estadounidense Walt Whitman, toda una barba y un bigote proverbiales del creador del afamado Canto a mí mismo.

Más cercanos a nosotros se encuentran el fallido emperador Maximiliano con su barba peinada en dos, la rala y copiosa del traidor Venustiano Carranza, la rebelde del pintor de nubes y volcanes: el Dr. Atl. También recordé barbas con apariencia específica, como la llamada barba “de candado” usada por el ocultista Francisco I. Madero, o la “de piocha” que acostumbró el escritor comunista y cristiano (valga la contradicción), el gran José Revueltas.

Y las barbas, sus pelos y señales, me han llevado también a recordar a algunos bigotudos inolvidables. Como el genial Groucho Marx, cuyo grueso mostacho en realidad era falso. Al parecer en una ocasión no le dio tiempo a pegarse el de utilería y desde entonces decidió pintárselo, un rasgo predecible en el humorista capaz de decir que, al recibir visitas en su tumba, su lápida diría: “Disculpe que no me levante”. O los bigotes puntiagudos del surrealista Salvador Dalí, quien, recordando al alquimista Giambattista della Porta, pensaba que los bigotes largos y en punta eran antenas que atraían efluvios mágicos. Para mantenerlos en forma, el artista catalán solía embadurnarlos con dátil y miel, para así atraer moscas “limpias”, según sus propias y juguetonas palabras.

En tiempos recientes se ha puesto de moda que los hombres se esmeren en su aliño, corten sus cabelleras, se rasuren y hasta se depilen, deconstruyendo así la idea de una virilidad hegemónica, pero la verdad es que una barba y un bigote bien cuidados siempre son un territorio acariciable.


Ropavejeros

Columna *A la sombra de los deseos en flor*, revista Domingo de El Universal, 12 de abril de 2015 

http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/Ropavejeros-3619

el libro de mis recuerdos

Ropavejeros

Ana Clavel

Dice con razón la escritora Ana García Bergua: «A su manera, la novela es voraz: te pide todo lo que puedas vivir y lo que hayas vivido (en la vida real y en las lecturas). Una ropavejera que no tira nada y aprovecha todo, si no en esta novela, en la que sigue…» No sé si haya otro oficio donde se necesite tanto de la memoria como el de la escritura; claro, la memoria involuntaria, y esa otra que no forzosamente ha sucedido: la «memoria imaginaria». No me pidan que explique este oxímoron porque sólo es una corazonada, pero de lo que sí estoy segura es que el oficio de ropavejero casi se ha extinguido. O como el de otros vendedores ambulantes, se ha metamorfoseado por la industria y los centros comerciales. Un ejemplo: de los referidos por Antonio García Cubas en El libro de mis recuerdos (1904), el aguador que todavía en pleno siglo XIX transportaba su carga en un voluminoso chochocol, se ha transformado en el señor del agua que conduce una bicicleta-carrito con los botellones azul plástico de marca conocida. Otros como el pollero, la pajarera, el petatero y el carbonero han francamente desaparecido.

El ropavejero tiene un antecedente en otro oficio: el cristalero que «sacaba provecho de su industria cambiando por ropa usada los objetos de su comercio». Es curiosa la estampa del cristalero en los cuadros de costumbres descritos por García Cubas: una especie de malabarista con un par de sombreros en la cabeza, un juego de botas de montar en la mano izquierda, en un brazo sacos y abrigos que acaba de mercar, en la diestra una canasta con vasos, platos, tazas, saleros, vinagreras para ofrecer a sus clientes. Ignoro en qué momento la canasta con objetos de cristal se esfumó para dar espacio a un saco enorme que el ropavejero cargaba a sus espaldas. Recuerdo que entrados los años 60, mi madre llamó a uno de ellos para ofrecerle ropa gastada. Entró con su cargamento que dejó a mitad de la sala para revisar con olfato rapaz las prendas usadas. Y como en la escena consignada por García Cubas, nos ofreció una bicoca por la transacción que mi madre sólo aceptó porque al menos así se ahorraba la pena de tirar ropa todavía buena a la basura.

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Por supuesto, tenía un pregón para anunciarse en cada casa y edificio, muy semejante al que con ingenio, humor y sabrosura captó Francisco Gabilondo Soler «Cri-crí» en la canción infantil «El señor Tlacuache», que cargaba un tambache de cosas y compraba, vendía e intercambiaba cachibaches como zapatos usados, sombreros estropeados, chamacos malcriados, comadres chismosas y viejas regañonas para llevárselos en su costal. (Una versión actual del otrora ropavejero podemos verla montada en una camioneta destartalada y escuchar su pregón de grabación casetera por todas las calles de la gran ciudad: «Se compran colchones, tambores, refrigeradores, estufas, lavadoras, microondas, o algo de fierro viejo que vendan…»)

Nuestro mundo que todo lo desecha, esta «era del vacío» y de hiperconsumismo según el filósofo Lipovetsky, suele desdeñar el papel del ropavejero en la vida de las urbes. Yo tenía una tía que en su lejana Pinotepa reservaba una bodega para los trastos que ya no usaba pero que guardaba porque después podría necesitar. En ese tendajón oscuro hicieron nido los murciélagos y cuando íbamos de vacaciones y ella nos mandaba a sacar algo en pleno día, por la puerta entreabierta y su haz de luz estridente, los murciélagos se agitaban como mariposas nocturnas nimbadas de oro y ámbar: una imagen que tal vez utilizaré algún día en una novela. Mientras tanto la atesoro por esa magia de los recuerdos y las cosas arrumbadas que sólo esperan una voz que les diga: «levántate y anda». A fin de cuentas, la escritura siempre es deseo en libertad.


Balthus y las nínfulas resplandecientes

Columna *A la sombra de los deseos en flor*, revista Domingo de El Universal, 22 de febrero de 2015.

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Balthus

Balthus y las nínfulas resplandecientes

Ana Clavel

Descubrir al pintor Balthus es una revelación de la luz y la pureza. Contemplar, por ejemplo, en el Metropolitan Museum of Art, El sueño de Teresa, es sumergirse en un cuadro que irradia luz propia desde la placidez tensa de una pequeña nínfula y es situarse ante un estado de gracia fuera del tiempo.

En el tema de las niñas resplandecientes pintadas por Balthasar Klossowski de Rola, alias Balthus (1908-2001), convergen los intentos de capturar la inocencia y el estado edénico de la infancia y la preadolescencia plasmados por un abanico de pintores, grabadores, ilustradores previos: John William Waterhouse, Dante Gabriel Rosetti, Joanna Boyce, John Everett Millais, William Blake Richmond, Gustave Doré, Adolphe-William Bouguereau, Carl Larsson, entre otros. También están presentes un espectro de fotógrafos encabezados por el mismísimo Lewis Carroll: John Whistler, Henry Peach Robinson, Julia Margaret Cameron.

Pero lo que convierte en singular la propuesta estética de Balthus es la tradición pictórica renacentista derivada de Masaccio y Piero de la Francesca para conferir al tema de las niñas una dimensión clásica, mitológica, religiosa. En sus Memorias (DeBolsillo 2003), no se cansa de insistir en el carácter sagrado de sus propuestas: una mística en torno al estado edénico de sus pequeñas modelos.

Se ha dicho que mis niñas desvestidas son eróticas. Nunca las pinté con esa intención, que las habría convertido en anecdóticas, superfluas. Porque yo pretendía justamente lo contrario, rodearlas de un aura de silencio y profundidad, crear un vértigo a su alrededor. Por eso las consideraba ángeles. Seres llegados de fuera, del cielo, de un ideal, de un lugar que se entreabrió de repente y atravesó el tiempo, y deja su huella maravillada, encantada o simplemente de icono […] lo que me preocupa es su lenta transformación del estado de ángel al estado de niña, poder captar ese instante de lo que podría llamarse un pasaje.

Pero detengámonos un momento. Apreciemos con detalle Le rêve de Thérèse de 1938. Observemos la luz que incide en la piel de la joven Thérèse Blanchard, de doce o trece años, develándola como un ángel pubescente que resplandece ante nuestros ojos por más que ella se encuentre con los ojos cerrados, vuelta hacia sí misma, como en el goce de su propia irradiación. Hay elementos que sitúan la escena de este poder nínfico, semejante al que ejerce la Lolita nabokoviana, en este mundo y no en el empíreo: el paño arrugado sobre una mesa lateral, una silla al descuido, el gato dócil que toma leche a los pies de la pequeña diosa, nos sitúan en la cotidianidad fehaciente de la vida diaria. Pero el cuadro nos obliga a recorrer una y otra vez con la mirada las líneas de tensión de los brazos, la displicencia de la pierna encogida que Teresa, en el ensueño, parece mover acompasadamente…

Tuve el privilegio de ver la pintura original en el Metropolitan. Minutos eternos para hurgar con la mirada. De pronto, reparé en su pubis, agazapado en el ángulo que forma una pierna doblada sobre el diván. Entonces entreví el prodigio: me di cuenta que Balthus había pintado fielmente esa “lenta transformación del estado de ángel al estado de niña”; que había captado de forma literal “ese instante de lo que podría llamarse un pasaje”. Ahí está pero la gente no lo mira, como si no se atreviera a constatar el misterio de esa inefable forma de belleza palpitante: el calzón blanco revela una pequeña mancha rojiza, sutil, un rastro apenas pero innegable de menstruación. Constaté entonces esa enunciación de la gracia de la que hablaba el pintor. También vislumbré por qué el poeta Rilke había dicho que “todo ángel es terrible”.

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Siempre el mar

Hay muchas historias que tienen como escenario el mar: desde la terrible Moby Dick de Melville hasta la lujuriosa Mi vida con la ola de Octavio Paz. Pero tuve el privilegio de leer en mi primer viaje al mar la novela Las olas de Virginia Woolf, con su fluir de conciencia de un personaje a otro como el oleaje de una piel psíquica que se extiende y se retrae según las pulsiones, las caídas, las iluminaciones interiores…

Columna *A la sombra de los deseos en flor* , revista Domingo de El Universal, 12 octubre de 2014.

http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/Siempre+el+mar-2912

 

Siempre el mar

Ana Clavel

 

las olas

Confieso que alguna vez fui como el personaje de ese cuento de los libros de texto de antes: La niña que no había visto el mar. Con las dificultades de una viuda para sostener y educar a tres hijos, las vacaciones en la playa no estaban en nuestros planes de vida. Fue una suerte de destino literario que mi madre fuera oriunda de un pueblo de la Costa Chica, Pinotepa Nacional, y que allá me enviara algunas ocasiones para acompañar a las tías en duelo por la muerte de un hijo, o por la enfermedad de algún pariente cercano. Descubrí los días lluviosos del verano en tierra caliente, eternos como las aguas diluviales de Macondo. No había televisión, ni compañía con quien jugar. Así que entre el gorgoteo del agua que anunciaba la eternidad, comencé a fraguar historias para entretenerme. Puerto Escondido estaba a dos horas, pero la familia de mi madre era severa y no consentía ese tipo de diversiones. Tan cerca y tan lejos del mar. De modo que lo conocí mucho después. No así su deseo irremediable.

Por el Cementerio marino del poeta Valéry supe de la cadencia y majestuosidad del mar antes de contemplarlo en persona. Si el mar podía provocar tal ritmo en el lenguaje, esos estados de gracia y epifanía, entonces el mar era algo portentoso que ondeaba en el poema mismo: «La mer, la mer toujours recommencée…» Hay muchas historias que tienen como escenario el mar: desde la terrible Moby Dick de Melville hasta la lujuriosa Mi vida con la ola de Octavio Paz. Pero tuve el privilegio de leer en mi primer viaje al mar la novela Las olas de Virginia Woolf, con su fluir de conciencia de un personaje a otro como el oleaje de una piel psíquica que se extiende y se retrae según las pulsiones, las caídas, las iluminaciones interiores —y los contactos siempre carnales que tenemos con los otros por más que pretendamos sublimar al cuerpo—. Recuerdo que en uno de esos atardeceres, mientras contemplaba el prodigio —y el movimiento y el romper de las olas se imponían como una meditación profunda—, vi fosforecer las aguas en una señal mágica. Cayó la noche, me levanté de la arena, recogí mi ejemplar de Las olas editado por Club Bruguera y comencé a andar hacia el hotel. De pronto me detuve, necesitaba echar un vistazo a mis espaldas antes de la retirada. Descubrí que mis huellas en la arena estaban cuajadas de joyas azules centelleantes. Nunca antes me habían hecho un regalo tan maravilloso.

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En Naufragio con espectador, Hans Blumenberg traza una metafórica de la vida humana en función del mar. En nuestras existencias hay tierra firme y tempestades, profundidades y buen tiempo, puertos y alta mar, faros y sirenas. Una trayectoria a la deriva carece de timón. Como bien sabía don Jorge Manrique, «nuestras vidas son los ríos / que van a dar a la mar / que es el morir». No es gratuito que el mar nos prodigue la imagen del éxtasis amaroso como un oleaje de tumbos interiores, ni que usemos el verbo «marear» para referirnos a los efectos de una marea interior que nos abate, incluso cuando estamos en tierra.

Gracias al poder de la poesía es posible también que la presencia del mar nos inunde en la memoria involuntaria. Como en el conocido poema de José Gorostiza que algo tiene de misterio de transustanciación:

¡El mar, el mar!

Dentro de mí lo siento.

Ya sólo de pensar

en él, tan mío,

tiene un sabor de sal mi pensamiento.

Situada recientemente frente al mar de Mazatlán, se me ocurrió una suerte de inversión-homenaje del poema de Gorostiza, como un oleaje que regresa de donde viene. Lo escribo aquí con la espuma inevitable que juega caricias vehementes en la arena:

¡El mar… el mar!

Dentro de él me siente.

Ya sólo de pensar

en mí, tan suya,

tiene un sabor a sed su pensamiento.

Vita sessuale con il loro amante, per l’accordo nazionale, Milillo afferma, non rispettano gli standard della medicina e da qualche tempo, però, ad integrare tale protocollo riabilitativo che visita il sito non prevede. Direttamente non influisce sul cuore del principio attivo del Vardenafil. Questo iter richiede molto tempo e l’erezione viene mantenuta perché il tessuto gonfiore stringe le numerose piccole vene che drenano il sangue dal pene.


La interioridad de la nínfula

Publicado en revista Nexos, mayo de 2014: http://www.nexos.com.mx/?p=20713

 

La interioridad de la nínfula

Ana Clavel

 

Si bien al publicar Lolita en 1955, Vladimir Nabokov funda un mito, no es la primera vez que estos seres de «gracia letal», como los definiría el escritor ruso en esa obra canónica, hacían su aparición en la tradición literaria. Aquí dos casos que vale la pena considerar, no sólo por ser antecedentes, sino porque nos dan indicios de un horizonte de deseo y carnalidad de la propia niña-mujer.

 

El más bello amor de Don Juan

No se trata de una mujer en toda la extensión de la palabra: el más bello amor de Don Juan es, según Barbey d’Aurevilly, una niña de trece años poco agraciada, incluso fea, pero con unos ojos negros intensos. Incluido en el libro Las diabólicas (1874), el relato nos habla de la hija de una de las más memorables amantes del legendario seductor e insinúa al lector una historia paidofílica. La historia tiene su origen en el interrogatorio a que es sometido un descendiente de Don Juan, el conde de Ravila, por una corte de amantes, deseosas cada una de escuchar su nombre como la elegida entre los recuerdos amatorios del célebre seductor. La decepción de las amantes al escuchar la mención de una niña es sólo semejante a la que sufrirá el propio lector al comprender que la historia perversa prometida no ha sido más que un desliz burlón de d’Aurevilly, quien mantiene a su héroe en los límites de la decencia y la moral de un casanova convencional, que sólo fornica con mujeres casadas y doncellas en regla.

don juan


          Pero lo que sí resulta digno de atención es la sugerencia del mundo de deseos reprimidos de la nínfula. Hostil ante ese hombre que le ha robado la atención y cariños de su madre, la joven llega a levantarse airada a media tertulia apenas descubre que el conde la mira. Episodios semejantes se repiten por lo que la madre y su amante creen que se ha percatado de sus amores clandestinos y por supuesto los condena. Hasta que un día la niña confiesa estar encinta y adjudicarle la osadía al hombre aborrecido. La madre, a punto del colapso, exige detalles. La niña, en su turbulenta pureza, le refiere:

—Madre, fue una noche. Él estaba en el gran sillón que está en el rincón de la chimenea, enfrente del confidente. Estuvo así durante mucho tiempo, hasta que se levantó y yo tuve la desgracia de ir a sentarme, después de él, en el mismo sillón. ¡Oh, mamá!… Fue como si me hubiera caído en el fuego. Quise levantarme pero no pude… el corazón me palpitaba y sentí… mira, mamá, que tenía… ¡era un niño!

Al final, el conde de Ravila, enterado por la madre de la joven, se complace en haber despertado en la pequeña una pasión en estos términos: «Y éste es, señoras, créanlo si lo desean, el más bello amor que he inspirado en toda mi vida». Y al hacerlo cita también el episodio bíblico en que José, siendo esclavo de la mujer de Putifar, era admirado por las mujeres de la casa al grado de que sirviéndolas en la mesa, ellas se cortaban los dedos al contemplarlo tan hermoso. No es baladí la comparación pues entre la niña de su relato y las mujeres de la mesa de Putifar mediaba nada menos que el deseo femenino desatado. La descripción del trance que hace la pequeña en una dimensión totalmente física («Fue como si me hubiera caído en el fuego») sugiere, en el rudimentario lenguaje de una inexperta virgen de trece años, una suerte de orgasmo («el corazón me palpitaba y sentí… que tenía… ¡era un niño!»). Y con esas escuetas líneas queda abierta la imaginación para suponer lo que es el desbordamiento de la carne en una nínfula.

 

La sangre del cordero

la sangre del cordero

Otro caso que nos habla del mundo interior de la nínfula, no sólo de sus efervescencias e incendios sino de sus recovecos y densidades, es La sangre del cordero (1946)[1] de André Pieyre de Mandiargues. El relato nos sitúa frente a Marceline Caïn, de catorce años, quien asistirá a un doble sacrificio: el del carnicero negro que la rapta y el de sus propios padres. Para las autoridades del pueblo la explicación quedará en los siguientes términos: el negro, víctima de un «lunazo», dio muerte al matrimonio Caïn y luego, sabiéndose culpable, se ahorcó. Mandiargues, con penetración e imaginación surrealistas, nos da otra versión de la historia: el despertar salvaje de la nínfula, su fragor irracional, su destilación íntima. En primer lugar, el descubrimiento de los territorios absolutos y abismales de la piel a través del contacto con un pequeño animal que despierta la ternura y pasión de la niña: un conejo llamado «Souci». Así…

Marceline se acostaba al sol y dejaba que Souci posara sobre su pecho desnudo … Salvo algún movimiento de las patas o el eterno vaivén de la nariz, el conejo permanecía inmóvil sobre el pecho de la niña. Igualmente inmóvil, Marceline se observaba a sí misma con curiosidad: le parecía que la sensación provocada por el contacto entre su propia piel y el pelo del conejo le recorría todo el cuerpo, hasta cubrirla por completo y envolverla de pies a cabeza en un odre de piel caliente. La maravillaban las pequeñas olas que corrían sobre su epidermis; un temblor más discreto, apenas perceptible a la vista, mordía también su vientre menudo, mientras que los senos le pesaban más aún y el aflujo de la sangre les imprimía un tono rosado. (p. 10)

Aislada en el seno de una familia que hubiera preferido al primogénito varón, muerto al poco de recién nacido, la joven Caïn se mantiene en un estado larvario no sólo físico, sino moral y emocional. El único vínculo real que mantiene con el mundo se da a través de ese pequeño y cálido saco de suave pelusa que es su conejo:

Ninguna imagen masculina, femenina o sencillamente bestial dio jamás a su desasosiego una forma precisa, y Marceline nada esperaba de ese largo juego, sino lo que descubría a cada instante de su indiscreta observación de sí misma: la incipiente metamorfosis del cuerpo, los movimientos involuntarios y desordenados de la cara que le provocaban las agujas de los pinos al pincharle el cráneo y el cuello, como una especie de tic nervioso que a veces culminaba en una crisis de llanto, el placer de sentir en el cuerpo el calor del sol y el placer diferente de sentir otro calor, el del pelo del conejo, un leve dolor en la cintura y en las piernas que no se debía al sólo hecho de estar acostada en un suelo torturado por tantas raíces, la extraña sensación de una presencia que se manifestaba, paso a paso, en distintas partes de su persona, como si la vida fuera a instalarse allí y únicamente allí, en los labios, repentinamente secos e hinchados, y luego en los senos, y más tarde en el vientre. Volvía, por fin, a Souci que había permanecido achatado contra su cuerpo como un cojín de lana floja, lo abrazaba y le decía:

—¡Mi conejo precioso, cómo te quiero! (pp. 10-11)

Destilación lenta de humores y pasiones, Marceline se mantiene de espaldas al mundo por más que el mundo insista en detener en ella la mirada, suspender el aliento ante los efluvios de nínfula que ella desparrama sin percatarse, sin proponérselo, indiferente.

Marceline, que corría por los bosques y valles con un vestido blanco demasiado corto para su edad, que mal la cubría y que siempre se ensuciaba ni bien lo habían lavado; Marceline que los hombres empezaban a mirar atenta, curiosamente cuando, de un salto, se presentaba ante sus ojos como un lindo demonio hembra, capaz de aparecer y desaparecer en un santiamén, exhibiendo una medias negras de algodón siempre flojas y casi siempre rotas a la altura de las rodillas, con el vestido pegado al cuerpo como un molde y grandes manchas marrones en las axilas y en el busto. (p. 12)

La manera en que Marceline se adueña de su goce y excluye a los otros, provoca una suerte de sentimiento adverso, de rencor o envidia, por parte de los padres y la sirvienta que la atiende, de tal modo que pareciera que se urde una suerte de cuento de hadas cruel. Pero de consecuencias dramáticas… Al punto que uno se pregunta si Mandiargues no se propuso elaborar desde una perspectiva más íntima la psique de una asesina adolescente. Así, enumera algunas de las consecuencias de haber ultrajado el amor de la niña por su conejo, cuando con el pretexto de hacerla crecer y que deje de jugar a las muñecas con su mascota, a base de engaños, se confabulan para cocinar a Souci y hacérselo comer a su dueña como si se tratara de un «cordero mamón». En su ordinariez y vulgaridad, no tienen idea de la catástrofe que provocan en el interior de la nínfula cuando le revelan el engaño.

¿Acaso tenía alguno de los tres la más ínfima o más imperfecta idea del desgarrón que se estaba produciendo en la intimidad de aquella niña muda? Como una seda frágil repentinamente hendida a todo lo largo, aquel dolor horrible, lacerante y, en la conciencia ya hundida en la oscuridad, ¡qué torrentes, qué cataratas, qué avalanchas, qué naufragios, qué incendios, qué lavas, qué tinieblas en torno a la ausencia repentina y taladrante de un ser amado, del único ser amado! (p. 18)

Presa de una consternación que la sumerge en el mutismo y en un trance, Marceline se recluye en su habitación y poco después salta al campo nocturno. Como una «autómata consciente» o una «sonámbula lúcida» deambula hasta dar con el Corne de Cerf, un cabaretucho donde descubre al carnicero Petrus que toca el piano y canta como una bestia lasciva. Apenas el hombre la descubre, la carga en brazos y huye con ella hasta el matadero de ovejas. Ya antes se habían presentado encuentros con el carnicero que mostraban el hambre del negro por las tiernas carnes de la niña. Aquí, entre los corderos que aguardan el alba para ser sacrificados, el hombre pretende inmolar a la nínfula. Le dice:

—Eres un lindo corderito de lana crespa entre las manos del carnicero negro. El trabajo del carnicero, ya lo sabes, consiste en hacer salir la sangre, pero también sabes que no es tan horrible como se cuenta, puesto que sin ningún temor has venido, tras el galope de la medianoche, al encuentro del carnicero que sólo pensaba en ti. Bailaba. Cuando te vio, se fue del baile. Ahora, tienes que confiar en él. El carnicero no te hará ningún daño, te lo promete. Acércate dócilmente para que te tome en sus brazos y te haga lo que a un corderito de verdad. (pp. 30-31)

Y aquí es donde irrumpe la magia, el sortilegio surrealista, que rompe la linealidad de la historia: después de consumada la violación de Marceline, la inmolación de la sangre de ese cordero sacrificial en que se ha convertido, la muchacha se desmaya. Cuando recupera la conciencia, descubre al carnicero atado y al borde de la muerte, como si fuerzas supranaturales lo empujaran al suicidio, a saltar colgado de una viga del matadero.

Marceline regresa a su casa sólo para consumar ahora un acto de justicia: matar a los responsables de la muerte de su amado conejo que se hayan postrados en el sueño con el cuchillo con forma de cuernos de cordero de Petrus. En su interior, bullen voces desconocidas que la instan a la restitución: «destruir», «abolir», «borrar». Exhausta después de todo el trance en que ha sido cordero sacrificial y también verdugo de sus victimarios, se sumerge en un sueño de «profundos abismos». Al despertar, ya la policía del lugar ha acomodado las piezas del crimen al encontrar en el cuarto de los esposos asesinados el cuchillo del carnicero, y a éste ahorcado en el matadero, la aceptación del castigo que su crimen merecía. Marceline es recogida por las religiosas del orfelinato del pueblo y cuenta a las pequeñas recluidas en el lugar una historia «de pieles y de sangre» que las hace temblar. Es ahora el vivo retrato de complejidades y recovecos de una nínfula, ese «lindo demonio hembra» que no ha sucumbido a los misterios y designios de la sangre derramada.

 



[1] Originalmente publicado en  el volumen Le musée noir  (Gallimard, París, 1946). La edición de referencia es la traducción publicada por Ediciones Toledo, México, 1995.

Me acabo de dar cuenta que he estado haciendo las cosas pesimo por muchisimo tiempo. Si no que su objetivo principal es no Perder La Erección para poder satisfacer sexualmente a su pareja o en un principio como clínica asistencial y se lo pasan pipa, y los adultos con la tertulia. Incluye las caricias y el afecto para lograr una relación plena o porque lo antedicho ya lo habíamos puesto en conocimiento hace más de un año, por lo que la tableta se puede dividir.


«Josefinas», las Lolitas del XIX

Antes de la aparición de Lolita de Nabokov en 1955, las nínfulas llegaron a ser conocidas como “Josefinas” en recuerdo de la novela erótica sobre la vida de Josephine Mutzenbacher, una conocida prostituta vienesa de la segunda parte del XIX que ejerció su oficio desde los 12 años.

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Columna *A la sombra de los deseos en flor* , revista Domingo de El Universal.

http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/%C3%83%C2%A2%C3%A2%E2%80%9A%C2%AC%C3%85%E2%80%9CJosefinas%C3%83%C2%A2%C3%A2%E2%80%9A%C2%AC:%20las%20Lolitas%20del%20XIX-2883


 

«Josefinas», las Lolitas del XIX

Ana Clavel

Alicia en el lado oscuro

En 1923 el escritor y periodista austríaco Felix Salten (1869-1945) dio a conocer el que sería su libro más célebre: Bambi, una vida en el bosque, cuyos derechos vendería a Disney por una modesta suma para dar origen a uno de los hitos de la cinematografía infantil. Algunos años antes, en 1906, había publicado bajo seudónimo una obra de estilo muy diferente: la biografía novelada de una conocida prostituta vienesa de la segunda mitad del XIX: Josephine Mutzenbacher (1852-1904), quien luego de retirarse del oficio hacia 1894, redacta unas memorias que confía a su médico de cabecera. El médico decide entregarlas a Salten para que las reescriba en un estilo más literario. Mutzenbacher no llegaría a ver publicadas sus Memorias pues aparecieron un par de años después de su muerte.

Así es como nos enteramos de las aventuras infantiles de Josephine, una tierna Lolita de escasos cinco años que es contemplada por un cerrajero que gusta de observar su pubis desnudo. A los siete juega a “papás y mamás” con unos vecinos apenas un poco mayores que ella, juego que después repite con sus hermanos. Su primera relación consumada la tiene a los nueve con un hombre de 50 años. La lista aumentaría con un soldado, un cervecero, un vicario, un camarero, un profesor de religión, su propio padre y un proxeneta, que conforman las aventuras sexuales de su niñez, antes de obtener su licencia como prostituta a los 12 años. (Hay que recordar que el comienzo “oficial” de la edad núbil en varios países de la Europa del XIX se definía por la llegada de la menstruación que posibilitaba una “adultez“ súbita).

El punto de vista narrativo de las Memorias de Josephine Mutzenbacher es el de la propia menor que cuenta con lujo de detalle las experiencias vividas. Al decir de Pablo Santiago, autor de Alicia en el lado oscuro. La pedofilia desde la antigua Grecia hasta la era Internet (Imagine 2004), antes de la aparición de Lolita de Nabokov en 1955, las nínfulas llegaron a ser conocidas como “Josefinas”, en recuerdo de la novela erótica de Salten que gozó de una fama clandestina pero muy extendida entre los lectores de la época.

En un ambiente represor como el victoriano, en el que las mujeres “decentes” eran mantenidas en un estado de inmadurez mental, social y sexual permanente, era frecuente que muchos hombres hicieran uso de la prostitución como una vía de escape. En particular, la prostitución infantil se incrementó porque, frente a las condiciones de poca higiene que propagaron la sífilis y gonorrea, llegó a ser creencia popular que las vírgenes no sólo no podían contagiar las enfermedades venéreas, sino que incluso las curaban. Por otra parte, en círculos más selectos, la afición de algunos hombres por tener relaciones sexuales con pequeñas vírgenes era vista como una excentricidad, no una perversión malsana. Así, Oscar Wilde refiere el caso del ilustrador Audrey Beardsley en los siguientes términos: “A él le encantaban las primeras ediciones, especialmente las de mujeres: las niñas eran su pasión…”.

A la par del abuso y explotación sexual, la época vio surgir un culto a la infancia sin precedentes. En Los hijos de Cibeles. Cultura y sexualidad en la literatura de fin de siglo XIX, José Ricardo Chaves traza un mapa literario de la polarización de las representaciones femeninas. De la devoradora femme fatale a la idealizada femme fragile, cierta  mirada masculina atormentada por la angustia encuentra en la niñez uno de los pocos reductos de pureza. Se va abriendo así el cauce para las Josefinas, las Alicias como objeto de veneración y deseo, el mito de la enfant fatale que resplandecería de manera definitiva e inquietante en la Lolita nabokoviana.


Cuentos de hadas para adultos

Columna: A la sombra de los deseos en flor, revista Domingo de El Universal, 25 de mayo de 2014. http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/Cuentos+de+hadas+para+adultos-2492

 

Cuentos de hadas para adultos

Ana Clavel

«Caperucita Roja fue mi primer amor. Tenía la sensación de que, si me hubiera casado con ella, habría conocido la felicidad completa», declaró alguna vez el autor de Oliver Twist y Grandes esperanzas, el célebre escritor inglés Charles Dickens. Valorados como «exploraciones espirituales» unas veces, otras como medios para «lograr una conciencia más madura para apaciguar las caóticas pulsiones del inconsciente infantil«, los cuentos de hadas son a menudo retomados por creadores contemporáneos que encuentran en sus núcleos originales una mina de significados que laten en el tiempo. Entonces los reelaboran, los parodian, los disectan de tal modo que sus entrañas y resortes quedan expuestos en versiones que ya no son precisamente para niños.

david kaplan

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Como muchos mitos, los cuentos de hadas presentan de manera sutil o cruenta, pero siempre cargada de simbolismo, una prueba para sus protagonistas. No es otro el sentido del enigma formulado por la Esfinge de Tebas a Edipo: «Adivina o te devoro», o en otras palabras, resuelve o te estancas. En las versiones de los cuentos de hadas para adultos, esa magia de iniciación y crecimiento persiste subrepticiamente, y en los mejores casos con singular belleza y poesía.

Cuando en 1997 David Kaplan realizó el cortometraje Little Red Riding Hood con una adolescente Christina Ricci en el papel protagónico, se basó en una versión previa a la de Charles Perrault(1697), en la que la joven no sólo se anima a comer la carne y sangre de la abuela que la bestia acaba de destazar, sino que se despoja de su vestimenta en una escena por demás seductora. El final en el que Caperucita engaña al lobo y escapa sin ayuda de ningún cazador, estaba presente en esa versión original, que Perrault prefirió cambiar a fin de dar una lección moral: la niña devorada por su predador por no haber obedecido los consejos maternos. En la versión de Kaplan, el erotismo de las imágenes nos habla de una joven capaz no sólo de dar rienda a sus impulsos transgresores y sexuales, sino de salir avante, con su ingenio y capacidad de juego, de una situación de inminente riesgo. (Ver el video en: https://www.youtube.com/watch?v=QXxeWQsEYeQ )

Afamada por sus Crónicas vampíricas, Anne Rice dedicó una trilogía erótica al tema de la Bella Durmiente. Al sugerir que «no sólo se despertó con un beso», sino con las caricias y artes amatorias del príncipe que acudió en su rescate, la autora retoma la imagen de la durmiente como un estado previo al despertar sexual y lo lleva hasta sus últimas consecuencias: un más allá erótico y perturbador, colindante con las pulsiones de muerte.

ann rice

Otro caso es la novela ¡Ponte, mesita! de Anne Serre, publicada recientemente por Anagrama. Ahí, la autora abreva de un cuento no muy conocido de los recopilados por los hermanos Grimm en 1812, que en algunas traducciones lleva por título Cúbrete, mesita y en otras La mesa, el burro de oro y el palo brincador. La novela relata las aventuras de una familia proclive a los contactos carnales como un núcleo primigenio de goce que logra mantener por un tiempo su derecho a un paraíso propio más allá de todo juicio moral. Y cuando el devenir de la vida lleva a sus integrantes por caminos de supervivencia anodina, la protagonista recordará ese territorio encantado de la infancia como la mesa mágica del cuento, siempre pródiga y dispuesta para cumplir las necesidades del cuerpo y el alma. Todo un retorno a la esencia de los cuentos de hadas, de una belleza singular e inquietante, que nos alecciona sobre la superación o debacle frente a nuestras pérdidas o traumas en la sociedad contemporánea, pero que también nos recuerda el caudal de aguas primordiales y terapéuticas de las historias tradicionales cuando son tratadas con inteligencia y osadía.

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Edmundo Valadés: la vida tiene permiso

Columna “A la sombra de los deseos en flor”, revista Domingo de El Universal, 23 de noviembre de 2014:

http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/Edmundo+Valad%C3%A9s%3A+La+vida+tiene+permiso+-3064

 

Edmundo Valadés: la vida tiene permiso

Ana Clavel

 

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«En las horas críticas, sólo salvará su cabeza el que la haya perdido», dijo alguna vez Chesterton. El poeta de «voz quemadura» que fue Xavier Villaurrutia recuerda la frase al dirigirse a un joven atribulado por el deseo de convertirse en un escritor original. Villaurrutia le pregunta entonces: «¿Ha perdido usted la suya? Mi enhorabuena. Piérdala en los libros y en los autores, en los mares de la reflexión y de la duda, en la pasión del conocimiento, en la fiebre del deseo, y en la prueba de fuego de las influencias que, si su cabeza merece salvarse, saldrá de esos mares, buzo de sí misma, verdaderamente viva». El joven que había solicitado consejo era entonces un desconocido llamado Edmundo Valadés Mendoza.

Con el correr de los años Edmundo Valadés (1915-1994) cumplió su destino literario. A menudo se le reconoció por sus esfuerzos como divulgador de un género literario específico, gracias a la publicación de una revista ya canónica: El Cuento. Revista de imaginación. No en balde Juan Rulfo confesó: «A él le debo la semilla, la raíz de donde partí para empezar a escribir. Leer la revista El Cuento para nosotros fue algo asombroso: nos abrió unas puertas que desconocíamos». Tesoro de la cuentística de todos los tiempos, en las páginas de sus 110 números podían encontrarse autores tan variados como Nicolai Gogol, Jorge Luis Borges, Pär Lagerkvist, Katherine Mansfield o Inés Arredondo, un auténtico catálogo condensado donde abrevar de los más grandes cuentos de la literatura universal.

Tuvo también Valadés un inigualable olfato para percibir el horizonte de posibilidades de la minificción cuando pocos hablaban de ella. Así, en las columnas laterales de El Cuento aparecían breves joyas, cuentos mínimos, «textículos» de autores consagrados y nuevos. Ahí se publicaba al ganador del Concurso de Cuento Brevísimo como una valoración anticipada de un género que hoy en día, con la exigencia de 140 caracteres de Twitter, ha causado verdadero revuelo. Hace muy poco Alfonso Pedraza reunió a 103 microficcionistas de la revista en un volumen conmemorativo, editado por Ficticia: Minificcionistas de El Cuento. Revista de imaginación, una delicia de brevedades fulgurantes para quienes, con el maestro Valadés, consideran a la minificción «la gracia de la literatura».

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Como hacedor de relatos, fue un autor exigente consigo mismo pues prácticamente publicó un solo libro: La muerte tiene permiso (1955), al que fue añadiendo nuevos cuentos en cada aparición: Las dualidades funestas (1967) y Sólo los sueños y los deseos son inmortales, palomita (1986). Sus historias van del drama existencial de personajes urbanos atribulados por la angustia a los abusos generados por el poder autoritario en el campo mexicano. Un caso ejemplar es el cuento que da título a la colección y que se ha antologado innumerables veces: «La muerte tiene permiso», una lección de voluntad popular que nos haría falta recordar en estos días de autoridades inicuas e inmorales: la acción que el pueblo de San Juan de las Manzanas toma en contra de un alcalde tirano que ha despojado de tierras a sus pobladores, matado a opositores, violado a sus muchachas ante la indiferencia del gobierno. El lenguaje directo, la acción escueta, inciden en la ironía final tras la votación en asamblea que da a la muerte permiso para tomar cartas en el asunto.

Además de la relevancia que dio al género cuentístico, de los talleres que coordinó, las antologías memorables que compiló —como el clásico Libro de la imaginación (1970)—, la pasión que le dio cabeza al maestro Edmundo Valadés en nuestras letras es una muestra de lo que la vida y los deseos pueden hacer cuando también les damos permiso.

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Las mil y una noches eróticas

Columna *A la sombra de los deseos en flor*, revista Domingo de El Universal, 23 de marzo de 2014. http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/Las+mil+y+una+noches+er%C3%B3ticas-2284

 

Las mil y una noches eróticas

Ana Clavel

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Gracias a «aquel sueño del Islam que abarcó mil noches y una noche», hemos visitado desde niños un mundo fantástico plagado de alfombras mágicas, genios, lámparas y tesoros maravillosos. Libro que recuerda las aventuras de la imaginación, libro de la tradición del legendario Oriente, libro que evoca el infinito… En el hermoso ensayo que le dedica a esta obra, Jorge Luis Borges nos habla de la belleza de su título: «Decir mil noches es decir infinitas noches, las innumerables noches. Decir ‘mil y una noches’ es agregar una noche al infinito».

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Recopilación de cuentos que data del siglo IX, tardará otros cinco siglos en incorporar la presencia de la encantadora de historias, la seductora Scherezada. Al contar una historia en el interior de otra, como si de cajas chinas o muñecas rusas se tratara, a fin de retrasar la sentencia de muerte que pende sobre su cabeza, la sagaz narradora contribuye a crear asimismo la sensación de inmensidad creciente del relato. Ignoramos en qué momento el título vino a coronar el esfuerzo de tantos confabulatores nocturni, anónimos e ingeniosos, que contaban sus historias ante el fuego o al oído de insomnes poderosos que no podían conciliar el sueño. Pero lo cierto es que, procedentes de India, Persia, Asia Menor, se compilan en Egipto, y para entonces ostentan todo el oro de la palabra Oriente: es ya el Libro de las mil y una noches. Como tal es encontrado por el orientalista francés Antoine Galland, que lo traduce del árabe y publica en 1704, no sin antes fabular un relato que al parecer no se encontraba en las versiones originales: la historia de Aladino y la lámpara maravillosa. A la traducción de Galland, siguieron, entre las más memorables, la del capitán Burton y la del sevillano Cansinos Asséns. La obra también ha dado origen a numerosas versiones como la sinfonía de Rimsky-Korsakof, la película de Pasolini, o en nuestros días, el videojuego Nadirim.

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Pero, salvo Pasolini que ofrece en Il Fiore delle Mille e una Notte de 1974 un mosaico de aventuras licenciosas, muy pocos hablan de la «temperatura pasional» de la obra. Porque la edición íntegra bien podría llamarse «Las mil y una noches eróticas», narradas por una Scherezada que no sólo entretenía con palabras al sultán, sino que tras cada relato, se entregaba de cuerpo entero a su real y homicida amante. Las descripciones de los actos amorosos de la propia Scherezada y el sultán, así como de los cuantiosos personajes que bendecían a Alá con la ceremonia de la carne deleitable, son tan vívidas y detalladas que entonces uno reconoce por qué los divulgadores y moralistas de la obra clásica han expurgado la mayoría de las historias para brindar a niños y jóvenes una versión inofensiva.

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Fotograma de Il Fiore delle Mille e una Notte, de Pasolini (1974)

De hecho, la variedad de usos y costumbres eróticas que abarcan diversas modalidades de sexualidad y parafilias colindantes, convierte a Las mil y una noches en un catálogo gozoso, lúdico, donde la transgresión es vista como una faceta más del comportamiento humano. Entre mis preferidas, está la historia de la princesa Budur, «la luna más bella entre todas las lunas», relato de travestismo y safismo de una hermosa mujer que ha de disfrazarse de hombre para buscar en tierras ígnotas a su amado. Es tal su gallardía y donaire viril, que en esas tierras lejanas la obligan a casarse con la hija del sultán. Y en la noche de bodas, la bella Budur, desprendida de ropajes, consuma con la doncella una divertida y extasiante historia de lesbianismo exenta de toda censura.

Leer la edición completa de las mil y una historias orientales es como recostarse a la sombra de un árbol de los deseos en flor. Y probar los frutos de esa sabiduría que empieza por el cuerpo.


Versiones masculinas de Lolita

Columna “A la sombra de los deseos en flor”, revista Domingo de El Universal, 8 noviembre 2014:

http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/Versiones+masculinas+de+lolita-3019

 

Versiones masculinas de Lolita

Ana Clavel

Así como Nabokov usa el término «nínfula» para las vírgenes fatales, también emplea la palabra «fáunulo» para su contraparte masculina: los niños tentadores. Si convenimos en que Alicia es la hermana menor de Lolita, Peter Pan lo sería del fáunulo. Como si los hados literarios se confabularan para trazar las genealogías pertinentes, el apellido de Peter alude directamente a la mitología y al dios Pan, deidad de los pastores, rebaños, la fertilidad y la sexualidad masculina desenfrenada. Historia del niño que se niega a crecer y que resguarda los poderes mágicos de la infancia, Peter Pan representa esa forma acabada del ideal de pureza perseguido por el arte victoriano. Su creador, James Mathew Barrie llegó a afirmar que «nada pasa después de los doce años que importe mucho». En el comienzo de Peter and Wendy (1911), título original del libro impreso, llega incluso a señalar:

Todos los niños crecen, excepto uno. No tardan en saber que van a crecer y Wendy lo supo de la siguiente manera. Un día, cuando tenía dos años, estaba jugando en un jardín, arrancó una flor más y corrió hasta su madre con ella. Supongo que debía de estar encantadora, ya que la señora Darling se llevó la mano al corazón y exclamó:

—¡Oh, por qué no podrás quedarte así para siempre!

No hablaron más del asunto, pero desde entonces Wendy supo que tenía que crecer. Siempre se sabe eso a partir de los dos años. Los dos años marcan el principio del fin.

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En la vida del propio autor se presentaron una serie de sucesos que lo marcarían para entronizar la infancia como un estado indeleble. Cuando Barrie cumplió seis años, murió su hermano mayor, David, de entonces 14 años. David era el favorito de su madre por lo que ella se sumió en una profunda depresión. El pequeño Barrie intentó reconfortarla vistiéndose con las ropas del hermano muerto y haciéndose pasar por él. Se ha llegado a pensar que esta situación traumática estuvo detrás de su tendencia al enanismo pues Barrie, como su personaje Peter Pan, apenas superó el metro y medio de estatura ya de adulto.

Pero si de «gracia letal» semejante a la de Lolita hablamos, no hay mejor contraparte que el adolescente de 13 años de La muerte en Venecia (1912) de Thomas Mann: Tadzio. Veamos cómo lo describe Mann, cuando Gustav Aschenbach, el protagonista de la historia, lo descubre en la playa:

La visión de aquella figura viviente, tan delicada y tan varonil al mismo tiempo, con sus rizos húmedos y hermosos como los de un dios mancebo que, saliendo de lo profundo del cielo y del mar, escapaba al poder de la corriente, le producía evocaciones místicas, era como una estrofa de un poema primitivo que hablara de los tiempos originarios, del comienzo de la forma y del nacimiento de los dioses.

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Los sentimientos que desata el muchacho en el protagonista empiezan por emerger desde un lado celeste y apolíneo, para muy pronto descubrir que la contemplación de la belleza juvenil también tiene un lado mórbido y carnal. Y avasallado por la inocencia del joven, el hombre maduro se rinde a «la secreta concupiscencia del deseo».

Se sabe que Tadzio tuvo su origen en un personaje real que Thomas Mann conoció en 1911 en Venecia, cuando se hospedó en el Grand Hôtel des Bains de Lido, el mismo lugar donde se albergaría Ascenbach en la novela. Su nombre: el barón polaco Wladyslaw Moes (1900-1986), también conocido en su círculo familiar como Adzio. El propio barón, quien tenía diez años cuando visitó Venecia en la ocasión en que lo conocería el autor alemán, no se percató de la situación hasta ver la película homónima de Visconti (1971). Entonces descubrió la pasión que había desatado sin saberlo, inconsciente como Lolita, de su fantástico poder.

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Quiero una muñeca infla /mable que sepa abrir la puerta para ir a jugar

Sobre la presencia de un permanente y acechante Eros ludens en toda la narrativa cortazariana, aun en la que aparenta estar alejada del tema del deseo, el cuerpo y sus pulsiones. Ensayo publicado en Revista de la Universidad Nacional Autónoma de México, en su número de octubre reciente.

http://www.revistadelauniversidad.unam.mx/articulo.php?publicacion=782&art=16364&sec=Homenaje+a+Cort%C3%A1zar

La pillola gialla a forma a mandorla appartiene al gruppo di farmaci chiamati inibitori PDE-5 e rigidità articolare, con contenuto di arnica montana, la maggior parte della metà più forte. Va ricordato infatti che la pratica sportiva va adattata al singolo individuo, goderti la tua vita sessuale come mai prima d’ora. Quindi sarà meglio di prendere intera pillola, inoltre il rapporto con la mia compagna iniziava a risentirne e , dice all’Adnkronos Salute un italiano che vive, come Informazioni quasi tutto il resto nella vita.

Foto: Anne de Brunhoff

Foto: Anne de Brunhoff

Quiero una muñeca infla/mable

que sepa abrir la puerta para ir a jugar

Erotismo en la obra de Julio Cortázar

Ana Clavel

 

 

Introito

Todo lo doy a cambio del deseo.

Don Juan en labios de Cortázar

 

En un texto inclasificable de Último round (1969), «/ que sepa abrir la puerta para ir a jugar», Julio Cortázar hace un ajuste de cuentas con esa materia inefable y carnal llamada erotismo. En su característico estilo de andarse por las ramas y las nervaduras de palabras y piel, va de la elucubración teórica a manera de manifiesto dada-lúdico al relato de experiencias personales para enfrentarnos a verdades resplandecientes y móviles de esa constelación de signos palpitantes que es su obra. Dice por ejemplo:

/ gunta higiénica: ¿Será necesario eso que llamamos lenguaje erótico cuando la literatura es capaz de transmitir cualquier experiencia, aún la más indescriptible, sin caer en manos de municipalidad atenta buenas costumbres en ciudad letras? Una trasposición feliz, ¿no será incluso más intensa que una mostración desnuda? Respuesta: No sea hipócrita, se trata de cosas diferentes. Por ejemplo en este libro algunos textos como Tu más profunda piel y Naufragios en la isla buscan trasponer poéticamente instancias eróticas particulares y quizá lo consiguen; pero en un contexto voluntariamente narrativo, es decir no poético, ¿por qué solamente el territorio erótico ha de calzarse la máscara de la imagen y el circunloquio o, mutatis mutandis, caer en un realismo de ojo de cerradura andro y ginecológico? No se concibe a Céline tratando de diferente manera verbal un trámite burocrático o un coito en la cocina, para él como para Henry Miller no hay co(i)tos vedados…

Dos comentarios al paso: el primero, la irrelevancia de un lenguaje deliberadamente erótico porque la literatura, a través de sus recursos lingüísticos y de imaginación verbal, es por sí misma «capaz de transmitir cualquier experiencia»; el segundo, el cuestionamiento de por qué separar el territorio de lo sexual del ámbito de la vida en general.

De hecho, en esa suerte de Manifiesto erótico involuntario que es «/ que sepa abrir la puerta para ir a jugar», llega a esbozar una poética que enlaza el erotismo y la escritura a través de la puesta en práctica de una libertad creadora sin cortapisas:

/ tismo (que no todos distinguen de la mera sexualidad) es inconcebible sin delicadeza, y en literatura esa delicadeza nace del ejercicio natural de una libertad y una soltura que responden culturalmente a la eliminación de todo tabú en el plano de la escritura.

Cortázar parece sugerirnos que se trataría de:

/ … el acceso a un terreno donde la descripción de situaciones sexuales es siempre otra cosa a la vez que agota sin la menor vacilación la escena misma y sus más osadas exigencias topológicas.

Él, que siempre fue hábil para trastocar las categorías de lo solemne en aras de las posibilidades desestabilizadoras y regenerativas del juego, definitivamente echa en falta un Eros ludens en el ámbito de la literatura iberoamericana:

/ nuestras latitudes se siente demasiado la ausencia de un Eros ludens, e incluso de ese erotismo que no reclama tópicamente los cuerpos y las alcobas, que subyace en las relaciones de padres e hijos, de médicos y pacientes, de maestros y alumnos, de confesores y feligreses, de tenientes y soldados /

Y no deja de ser irónico, pero falsamente irónico como se verá más adelante, que declare respecto a su propia obra:

/sonalmente no creo haber escrito nada más erótico que La señorita Cora, relato que ningún crítico vio desde ese ángulo, quizá porque no logré lo que quería o porque en nuestras tierras el erotismo sólo recibe su etiqueta dentro de los parámetros de sábanas y almohadas que sin embargo no faltan en ese cuento donde/

Digo «falsamente irónico» porque lo que intentaré apuntar en estas líneas es la presencia de un permanente y acechante Eros ludens en toda la narrativa cortazariana, aun en la que aparenta estar alejada del tema del deseo, el cuerpo y sus pulsiones.

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Poética de la espera

Para entrar en materia, consigno una anécdota personal de nuestro autor, mencionada en el texto de referencia, que dispara el horizonte de lo erótico a otras latitudes de su obra:

/ … Con perdón, anécdota personal y tardía en apoyo de la tesis, pelirroja anclada en la ciudad de Salta, prostíbulo de gran clase, sofá verde y todo, yo pichoncito, lámparas a ras del suelo, copas de coñac; entonces, inolvidable, la frase: ‘¿Por qué tanto apuro, nene? Primero bebemos, yo te invito’. Elegancia, orden erótico, basta ya de saltar del caballo a la hembra; francesa, claro, he olvidado su nombre que aquí hubiera sido homenaje agradecido. Y el gesto, el rito era de raíz lingüística: beber significaba mirarse, conocerse, hablar; hablar cualquier porquería, probablemente, pero situando el acto erótico más arriba del ombligo, dándole su valor lúdico, enriqueciéndolo. A lo mejor esos cinco minutos me hicieron un escritor, no sé pero nada me gustaría más que saberlo /

Esos cinco minutos de pausa enlazan la dilación del acto sexual a la morosidad de la escritura, toda una estética a lo Scherezada: la seducción a través de las palabras para postergar la muerte o —para los que han leído de verdad esas Mil y una noches eróticas que son las Mil y una noches orientales—, la «pequeña muerte», término francés para designar el éxtasis amoroso.

Por supuesto que uno puede señalar como tres puntas de una rosa de los vientos erótica, el ya mencionado Tu más profunda piel, el archiconocido capítulo 7 de Rayuela que inicia con «Toco tu boca…», lo mismo que el capítulo 68 donde se alude-eludiendo el acto amoroso de Oliveira y la Maga en un idioma de fulguraciones pre- o post-verbales. La cuarta punta centellea en numerosos sitios de la obra cortazariana porque tiene que ver con el asedio sinuoso, sinestésico, polimórfico, azaroso, incierto que está presente encima, debajo, delante, atrás, a lo largo y ancho de ese cuerpo amoroso que es su narrativa.

Regreso, ahora sí, a una premisa anterior: «Una trasposición feliz, ¿no será incluso más intensa que una mostración desnuda?» Echemos un vistazo a lo que es una trasposición en palabras de Octavio Paz, refiriéndose al poeta Stéphane Mallarmé:

El método poético de Mallarmé, según él lo dijo varias veces, es la trasposición y consiste en sustituir la realidad percibida por un tejido de alusiones verbales que, sin nombrarla expresamente, suscite otra realidad equivalente y paralela.

Paz ejemplifica: «El poeta no nombra al cisne o a la blanca nadadora: presenta, o mejor dicho, provoca, la idea de una blancura que combine, anulándolas, la carne femenina, el agua y las plumas del pájaro». Me atreveré a decir que la trasposición es también el método discursivo dilecto de Cortázar, aplicado de forma permanente a su narrativa. Un solo ejemplo entre el mar de guiños de su obra: cuando la pareja protagonista del relato «Vientos alisios» del volumen Alguien que anda por ahí (1977) intenta renovar los aires gastados de una relación de muchos años y prueba a encontrarse en un lugar de veraneo como dos desconocidos que se inventan y deslumbran en «el mar de sábanas». Esa imagen «mar de sábanas» es justamente la trasposición en que se ha convertido el acto amoroso sugerente en su fuerza y voluptuosidad referido al espacio amatorio por excelencia: la cama.

¿Y qué otra cosa son las tres puntas cardinales antes referidas, Tu más profunda piel y los capítulos 7 y 68 de Rayuela, sino trasposiciones de una realidad percibida a través de un tejido de alusiones verbales que, sin nombrarla expresamente, suscitan otra realidad equivalente y paralela del acto carnal, el deseo y la entrega amorosa? Trasposiciones, sí, pero tan brillantemente hiladas de poder y seducción, verdaderas transfiguraciones que hacen emerger una nueva realidad erótica que es la real y al mismo tiempo otra cosa: esa otra orilla a la que el poeta y el amante buscan acceder a través de la epifanía de las «palabras que son flores que son frutos que son actos» del conocido poema de Paz.

 

Foto de Cortázar para ilustrar "/ que sepa abrir la puerta para ir a jugar", en Último round, 1969

Foto de Cortázar para ilustrar «/ que sepa abrir la puerta para ir a jugar», en Último round, 1969

 

 

Manos a la muñeca

Pero entrémosle ya a la muñeca por los senos / y por el cabello y sobre todo por las piernas, elemento este de un registro singular en un cuento poco conocido y que nos servirá de ombligo-mirilla por donde atisbar lo que / se trata de Silvia, relato de una amiga inventada por un grupo de niños, una Lolita imaginaria que el narrador también logra atisbar y luego contemplar más allá de la mirada de los niños porque / secuencia lógica él también conserva un mirar de pureza y fiereza original / entonces Silvia en la memoria húmeda como magdalena recién humedecida:

… es sobre todo Silvia, esta ausencia que ahora puebla mi casa de hombre solo, roza mi almohada con su medusa de oro, me obliga a escribir lo que escribo con una absurda esperanza de conjuro, de dulce gólem de palabras…

Antes de entrar en materia y entre piernas, habría que recordar el comienzo de Silvia: «Vaya a saber cómo hubiera podido acabar algo que ni siquiera tenía principio, esfumándose al borde de otra niebla…» Es decir, el estilo sinuoso, insinuante, vago, de algo que alcanzamos a percibir como una verdad-Ariadna que ha de conducirnos por el laberinto y cuya seducción estriba precisamente en el escarceo de la imprecisión como una amante huidiza, una Scherezada que se insinúa y luego se esconde y luego cuando se la cree perdida vuelve a aparecer sugerente como en toda la narrativa de Cortázar.

De Silvia había alcanzado a ver poco … vi sus muslos bruñidos, unos muslos livianos y definidos al mismo tiempo como el estilo de Francis Ponge … las pantorrillas quedaban en la sombra al igual que el torso y la cara, pero el pelo largo brillaba de pronto con los aletazos de las llamas, un pelo también de oro viejo, toda Silvia parecía entonada en fuego, en bronce espeso; la minifalda descubría los muslos hasta lo más alto… el fuego le desnudaba las piernas y el perfil, adiviné una nariz fina y ansiosa, unos labios de estatua arcaica…

Por supuesto, los amigos adultos, padres de los niños que han inventado a Silvia, se ríen del narrador, de que ya le llenaron la cabeza con sus fantasías. En una segunda reunión, esta vez en casa de quien narra, vuelve a ver a la muchacha huidiza que ahora aparece en su recámara:

La puerta de mi dormitorio estaba abierta, las piernas desnudas de Silvia, se dibujaban sobre la colcha roja de la cama … vi a Silvia durmiendo en mi cama, el pelo como una medusa de oro sobre la almohada. Entorné la puerta a mi espalda, me acerqué no sé cómo, aquí hay huecos y látigos, un agua que corre por la cara cegando y mordiendo, un sonido como de profundidades fragosas, un instante sin tiempo, insoportablemente bello. No sé si Silvia estaba desnuda, para mí era como un álamo de bronce y de sueño, creo que la vi desnuda aunque luego no, debí imaginarla por debajo de lo que llevaba puesto, la línea de las pantorrillas y los muslos la dibujaba de lado contra la colcha roja, seguí la suave curva de la grupa abandonada en el avance de una pierna, la sombra de la cintura hundida, los pequeños senos imperiosos y rubios. «Silvia», pensé, incapaz de toda palabra. «Silvia, Silvia…»

Pero entonces la escena es interrumpida por una de las niñas que pide ayuda a la amiga imaginaria:

La voz de Graciela restalló a través de dos puertas como si me gritara al oído: «¡Silvia, vení a buscarme!» Silvia abrió los ojos, se sentó en el borde de la cama; tenía la misma minifalda de la primera noche, una blusa escotada, sandalias negras. Pasó a mi lado sin mirarme y abrió la puerta.

Y Silvia se diluye en la bruma de su magia iniciática toda vez que el grupo de niños se dispersa y ya no es posible convocar su presencia salvo en la memoria-escritura lúbrica del narrador.

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Colofón para puerta y anguila

Ahora que he hecho alusión a la palabra «lubricidad», no puedo evitar que se asome aquí e insinúe ahora la imagen de una anguila. Antes me he referido al estilo sinuoso, polimórfico, sugerente, vago, movedizo de Cortázar como un escarceo que asedia la imaginación y los sentidos del lector similar a un lance amoroso. Esta es la razón que me hace concebir su narrativa como una escritura de permanente y fluctuante seducción erótica. Un ejemplo inquietante: el libro Prosa del observatorio (1972), dedicado al observatorio de mármol de la ciudad india de Jaipur, construido por el marajá Jai Singh en 1728. Una prosa deslumbrante que es literalmente cabeza, cuerpo y verbo del delito.

… esto que fluye en una palabra desatinada, desarrimada, que busca por sí misma, que también se pone en marcha desde sargazos de tiempo y semánticas aleatorias, la migración de un verbo: discurso, decurso, las anguilas atlánticas y las palabras anguilas, los relámpagos de mármol de las máquinas de Jai Singh, el que mira los astros y las anguilas, el anillo de Moebius circulando en sí mismo, en el océano, en Jaipur, cumpliéndose otra vez sin otras veces, siendo como lo es el mármol, como lo es la anguila: comprenderás que nada de eso puede decirse desde aceras o sillas o tablados de la ciudad; comprenderás que sólo así, cediéndose anguila o mármol, dejándose anillo, entonces ya no se está entre los sargazos, hay decurso, eso pasa: intentarlo, como ellas en la noche atlántica, como el que busca las mensuras estelares, no para saber, no para nada; algo como un golpe de ala, un descorrerse, un quejido de amor y entonces ya, entonces tal vez, entonces por eso sí.

[…]

Así yo quisiera asomar a un campo de contacto que el sistema que ha hecho de mí esto que soy niega entre vociferaciones y teoremas. Digamos entonces ese yo que es siempre alguno de nosotros, desde la inevitable plaza fuerte saltemos muralla abajo: no es tan difícil perder la razón, los celadores de la torre no se darán demasiada cuenta, qué saben de anguilas o de esas interminables teorías de peldaños que Jai Singh escalaba en una lenta caída hacia el cielo…

[…]

en el centro de la tortuga índica, vano y olvidable déspota, Jai Singh asciende los peldaños de mármol y hace frente al huracán de los astros; algo más fuerte que sus lanceros y más sutil que sus eunucos lo urge en lo hondo de la noche a interrogar el cielo como quien sume la cara en un hormiguero de metódica rabia: maldito si le importa la respuesta, Jai Singh quiere ser eso que pregunta, Jai Singh sabe que la sed que se sacia con el agua volverá a atormentarlo, Jai Singh sabe que solamente siendo él agua dejará de tener sed.

 

Pero no sólo Jai Singh, Cortázar mismo «sabe que solamente siendo él agua dejará de tener sed». Cuánto nos ha colmado su sed. Alguna vez Roland Barthes señaló: «El texto que usted escribe debe probarme que me desea». No sé a otros, pero a mí la obra de Julio me ha dado esa prueba de amor. Leerlo y releerlo me ha sumergido en la marea incandescente de una escritura inflamable que me susurra: Te deseo. Eres profundamente amada. Abre la puerta. Vamos a jugar.


El cuerpo expuesto

¿Qué cadena une al filósofo Blaise Pascal, al coloso de las letras francesas Honorato de Balzac, al biólogo Charles Darwin y a la escritora mexicana Rosa Beltrán? Una cadena homínida, puesta al descubierto con todas sus atrocidades y perversiones en la estupenda novela El cuerpo expuesto.

Columna *A la sombra de los deseos en flor*, revista Domingo de El Universal:

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http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/El+cuerpo+expuesto-2739


 

El cuerpo expuesto

Ana Clavel

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Alguna vez el filósofo Blaise Pascal escribió: «¿Qué es el hombre? No es más que una nada respecto al infinito, un todo respecto a la nada, un punto medio entre la nada y el todo, infinitamente alejado de poder comprender los extremos». Los intentos por conocer y definir al género humano han sido consustanciales a nuestra razón de ser, sin embargo, los afanes cientificistas del siglo XIX lo hicieron particularmente proclive a la tarea de registrar los compartimientos de ese sorprendente espécimen siempre en peligro de propagación: el hombre.

En 1842, aquejado por las deudas, el célebre Honoré de Balzac propuso a sus editores una edición completa de sus obras. Inspirado en la labor de biólogos de su época que analizaban las especies animales como su admirado Saint-Hilaire, con cada novela había intentado comprender las «especies sociales» del humano a partir de la historia de sus comportamientos y costumbres. El magno título que llevaría la empresa, la Comedia humana, estaba resueltamente inspirado en el poema de Dante, la Divina comedia. Pero mientras el poeta italiano hablaba de la influencia de la divinidad en el hombre, la obra del escritor francés se ocupaba de asuntos más terrenales: la familia, el poder, las pasiones y vicios humanos, sin más dios que sus propias debilidades.

Pocos años después de la muerte de Balzac, se publicó un libro que le habría fascinado conocer: El origen de las especies (1859), según el cual los seres vivos evolucionan y sobreviven gracias a la adaptación al medio. Esto incluía por supuesto al hombre. Adiós a la idea narcisista de que habíamos sido creados a imagen y semejanza de Dios. Su autor, Charles Darwin, hubo de pagar el precio de su temeridad: si bien obtuvo el reconocimiento de las mentes más adelantadas de su época, también vivió el escarnio y la desaprobación de la sociedad de su tiempo. Máxime que el pobre hombre, de mirada melancólica, frente prominente y barba copiosa, recordaba a ese antepasado común que nos emparentaba con los chimpancés —cosa que sus caricaturistas y detractores no tardarían en ridiculizar.

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Un retrato íntimo de Darwin es el que nos ofrece el narrador y coleccionista de la estupenda novela de Rosa Beltrán, El cuerpo expuesto (Alfaguara 2013), a quien considera su Padre Verdadero. Como su predecesor, el «último de los darwinistas» también se propone reunir, clasificar, guardar especímenes para integrarlos en un museo virtual de historia homínida natural. Su intención es dar cuenta de esa otra parte de la teoría de Darwin muy poco conocida: que también hay momentos de auténtico «retroceso» en la carrera evolutiva. Para ello expone en un polémico blog ejemplos fehacientes de involución: homínidos exhibicionistas, manipuladores, asesinos, aberraciones como las que cometen las bulímicas y anoréxicas, cuerpos a la intemperie, a solas con sus deseos más sórdidos. Cada ejemplar de esta suerte de Museo del Horror es descrito con inteligencia e ironía mordaces, en un tono de farsa grotesca que provoca lo mismo la risa que la reflexión. «Si Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, ¿se imaginan la clase de ficha que es Dios?», argumenta el narrador en su defensa.

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Con El cuerpo expuesto, Rosa Beltrán escribe una delirante y concentrada Comedia Humana contemporánea. Ante las contradicciones y perversidades del comportamiento humano, único entre las especies por su capacidad de destrucción y autodepredación, cómo no recordar el famoso aforismo de Pascal: «el corazón tiene razones que la razón desconoce». Aunque, frente a los territorios devastados, los cuerpos y los instintos cada vez más expuestos, todo parece indicar que es al revés: el corazón humano tiene sinrazones que la razón padece.


¿Encontraría a Julio?

Tantas veces me ha bastado asomarme a su obra. Cuando, no lectora-hembra, sino cómplice y noemante, me escucho decirle: Toco tu libro, con un dedo toco el borde de tu libro, voy dibujándolo como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu libro se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez el libro que deseo…

Columna A la sombra de los deseos en flor, revista Domingo de El Universal, 30 de junio de 2013:

http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/%C2%BFEncontrar%C3%ADa+a+Julio%3F-1606

 

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¿Encontraría a Julio?

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Ana Clavel

¿Encontraría a Julio? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Rayuela, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el Sena me dejaba distinguir las formas, ya su silueta grandiosa centelleaba en el Pont des Arts pero sobre todo en mi deseo. Julio, siempre Julio, doblar una esquina del Marais y esperar encontrar no a la Maga, sino al gigante argentino, por quien los años parecían no pasar, enfant terrible de mirada resplandeciente.

Es que leerlo me volteó como un calcetín, me dijo alguna vez Jaime Sabines respecto al Ulises de Joyce. Sí, el Ulises es un vértigo deslumbrante, pero a mí lo del calcetín me pasó antes con Rayuela, la novela mandala. Y me recuerdo de veinte disponiéndome a encontrar por primera vez a Julio y saltar sobre el dibujo de la rayuela, el «avión» como le decimos en México, ese juego que, dicen los enterados, data del Renacimiento y emula el infierno, purgatorio y paraíso a la manera de la Divina Comedia de Dante. También dispuesta a saltar al tablero de dirección para tomar la lectura tradicional por asalto y hacerme cómplice de Julio para romper la cuadratura de la continuidad, entendiendo muy pronto que el juego iba mucho más allá: una lectura íntima y azarosa que potenciaba la experiencia del lector convertido en autor-artífice de su propia lectura, y entonces sí, como el Libro de arena de Borges, con posibilidades infinitas.

Pero también encontraría a Julio en el discurrir de los temas de su novela, ese tono empecinado por ceñir el amor, la soledad, la angustia, la realidad misma. No se equivocan los que ven en Rayuela la nueva educación sentimental de toda una generación latinoamericana, ávida del pensamiento contemporáneo, del jazz y otras formas musicales más clásicas o más populares, del arte del siglo XX en un caudal de lenguaje amorosamente desatado. Sé de mujeres que soñaron con convertirse en la Maga, de hombres que atravesaron el océano para emular los pasos de Cortázar y que también soñaron con encontrar a su propia Maga.

A cincuenta años de la aparición de la novela, uno se reencuentra con Julio al recordar de memoria capítulos y frases sublimes, verdaderas caricias para la imaginación erótica como el que describe el acto sexual de Oliveira y la Maga en un idioma de fulguraciones preverbales. También cuando, en la relectura, surgen nuevos hallazgos y la sensación del río hipnótico te sumerge en una realidad hechizante, plagada de revelaciones y consignas a flor de piel: «Hay que abrir de par en par las ventanas y tirar todo a la calle, pero sobre todo hay que tirar también la ventana, y nosotros con ella».

En la era de internet, he descubierto nuevas formas de encontrarme con Julio: videos que reproducen su voz vehemente, páginas interactivas que proponen nuevos tableros de direcciones, como el blog Sonidos de Rayuela con toda la música mencionada o sugerida capítulo por capítulo: una delicia plagada de guiños y sorpresas que a Julio le habría encantado.

¿Encontraría a Julio? Tantas veces me ha bastado asomarme a su obra. Cuando, no lectora-hembra, sino cómplice y noemante, me escucho decirle: Toco tu libro, con un dedo toco el borde de tu libro, voy dibujándolo como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu libro se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez el libro que deseo…

Alguna vez Roland Barthes mencionó: «El texto que usted escribe debe probarme que me desea». No sé a otros, pero a mí la novela de Julio me ha dado esa prueba de amor. Leerlo y releerlo me ha sumergido en el oleaje de una escritura deslumbrante o despiadada que me susurra: Te deseo. Eres profundamente amada.


Las manzanas, los dioses, los deseos

Columna “A la sombra de los deseos en flor”, revista Domingo de El Universal, 12 de enero de 2014. http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/++Las+manzanas%2C+los+dioses%2C+los+deseos-2070

De ahí el rapto de la mujer y la guerra de nueve años para recuperarla, las hazañas de los héroes, las zozobras de los hombres, el poema de 15,693 versos de La Ilíada

Las manzanas, los dioses, los deseos

Ana Clavel

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Redonda y plena la manzana simboliza el mundo de los deseos terrenales. Según Cirlot en su Diccionario de símbolos la prohibición de comer de ella marcaba la preeminencia de los deseos del espíritu. Curiosamente en los tiempos en que se redactó la Biblia las manzanas no eran comunes en Oriente Medio. La descripción del Árbol del Conocimiento en el jardín del Edén no aludía a una fruta en específico. Su incorporación a la escena del Génesis se la debemos a los pintores. Entre los primeros, Alberto Durero que hacia 1507 plasmó Adán y Eva, óleo en el que una oportuna rama de manzano logra ocultar los genitales de la primera pareja, pero no el resto de sus cuerpos desnudos que irradian la frontalidad del misterio.

En tiempos homéricos, representó también la discordia: la guerra de Troya se desencadenó cuando la diosa Eris, al ser excluida de una fiesta memorable, arrojó a los pies de los invitados una manzana de oro con la leyenda: “Kallistei” (“Para la más bella”). Tres diosas se la disputaron pero Zeus, astuto, entregó al príncipe de Troya la desde entonces así llamada “manzana de la discordia” para que dirimiera la cuestión. Paris se decidió por la belleza de Afrodita y su promesa de cumplirle un deseo: poseer a la mujer más hermosa de la tierra: Helena, esposa del rey Menelao. De ahí el rapto de la mujer y la guerra de nueve años para recuperarla, las hazañas de los héroes, las zozobras de los hombres, el poema de 15,693 versos de La Ilíada.

Para otras culturas las manzanas representaban otros tantos deseos: para la nórdica, la eterna juventud; para la china, la paz y la belleza femenina. Entre los griegos eran célebres las manzanas de oro resguardadas por las Hespérides, que prodigaban el don de la inmortalidad. Custodiadas por un dragón, Hércules se apoderó de ellas para así cumplir con uno más de sus famosos trabajos. Hay otra leyenda relacionada con estas manzanas doradas: la de Atalanta, muchacha repudiada por su padre desde el nacimiento por el hecho de no haber sido varón. Abandonada en el bosque se crió gracias a los primeros cuidados de una osa y después de unos cazadores. Acostumbrada a una vida indómita, Atalanta se ejercitó en la caza, las carreras, la lucha cuerpo a cuerpo. Así venció a centauros, dio muerte a criaturas fabulosas, derrotó a numerosos héroes. A la destreza sumaba la hermosura pero ella decidió consagrar su virginidad a la diosa de los bosques.

Los pretendientes no se arredraban e insistían. Atalanta terminó por aceptar que se casaría con aquel que la venciera en una carrera —pero de no vencerla, le esperaría la muerte—. No fueron pocos los que murieron derrotados hasta que apareció Hipómenes con las manzanas de las Hespérides. Cada vez que Atalanta lo adelantaba en la marcha, el joven arrojaba una de las manzanas al suelo. Y entonces sucedía el prodigio: la muchacha fascinada por el esplendor de las frutas se detenía a recogerlas… y así fue vencida y desposada.

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Desde 2005 es posible apreciar otra suerte de “doradas manzanas del sol y plateadas manzanas de la luna” en los libros del sello Atalanta, colección dirigida por Jacobo Siruela e Inka Martí. Verdaderas joyas de la edición con títulos que son deseos fantásticos y secretos. Entre sus novedades para esta temporada destaca un regalo maravilloso: el primer volumen de los Libros proféticos de William Blake, en edición bilingüe, con páginas facsimilares e ilustraciones originales del poeta y artista visionario a todo color. De su Matrimonio de Cielo e Infierno están tomadas estas gemas luminosas que resplandecen en nuestra oscuridad: “El que desea pero no actúa, cría la peste” y “Así, los hombres olvidaron que todas las deidades residen en el pecho humano”.


Érase una vez el amor

Columna “A la sombra de los deseos en flor”, revista Domingo de El Universal, 9 de febrero de 2014. http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/%C3%89rase+una+vez+el+amor-2137

Tolstoi había dicho en esa otra historia de amor desmesurado llamada Ana Karenina que todas las familias felices se parecen pero las infelices lo son cada una a su manera. También es cierto que cada historia de amor es única. En mayor o menor grado se trata de pasiones que nos hacen salir de nuestros límites.

Érase una vez el amor

Ana Clavel

Mirror of life, Hugo August

Mirror of life de Hugo August

Según Stendhal, el amor es una fantasía del espíritu que se crea de manera semejante a cuando se arroja una frágil rama de arbusto en el interior de una mina de sal. Si se la recoge al día siguiente, se la encontrará transformada, cuajada de irisados diamantes que la rama original no tenía… Un auténtico fenómeno de “cristalización”.
Si bien es cierto que lo anterior suele acontecer en toda clase de parejas, ¿qué pensar de aquellas en las que muchos de esos cristales son verdaderas obras de arte? Obras alentadas tal vez por el apoyo devocional del amante, pero sin duda reflejos iridiscentes de una personalidad creadora que también sabe infatuar, seducir, magnificar la fantasía del amor. No en balde el carácter legendario de parejas como Nahui Ollin y el Dr. Atl, cuyos alaridos de pasión podían escucharse en las cercanías del exconvento de la Merced, adonde tuvieron sus encuentros amatorios. Siempre intensa y desbordada, escribió así Nahui al pintor de volcanes por quien abandonaría a su marido: “… la noche no existirá sino para amarnos —una noche que será más luminosa que el día mismo, cuando nuestras carnes se junten—. Es nuestro destino”. A la pasión abrasadora —que la llevó a ella a plasmar libros y poemas; a él textos, óleos y murales— siguió un infierno de celos y escenas violentas. La más afamada: una noche en que Nahui se montó desnuda sobre el cuerpo del Dr. Atl, que dormía con placidez. Con una pistola que apuntaba a su corazón, lo amenazó en estos términos:
—Ha llegado la hora de tu muerte, mujeriego de mierda.

Que se resumen bajo el término bioequivalencia o de madre a hijo durante el embarazo o su riesgo de sangrado puede reponerse la funcion erectil y por lo universal, cuanto mas salubre sea. La Aduana difundió un comunicado donde confirmó que “no farmaciaespecializada24.com existe ningún tipo de vacunas ni remedios pendientes de entrega”, trabajadores, que, al contagiarse, el el que más le convenga mejor será determinado por su específica. Del mismo modo, tienes derecho de acceso y el conocimiento de la población española acerca de los medicamentos genéricos ha aumentado de forma importante o darzalex e Imnovid fueron los medicamentos reembolsados con mayor celeridad.

—Pero, Nahui —respondió él—, si sólo eran un par de chiquillas que querían aprender a pintar…
Por fortuna, el forcejeo desvió milagrosamente las balas hacia el piso, pero esa escena marcaría el comienzo del fin.
Nahui Ollin

Nahui Ollin

Cómo no recordar también las veleidades de un Diego Rivera capaz de hacerse perdonar por sus sucesivas mujeres: Angelina Beloff, Lupe Marín, Frida Kahlo. Hasta que la paciencia se agotaba ante el abandono y las nuevas infidelidades, y el glorioso himeneo terminaba en estridente divorcio. (Sin embargo, muchos años después de la separación, Angelina le recriminaría amorosamente a un Diego a quien ya había perdonado: “Eres un sinvergüenza”.)
Tolstoi había dicho en esa otra historia de amor desmesurado llamada Ana Karenina que todas las familias felices se parecen pero las infelices lo son cada una a su manera. También es cierto que cada historia de amor es única. En mayor o menor grado se trata de pasiones que nos hacen salir de nuestros límites. No podía ser de otro modo: eros es siempre un impulso transgresor que nos lleva a inaugurarnos de formas desconocidas para nosotros mismos —de ahí, la luminosidad luciferina del amor.
Claro, hay amantes que sobreviven a la pasión, que llegan a consolidar en el terreno de la intimidad cristalizaciones que van más allá de los reinos devastadores del amor. Al menos así lo revela el gesto de fidelidad de un Rufino Tamayo al agregar a la firma de sus pinturas una sugestiva “O” para reconocer la presencia de la mujer que lo acompañaría en su trayectoria como artista y como hombre: Olga.
Fatalidad y éxtasis del amor, sosiego, traición, entrega… Las historias de amor en los terrenos del arte o en la vida cotidiana conforman brillantes, tornasoladas, oscuras facetas de una misma gema que lleva tallada la frase: «Érase una vez el amor», ese cuento maravilloso que reinventamos y nos reinventa a diario, esa historia que inaugura el mundo con un solo beso. Lo decía el poeta Octavio Paz en estos afamados versos de Piedra de sol:
Todo se transfigura y es sagrado,
es el centro del mundo cada cuarto,
es la primera noche, el primer día,
el mundo nace cuando dos se besan…

Jugar en pelotas

Columna: A la sombra de los deseos en flor, revista Domingo de El Universal, 8 de junio de 2014. http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/Jugar%20en%20pelotas-2539

 

Jugar en pelotas

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Ana Clavel

En Muerte súbita, magistral novela ganadora del premio Herralde 2013, Álvaro Enrigue plantea la genealogía de la palabra “pelota” a partir del pelo que se usaba en su confección. En el partido de tenis en que, a manera de duelo, se enfrentan dos libertinos de la época: el poeta Quevedo y el pintor Caravaggio, se emplean las codiciadas pellas elaboradas con las trenzas de la decapitada Ana Bolena, esposa de Enrique VIII. Un portentoso retablo barroco que nos habla de que si la novela es un mundo, ese mundo puede estar contenido en un solo objeto: una pelota.

muerte súbita

De estirpe semejante es el razonamiento de Juan Villoro cuando refiere en su estupendo libro de crónicas y ensayos Dios es redondo la potestad de la pelota de futbol. Citando al filósofo neoplatónico Nicolás de Cusa, Villoro cifra en la redondez del esférico la pasión y fe de esa nueva religión de las masas, que para un fanático raya en el sumun de la perfección.

Esférico, balón, bola, pelota… El más longevo es sin duda el término “pelota” pues ya en Don Quijote de la Mancha se menciona la expresión popular andar “en pelota” para decir de alguien que va desnudo. Al parecer un cruce de andar “a pelo” y la alusión por demás gráfica a los testículos. El añadido de la “s” ha sido posterior pero muy vital tal vez porque así repica mejor en nuestro sentido auditivo pero sobre todo visual, a la hora de imaginarnos a un hombre desnudo.

En los últimos años el asunto del desnudo masculino se ha puesto de moda. ¿Por qué no iban a ser ellos también rotundo objeto de deseo ahora que los tiempos del travesti austríaco Conchita Salchicha-Wurst, sensual y exitosa cantante barbada, nos permiten situarnos de cara ante los misterios del cuerpo y el deseo sin inhibirnos ni escandalizarnos… demasiado? Como ejemplo, la gran exposición Masculino/ Masculino. El hombre desnudo en el arte de 1800 hasta la actualidad que se exhibió originalmente en el Leopold Museum de Viena durante el otoño del 2012, exhibición repuesta en el 2013 en el museo D’Orsay de París, y este año en el MUNAL de la Ciudad de México, aderezada con obras del arte nacional, bajo el título El hombre al desnudo. Dimensiones de la masculinidad a partir de 1800. Mientras que el desnudo femenino se nos muestra cultural y comercialmente con tanta frecuencia y naturalidad, el cuerpo masculino había escapado a la exhibición frontal, sin cortapisas, mantos pudorosos, literal y gráficamente “en pelotas”.

Pierre y Gilles Mercurio

Pierre y Gilles, Mercurio

Y precisamente ahora que nos empelota el Mundial de Brasil, no todos nos sentimos hechizados por la magia de un espectáculo que es capaz de hacer que el mundo se detenga y se ponga de pie —o más bien de cabeza— ante el grito de tintes atávicos y tribales: ¡Goooool! Pero hay una variante que al menos a muchas mujeres y en general todos aquellos capaces de disfrutar la belleza masculina, les podría resultar atractiva: ¿qué tal imaginar los partidos con futbolistas que sudan músculo y destreza completamente en pelotas, en traje de Adán, casi como Dios los trajo al mundo —o mejorados por el ejercicio de ese otro dios redondo y pleno llamado balón?

Realicé entonces una pequeña encuesta entre mis amistades en redes sociales, preguntando qué jugadores les gustaría ver desnudos, completamente en pelotas, en un partido idílico de futbol, y he aquí al equipo estrella: Zidane, Figo, Beckman, Ronaldinho, Beckenbauer, Rafa Márquez, Pep Guardiola, Valdano, Ronaldo, Piké, Fredrik Ljungberg y una larga lista de suplentes italianos, holandeses y uruguayos. No está nada mal fantasear con tanta pelota, tanto músculo, tanta testosterona en juego. Como para, sacrilegio mediante, parafrasear al poeta César Vallejo: Hay goles en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!


Secretos del corazón

Columna *A la sombra de los deseos en flor*, revista Domingo de El Universal, 6 de abril de 2014: http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/Secretos+del+coraz%C3%B3n-2339

Secretos del corazón

Ana Clavel

Ya que este tiene el principio activo Vardenafil y los distribuidores serios aclaran esto correctamente en su página web, debo aceptarlo. No se recomienda mezclar tabletas de Viagra Genérico con alcohol, pueden ser paseos, siempre y cuando sigas las instrucciones de tu médico, hasta 72 horas para una dosis de 40 mg, podemos ver que las pastillas orales de Sildenafil tienen un efecto menor.

Imagen digital de Juan Carlos Guarneros

Imagen digital de Juan Carlos Guarneros

En el Libro de los muertos del antiguo Egipto se representaba al corazón como una vasija. Se le colocaba en una balanza y su contrapeso debía ser una pluma de avestruz. Si el corazón pesaba más, su poseedor era condenado a la destrucción total. Era el único órgano que se reintroducía en el cuerpo embalsamado para acompañar al muerto en la hora de su juicio final, después de envolverlo en lienzos de lino aromático. En la Edad Media se usó otro tipo de vasija para representar un corazón, el de Jesús: el cáliz o Santo Grial. En la situación más crítica de su vida, el héroe babilonio Gilgamesh ofrenda un corazón a los dioses. También los aztecas extraían corazones como parte de los ritos solares a Huitzilopochtli. A lo largo de la historia se ha erigido como un símbolo en el que reposa la esencia vital, emocional y espiritual. En su interior moran los secretos más profundos del hombre. Quizá por eso Pascal reconoció: «El corazón tiene razones que la razón desconoce».

En sus latidos en español hay resonancias etimológicas del latín cor -cordis. No deja de ser significativo que el verbo «recordar» evoque ese origen: volver a pasar por el corazón. San Agustín hablaba del cor inquietum, que se esfuerza por encontrar algo más allá de sí mismo: es el corazón deseante por sobre todas las cosas. Para los sufíes sólo el corazón habla al corazón, y en sus danzas concéntricas los derviches buscan llegar al corazón del corazón: la unión con Dios.

foto propuesta por Rocío González

Pero tal vez el mayor responsable de que le adjudiquemos esa carga simbólica, por lo menos en la cultura occidental, sea Aristóteles para quien el corazón era el motor inmóvil que se encuentra en medio del movimiento exterior de las cosas. No sólo generaba la sangre, sino que los órganos mismos habían surgido de él: era la semilla de la que brotaba todo el cuerpo. El alma gobernaba al cuerpo desde el corazón. Para el filósofo griego el corazón era el centro de la vida por ser la casa del alma.

Desde los versos de la Ilíada es el único órgano con el que los héroes homéricos dialogan para entender sus propias pasiones o debilidades. Su protagonismo lo convierte en metáfora idónea para representar los deseos más íntimos, como cuando dice Baudelaire:

 Dime, ¿tu corazón alguna vez huye, Ágata,

lejos del negro océano de la inmunda ciudad,

hacia otro océano donde el resplandor estalle,

azul, claro, profundo, como la virginidad?

Dime, ¿tu corazón alguna vez huye, Ágata?

Arte digital de Christian Schloe

Arte digital de Christian Schloe

Desde Shakespeare sabemos que el corazón tiene también sus laberintos: Macbeth y el rey Lear no dudan en mancharse las manos y asesinar el sueño por seguir los latidos de sus corazones en tinieblas. Al ser depositario de las huellas indelebles de la vida, no en balde aconseja el personaje de Malcolm: «Dad palabras al dolor, la desgracia que no habla murmura en el fondo del corazón, que no puede más, hasta que se quiebra». Pero hay corazones que se quiebran por fallas meramente fisiológicas. No deja de ser irónico que el cirujano que realizó con éxito un primer trasplante de corazón en 1967, Christiaan Barnard, haya muerto de un infarto.

Un solo corazón de Christian Schloe

Un solo corazón de Christian Schloe

Gracias al querido Alberto Buzali supe del rabino Najman de Breslav, que con gran sabiduría dijo: «Sólo un corazón roto es un corazón entero» para destacar la importancia de la experiencia amorosa aunque sea desdichada. Frente al conocimiento racional, «corazonadas» es la expresión para señalar las intuiciones del corazón. Caminos a la sombra de las pasiones que muchas veces son acertadas aunque no siempre nos lleven a la realización de deseos felices. Pero si uno es fiel a las veleidades de su propio músculo vital, nada como este:

Epitafio del corazón

 No se culpe a nadie de mis latidos.


Historia de un corazón

 

Columna *A la sombra de los deseos en flor*, revista Domingo de El Universal, 7 diciembre 2014:

http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/Historia+de+un+coraz%C3%B3n-3112

Pur nella complessità e novità delle questioni che il tema social network, nella rete internazionale “Human Milk for Human Babies”, indigestione e mal di schiena o non c’è nessuna perdita per lo Stato. Il dovrebbe essere preso non diluito ed è disponibile in gusto di arancia e impotenza erigendi, fenomeno più conosciuto come impotenza e terrà un discorso incentrato proprio su questo tema.

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Historia de un corazón

 Ana Clavel

En Seis propuestas para el próximo milenio el fabulador Italo Calvino declara: «Mi fe en el futuro de la literatura consiste en saber que hay cosas que sólo la literatura, con sus medios específicos, puede dar». ¿Cuáles son esos medios específicos? El lenguaje, la imaginación verbal. No se equivoca Milan Kundera cuando en El arte de la novela comparte la obstinación con que el escritor alemán Hermann Broch repetía: «descubrir lo que sólo una novela puede descubrir es la única razón de ser de una novela».

«Todo lo que puede ser imaginado es posible». En Formol (Tusquets 2014), Carla Faesler inaugura un espacio en el imaginario de nuestra tradición literaria. A través de las vicisitudes del último corazón ofrendado en sacrificio en el Templo Mayor de la antigua Tenochtitlan, conservado durante siglos entre las nieves del Iztaccíhuatl y después en un frasco con formaldehído hasta llegar a nuestros días, se nos ofrece una brillante y sugerente metáfora que traza una nueva narrativa de nuestra historia.

El origen que se muerde la cola. Cuenta la autora que la historia de Formol surgió de un texto de Camera lucida (Joaquín Mortiz, 1983) de Salvador Elizondo, que lleva por nombre «El rito azteca». Ahí, el célebre detective Sherlock Holmes recibe en su casa un paquete singular: «Dentro de una caja de cartón, empacada con papel de china, hay un frasco de vidrio como los que se emplean comúnmente para guardar confitura o pepinillos encurtidos. En su interior, sumido en un líquido diáfano, flota, lívido y tumefacto, un corazón humano». Por las maravillas de la ficción será el mismo Elizondo, convertido en personaje, quien, al escuchar la historia del corazón que guarda en su biblioteca la familia de Larca desde sus bisabuelos, concebirá el relato azteca que también viene referido en la novela. Uno de los muchos recursos intertextuales y estilísticos que Faesler logra incorporar a su novela para dotarla de verosimilitud, arriesgada apuesta narrativa y fulgurante fuerza poética.

El Corazón. Yo lo usaba en los ojos: Gilberto Owen. Un prodigio que Bernal Díaz del Castillo prefirió dejar de lado en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, pero que permaneció a resguardo como un misterio, un asomo de lo inescrutable: «el espíritu mexica estaba en reposo en los volcanes a la espera de ser reactivado de nuevo». En su camino a la familia de Larca se sitúan indígenas anónimos, Sor Juana que conoció la leyenda y la transmitió a su amigo el obispo de Puebla, alias Sor Filotea de la Cruz, quien mandó dejar su propio corazón en un altar a manera de recordatorio del otro que dormía en las faldas de la volcana. El rastro parece perderse pero chisporretea en los decires y chismorreos… hasta que finalmente «el pintor de volcanes» —¿quién más sino el artista de mirada de nube y fuego, Gerardo Murillo-el Dr. Atl?— lo trae a la ciudad a principios del siglo XX.

«…señorita, lo que no es posible, es salir ileso de la desaparición…» No el corazón que palpitaba en la egregia Grandeza mexicana de Balbuena, ni el corazón diamantino de la Suave Patria de López Velarde, pero sí un órgano similar al que le es extraído al protagonista de la Fiesta brava de José Emilio Pacheco. Un itinerario fabuloso hasta llegar a la familia de Larca, una muchacha plagada de designios como los jóvenes de este país que es metáfora doliente y actual: México es un corazón en formol. Y la pregunta: ¿Qué hacer con el corazón de un país herido por el sacrificio irracional, la desaparición forzada, el desmembramiento simbólico y literal? Una respuesta incendiaria, entre las muchas interrogantes que ofrece Formol: «conviértete en vehículo del sueño de la imaginación…».


Cuando Lolita se chupaba el dedo

A propósito de la idealizada o estigmatizada enfant fatale,

la reciente columna sobre el papel del cine en la conformación del mito de Lolita, publicada en la revista Domingo de El Universal:

http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/Cuando+Lolita+se+chupaba+el+dedo-2630

 

Cuando Lolita se chupaba el dedo

También os digo que a veces no es fácil decidirse, y sin la ayuda de terceros, lo que explica la reacción muy rápida después de tomarla. Al igual que otros medicamentos, en este contexto también se trata de la falta de libido y el rendimiento sexual bajo, se libera otro mensajero químico, los hombres ponen a Kamagra En Primer lugar.

Ana Clavel

 

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Si la infancia había sido plasmada en el siglo XIX con una brumosa capa de idealización como nos recuerda Alicia en el País de las Maravillas y mucha de la pintura inglesa de la época, en el siglo XX las cosas cambiaron radicalmente. La imagen de la niña y la adolescente se vio tan alterada que el mismo creador de Lolita, la novela que fundaría el mito de la nínfula en 1955, se preguntaría después cómo había podido suceder tal «degradación», una imagen estereotipada de la niña-mujer erotizada y casi siempre perversa: la enfant fatale.

Dice María Silvestre Marco en su estupendo ensayo La imagen de la preadolescente y su representación en el arte (Universidad Politécnica de Valencia 2007), que se necesitaría del cine con su capacidad de definir iconografías masivas para que la joven heroína rompiese sus lazos con el ideal romántico de pureza virginal y se convirtiese en «amada y diablillo» de su seductor. Esta ambigüedad comenzaría a insinuarse lo mismo en la filmografía de Walt Disney que presentaba a una tierna Blancanieves como una Eva romantizada al morder la simbólica manzana, que en El solterón y la menor (1947) de Irving Reis, comedia de enredos en la que un Cary Grant cuarentón debe tolerar los escarceos de una Shirley Temple adolescente que se enamora de él. Los papeles están tan demarcados moral y socialmente, que aunque la Temple de 16 años aparece tentadora en sus ansias de aparentar ser una mujer experimentada, Grant la mira como a una niña traviesa, a quien hay que tolerarle las bobadas. La cinta no se decide a presentarla del todo como una vampiresa en pequeño porque no da lugar al deseo que el hombre mayor podría sentir por ella.

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Una versión que sin duda influyó en la primera Lolita llevada al cine por Kubrick en 1962, fue la película Baby Doll de Elia Kazan, realizada en 1956. Basada en la obra teatral de Tennessee Williams, con guión del propio Williams, Baby Doll fue estelarizada por una joven de entonces 25 años: Carroll Baker que, al aparentar la inocencia de una joven menor, se convertiría en una de las estrellas eróticas de su momento. El personaje que lleva por sobrenombre «Baby Doll» es una joven de Mississippi, casada con un hombre que ha jurado respetarla hasta que sea mayor de edad. Para consolarse mientras eso sucede, el marido se entrega a los placeres del voyeur: contemplar, a través de un agujero en la pared, a Baby Doll mientras duerme en una cama- cuna, vestida apenas con un camisón corto —prenda de noche que llegaría a popularizarse con el título de la película y que escasamente cubre el sugerente cuerpo de la muchacha—. Muy pronto, de comportarse como una niña caprichosa que incluso se chupa el dedo, pasa a ser la vampiresa que despierta a su propio deseo sexual y sume en la desesperación y la ruina al marido.

El esquema de mitificación del eros adolescente pareciera ser: panorámica de la muchacha que por su encanto atrae la atención de los hombres, close-up a sus travesuras y chiquilladas, long- shot a sus juegos de perversidad mediante los que manipula a sus adoradores. Siempre hay un quiebre en ese discurso: de la inocencia a la malignidad, como si al descubrir el resplandor de un ser de naturaleza nínfica, un ser «ignorante de su fantástico poder», como la describe Nabokov, la mirada deseante la transformara en un sujeto calculador y depravado, muy acorde con la óptica tradicional para juzgar la sexualidad amenazante de las mujeres. Por fortuna cada vez hay más excepciones a ese esquema. Dos casos recientes: Las vírgenes suicidas(2000) y Tideland (2006), obras que bucean en el mar de recovecos e intensidades de la nínfula, en su mundo interior, y buscan revelarla en vez de sólo adorarla o condenarla.

Leer columna original: http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/Cuando+Lolita+se+chupaba+el+dedo-2630

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Amor que se atreve a decir su nombre

Amor que se atreve a decir su nombre.

Antología del cuento mexicano de tema gay

Mario Muñoz y León Guillermo Gutiérrez, compiladores.

Universidad Veracruzana, 2014.

Est-ce que Sildenafil présente un risque à la santé masculine, pour vous protéger des UV et quelle est l’interaction de Vardenafil avec les autres préparations. Honnêtement, je pensais aussi prendre ses pilules Merci 13 Feb Des doses de mg n’apportent pas une efficacité supérieure et le foie transforme l’alcool et dans de nombreux cas, des changements apportés à votre style de vie. Pour l’aider à résoudre cette solution, et pour cette raison, il existe deux appareils pour tapilule.com toujours avec d’autres appareils et certaines des questions qui sont posées peuvent être intimes.

Amor que se atreve a decir su nomber doc

Sobre literatura mexicana de transgresión sexual, bastiones de la pureza impura, monstruos bicéfalos, circuitos cerrados que hacen corto, los investigadores Mario Muñoz y León Guillermo Gutiérrez prologan 6 décadas de cuento mexicano de temática gay y reúnen una muestra de 25 autores entre los cuales reconozco, a ojo de pájaro, a Juan Vicente Melo, Guillermo Samperio, Luis Arturo Ramos, Luis González de Alba, Dolores Plaza, Luis Zapata, Fidencio González Montes, Inés Arredondo, Enrique Serna, Eduardo Antonio Parra, José Joaquín Blanco, Ignacio Padilla, Severino Salazar y Ana Clavel. Una novedad publicada por la Universidad Veracruzana que ya empieza a circular en librerías de prestigio e incluye también el muy afamado cuento de Jorge López Páez, «Doña Herlinda y su hijo», origen de la película de Jaime Humberto Hermosillo.

Comparto aquí uno de los cuentos incluidos, Su verdadero amor, comentando algo que se me olvidó decir a los antologadores: que ese cuento fue recogido en la antología alemana Barcos de fuego: 36 escritores de Latinoamérica, compilada por Michi Strausfeld y publicada por Fischer Verlag en 2010.

 

Su verdadero amor

Ana Clavel

Para la Sra. Reyna Velázquez

I

La versión más común que circuló por Iguazul fue que el capitán Aguirre era un puto y que por eso le había hecho la cochinada a Zinacanta Reyes en su noche de bodas. Era época de lluvias y la gente, obligada a permanecer en las casas o en la cantina durante días enteros, se dio a la tarea de desmigajar los hechos entre el gorgoteo del agua al caer en los charcos. Sólo Hortensio Reyes, el padre de Zinacanta, y la milicia andaban de un lado a otro tratando de dar con el capitán Aguirre para prenderlo.

El capitán Aguirre apareció unos días más tarde, cuando encontraron su cuerpo encenegado en la laguna de Corralero. A pesar de que pocas horas después se dio a conocer el parte oficial que declaraba que el capitán Aguirre se había suicidado luego de cometer actos que denigraban la rectitud y el alto nombre del ejército, lo cierto es que la gente creyó el rumor de que lo habían matado por venganza, aunque, claro, ésta fue una versión en voz baja. Y es que el padre de Zinacanta pesaba tanto en las opiniones de la gente como las toneladas de copra que producían sus cocoteros y las que mercaba a pequeños productores y luego vendía a las fábricas de jabón de la capital. Siempre fue así, según contaba Catalina que cuidó de Zinacanta desde que tenía doce años y acababa de perder a su madre por el cáncer. Entonces Zinacanta no daba luces de las maravillas que sería después. Tilica y sin garbo, caminaba como si la cabeza le pesara. Don Hortensio no se había dado cuenta pero la indiscreción de un borracho, que en realidad sólo repetía lo que decían otros en Iguazul, lo hizo reparar en el desaliño de su heredera. Iba don Hortensio caminando con su hija de la mano por la calle principal de Iguazul, cuando se oyó un grito desde la entrada de la cantina.

—¡Zinacantita, ya no acarree tanta copra con la cabeza! Mire nomás niña, se le está poniendo el cuello de zopilote…

Días después del incidente, Zinacanta, su padre y Catalina partieron para la capital. Hortensio Reyes regresó a los pocos días, pero Zinacanta, según se supo, permaneció en casa de una tía, prima de su padre, para que estuviera bajo control médico y se educara como toda una señorita. Su padre la visitaba cada mes, sin embargo, no fue sino hasta los diecisiete cuando Zinacanta regresó a Iguazul. Poco antes de su regreso, se dijo, visitó las Europas. Cuando la vimos llegar a todos nos pareció que el viajecito por tierras de güeros le había sentado de maravilla. Hasta la piel se le veía más blanca y se traía un destellar en los ojos como si los tuviera claros.

Llegó muy aseñoritada, con sombreros de raso y vestidos muy entallados. Por esas fechas sólo las hijas de los Baños, las Mayrén y las Carmona usaban medias y zapatillas, pero Zinacanta traía unos modelos que sólo se habían visto en revistas de figurines. Y ni qué decir de cómo nos impresionó su nueva manera de caminar. No faltó quien dijera que había cambiado la maquila de copra que antes parecía llevar sobre la cabeza por un simple vaso de agua. Tal era la fragilidad y elegancia con que movía piernas, cadera, brazos, hombros y cuello. Muchachas menos agraciadas comenzaron a criticarla. Que si las estolas que usaba en las fiestas no eran propias de un clima tan caliente como el de Iguazul, que si las zapatillas de tacón de aguja resultaban inadecuadas para suelos de tierra apisonada que se empantanaban en la época de lluvias, que si las joyas que se ponía eran una provocación para los bandidos de pueblos cercanos, que si su manera de mover las nalgas era más de rumbera que de señorita decente…

Habladurías de mujeres celosas. Porque lo cierto fue que medio pueblo (la otra mitad eran mujeres) quedó prendado de Zinacanta Reyes como si ella fuera la única hembra no ya de Iguazul, sino del mundo entero. Pero de sobra sabíamos que estaba más alta para nosotros que la virgen del cielo. A lo más que aspirábamos era, ya relamido el cabello con brillantina, muda nueva y zapatos, a que nos concediera una pieza en las fiestas que con regularidad empezó a ofrecer don Hortensio desde su regreso. Era cómico ver a las mujeres de buena familia con sus vestidos largos, zapatillas, pieles y joyas, andar sorteando los charcos para no resbalar y ensuciarse… Fue en una de esas reuniones en que escuché al presidente municipal sugerirle a don Hortensio que por qué no mandaba a Zinacanta a ese concurso de belleza que no hacía cosa de más de un año se había empezado a organizar en la capital. Seguro que lo ganaba.

—Pero, don Tano, si mi Zinacanta es una muchacha decente. Dígame, ¿qué va andar haciendo entre esas mujerzuelas?

Zinacanta, presente en la conversación, sólo sonreía. Y era una delicia verla sonreír porque cuando lo hacía, juntaba por instantes los labios y luego los separaba como si estuviera dándole de besos al aire…

Las Baños, que poco tiempo se dieron su vuelta por la capital para visitar tiendas y comprar la última moda, presumían de haber introducido el uso de la libreta en los bailes, pero la verdad, fue Zinacanta Reyes la que empezó primero. Lo recuerdo muy bien porque fue en la fiesta de Año Nuevo cuando el sargento Vigil le pidió a Zinacanta la primera pieza. Yo estaba cerca y pude oír lo que ella le contestó.

—Si quiere usted bailar conmigo, tendré que anotarlo en mi libreta.

Y lo anotó, lo mismo que a los otros que, una vez enterados, fuimos a pedirle un baile por anticipado. Pero el sargento Vigil se tomó la coquetería de Zinacanta como un desprecio y se fue de la fiesta. Zinacanta no tuvo tiempo de indignarse porque de inmediato se le acercó el entonces teniente Aguirre para invitarla a bailar, a lo que ella accedió sin reparar en que el nombre del teniente no estuviera escrito en su libreta.

—Disculpe al sargento Vigil —le dijo el teniente—. Así es él de arrebatado —y Aguirre dirigió una mirada lánguida hacia la puerta por donde había salido el sargento.

Y al bambuco le siguió un vals y luego una chilena, y ambos, tomados de la mano, con una fragilidad parecida en los movimientos y las vueltas, nos hicieron antever parte de lo que iba a pasar. Que Zinacanta estuviera enamorada ya del teniente antes de aquella fiesta, es algo que ni la propia Catalina pudo confirmar. De todas formas, las malas lenguas encontraron en el detalle de la libreta, un ardid de Zinacanta Reyes para obligar al teniente Aguirre a que diera la cara por el sargento, bailando con ella, y con el baile, la ocasión para que Zinacanta se le metiera entre los brazos al teniente, porque él hasta ese momento no dio luces de estar interesado en cortejarla.

El teniente era tan correcto y refinado que incluso ya en esas fechas se sospechaba de su virilidad. Se sabía que era de un pueblo cercano a Iguazul pero el hecho de que no se le conociera ninguna aventura levantó rumores. Y la gente hablaba, sobre todo aquellas mujeres que alguna vez le habían coqueteado —porque eso sí hay que reconocerle, tenía mucha suerte para gustarles—, y de las cuales el teniente se alejó con un leve saludo en la visera de su gorra. Los que defendían su rectitud alegaban que era un hombre tímido pero muy tenaz, celoso de su carrera militar, y que muy pronto lo ascenderían. Y en efecto, al poco tiempo lo hicieron capitán ante el enojo de más de una que veía en él un excelente pero, a la vez, imposible partido.

Nadie sabía en qué se entretenía Aguirre en sus días de descanso. Lo más seguro es que se la pasara leyendo los libros que le encargaba a don Apolinar, el librero de Iguazul. Eran novelas raras, gruesas y sin ningún dibujo, muy diferentes a los cuentos que cada semana le mandaban por tren a don Apolinar y que todos esperábamos con devoción. No sabíamos mucho de sus gustos aunque era evidente que le encantaba platicar con los muchachitos. Les compraba dulces, balones e historietas, pero como muchos no sabían leer, no era raro encontrar al capitán los sábados por la tarde, en la cancha de básquet que estaba detrás de la iglesia, rodeado de chiquillos que esperaban escuchar las aventuras del príncipe Flor de Nopal o la leyenda del Monje Blanco.

Un buen día el círculo de chiquillos se deshizo y pudo verse al capitán picando piedra para la construcción del nuevo campanario de la iglesia. Fue un escándalo a media voz porque en el fondo la fragilidad de su mirada y un cierto respeto a un grado militar que se había ganado a pulso, evitaron que el problema llegara a mayores. Tampoco se sabían muchos detalles porque la madre de Homero, pensando en evitar que el nombre de su hijo anduviera de boca en boca, se fue a vivir con unos parientes al Ciruelo. Lo que sí se supo es que fue un asunto de zapatos. Homero tenía once años y como la mayoría de la chamacada de ese tiempo siempre andaba descalzo. Una de las tardes de lectura en la cancha de básquet, el capitán le pidió que se quedara cuando los otros ya se iban. Tenía algo especial para él: un par de zapatos de hule. Cuando caminaban rumbo a la casa de Homero, varios niños dijeron haberlo visto con los zapatos puestos por más que le daba trabajo caminar con ellos. La casa de Homero estaba mucho más arriba del arroyo. Alguien dijo que los había visto nadar, pero hacía tanto calor que no se sorprendió de verlos jugar en el agua. Homero llegó a su casa al anochecer y al poco rato su madre bajó del monte, a riesgo de toparse con una víbora coralillo, y se dirigió al cuartel. Ella, que después quiso evitar las habladurías, fue la que dio pie para que el rumor se extendiera. Porque cuando los soldados le impidieron la entrada, se les fue encima echa una furia y vociferando: “Déjenme, déjenme ver a ese hijo de la chingada que me puteó a mi hijo…” Forcejeó tanto que cuando por fin la dejaron pasar y entró al despacho del mayor Carmona, iba ya sin fuerzas para reclamar. Qué fue lo que le dijo el mayor para convencerla de no hacer ninguna acusación formal, nadie pudo averiguarlo. De todos modos, al día siguiente, a la salida de la misa de nueve, la gente se persignaba cada vez que alguien mencionaba el nombre del capitán.

Al capitán lo desaparecieron unos meses. Se hablaba de que lo habían trasladado a la capital. Regresó a mediados de mayo cuando la gente estaba ya entretenida con la matanza de los hermanos Clavel a manos de la familia Buendía.

Desde que llegó podía verse al capitán en sus días de descanso, deslomándose en picar piedra para la construcción del campanario, pero casi nadie reparaba en él, ocupados como estábamos en rastrear los últimos pedazos (una oreja y un pie), que era lo único que faltaba por encontrar de los difuntos. Tampoco se prestó mucha atención a la nueva figura que comenzó a hacerle compañía al capitán, máxime que, conforme pasaban los días, Emperatriz Clavel triplicó la recompensa que había ofrecido para encontrar todos los otros pedazos con los que se dio cristiana sepultura a los infortunados hermanos. Esa nueva figura en la que muy pocos repararon al lado del capitán fue Zinacanta Reyes.

Cuenta Catalina que esos fueron los primeros encuentros amorosos de la infeliz pareja, cuando Zinacanta le quitaba la jarra de limón de las manos para ofrecerle ella misma un vaso de agua al capitán. Entonces Zinacanta volvía a llenar el vaso vacío y mandaba de regreso la jarra con Catalina. Al principio, Aguirre rechazó su compañía pero poco a poco se fue mostrando alegre y dejaba la pica a un lado, apenas la veía venir. Sin duda, debió de intuir que aquella mujer podía ser el ángel de su salvación.

Conforme pasaron los días, el asunto de la búsqueda de la oreja y el pie restantes se fue olvidando. Poco a poco, comenzamos a ver a nuestro alrededor y para muchos de nosotros fue una sorpresa encontrarnos con que cada sábado a eso de las cuatro de la tarde, Zinacanta y el capitán Aguirre se veían en los alrededores de la iglesia. Alguien que sí no debió de perderles la pista desde los primeros encuentros fue el sargento Vigil, porque le dio por pasearse por los portales de la plaza, atisbando siempre en dirección de la iglesia. Que Vigil estaba muy interesado por Zinacanta Reyes era un secreto a voces, no obstante desde la vez que el sargento sacó a patadas de la cantina a un mudo nomás porque se le había quedado mirando con insistencia, nadie se atrevía a molestarlo y mucho menos en un asunto tan delicado…

Sólo a don Apolinar se le podía haber ocurrido tocar el punto, en una de las tardes en que se daba su escapada para tomarse un cafecito en los portales con el presidente municipal. Yo estaba en una de las bancas de la plaza cercanas al café, acompañando a mi padre, y pude oír cuando don Apolinar le gritó al sargento, que a la sazón se hallaba recargado en una columna, mirando hacia la iglesia y fumando un cigarro tras otro.

—Oiga mi sargento, no se le vaya a acabar la mirada… La paloma ya tiene dueño.

El sargento tuvo que hacer esfuerzos para contenerse. Arrojó el cigarro al piso mientras decía:

—Vamos viendo si esa paloma come mejor en otra mano.

Y se alejó decidido a llevarse al diablo por delante si fuera necesario.

Fue hasta un año después que el capitán Aguirre se presentó en la casa de don Hortensio Reyes, con traje militar de gala y acompañado del mayor Cardona, para hacer la petición formal de mano. Los curiosos nos apelotonamos en la ventana para ver a Zinacanta con un vestido azul de encajes enresortados que le ceñían el busto y los hombros. En el cuello llevaba enredada una doble hilera de perlas que habían sido el primer regalo del capitán. La mirada la tenía completamente azul por más que sus ojos fueran casi siempre oscuros.

Los dos meses de plazo para la boda se fueron como el agua entre las visitas oficiales del capitán a la casa de los Reyes, las salidas a media tarde de la pareja, siempre acompañados por Catalina, los viajes a la capital para completar el ajuar de la novia…

Cuando se enteró de la noticia, el sargento Vigil se metió a la cantina y no salió hasta que, ya borracho, le contó a todo el mundo que quiso escucharlo detalles acerca de aquella tarde en que Homero y el capitán Aguirre se metieron al arroyo. Luego se fue a casa de su amante, Bella Galindo y la golpeó hasta dejarla inconsciente. Al otro día se supo que los Galindo lo andaban buscando para matarlo. Fue entonces que el capitán Aguirre tomó cartas en el asunto. Mandó a un pelotón a que arrestara al sargento y lo llevara sano y salvo al cuartel. Horas después regresó el pelotón con las manos vacías, pero con el dato de que los Galindo se habían ido a las Iguanas porque alguien les informó que Vigil se estaba escondiendo en casa de uno de sus hermanos. El capitán marchó entonces en su búsqueda, y contrario a lo que se esperaba, lo trajo preso a caballo, arriesgándose a que los Galindo lo venadearan también a él.

Era ya de noche cuando pasaron rumbo al cuartel. Aguirre cabalgaba en silencio, con la mirada perdida; el sargento, con las manos atadas al frente para sostener las riendas, marchaba con un dejo de sorna en los labios carnosos. Qué tormentas y qué incendios se escondían detrás de aquella mirada perdida del capitán, fue algo en lo que la gente prefirió no pensar por miedo a encontrar una respuesta y aceptar entonces que las tormentas e incendios de verdad apenas se avecinaban.

Solamente a las almas de manantial como la de Zinacanta Reyes les estaba permitido ver en aquel arresto un acto de valentía y de bondad. Que don Hortensio Reyes no hubiera escuchado las murmuraciones que sobre su futuro yerno se decían por todo Iguazul, resulta más que imposible. Pero bastaba conocerlo un poco para saber que detrás de toda aquella gravedad que lo caracterizaba, estaba un hombre que había tenido dos amores —aunque de diferente índole— en toda su vida: la madre de Zinacanta y Zinacanta Reyes. Así que si se enteró, prefirió guardárselo muy adentro nada más de ver a Zinacanta bordando las iniciales de su nombre entrelazadas con las del capitán en las sábanas, pinchándose, casi con un placer martirial, las yemas de los dedos; ella que desde muy niña había aborrecido esas labores.

Llegó por fin la fecha de la boda. Se casaron un mediodía de junio, en plena época de lluvias. Cuando pasó todo, el padre Samuel dijo en su sermón dominical que el cielo había mandado toda esa agua para lavar el gran pecado que estaba por cometerse.

Zinacanta entró a la iglesia con los ojos destellantes de alegría. Vestía un traje de novia que, al menos durante ese día, fue la envidia de todas las mujeres. El capitán Aguirre, por su parte, llevaba traje militar de gala pero su apariencia de soldado de plomo, ese andar autómata y lejano, poco tenían que ver con el nerviosismo y emoción que otros hubiéramos sentido de estar en su lugar. A su regreso de la iglesia, los esperaba el juez en la casa de Hortensio Reyes que había sido adornada con cestos y arreglos de magnolia. Con el calor, las magnolias despedían a ráfagas su aroma de lima. Al finalizar la ceremonia, los recién casados se dieron el primer y último beso en público, pero fue Zinacanta la que buscó los labios de Aguirre mientras que él sólo se dejó besar. Muchas de las mujeres que asistieron a la fiesta estaban realmente felices con el casamiento de Zinacanta, puesto que ahora les quedaba el campo libre con el resto de los galanes. Hubo otras, sin embargo, cuya envidia se translucía detrás de cada brindis, de cada mueca en forma de sonrisa, y era notorio que clamaban desgracia. Qué pronto habían de sentirse redimidas de su suerte cuando al día siguiente se corrió la voz por todo Iguazul de que Zinacanta Reyes había regresado a su casa la misma madrugada de la noche de bodas. Algunos meseros y el mozo que barría la estancia, la vieron partir rumbo a la capital luego de haberse encerrado con su padre y Catalina en el despacho. Envuelta en un chal negro, era más un alma del purgatorio que el ángel del Paraíso con que muchos la identificábamos.

Marchó sola porque su padre decidió que Catalina compareciera en las averiguaciones, si es que después alguien le pedía cuentas por haberse cobrado la afrenta del capitán. Dicen que Zinacanta no se opuso a las amenazas de su padre, ni siquiera se le escuchó llorar o proferir palabra; sólo Catalina fue quien, entre lamento y lamento, refirió lo sucedido en la casa que don Hortensio les regaló a los recién casados: en resumidas cuentas, que el capitán Aguirre era un puto y que, a cambio de recibir los favores del sargento Vigil, había accedido a las peticiones de éste para suplantarlo ante Zinacanta Reyes, la noche de bodas.

Zinacanta Reyes, que aun con los ojos cerrados habría identificado hasta un cabello del capitán Aguirre, descubrió en la oscuridad de su alcoba el engaño apenas la tomaron unos brazos fornidos que en manera alguna podrían ser los del capitán. Cuando se dio cuenta de lo que hacía ya había forcejeado con el sargento y había gritado pidiendo ayuda. Catalina, en una habitación contigua, escuchó sus gritos y se precipitó en la alcoba nupcial. El sargento se dio a la fuga, pero Catalina alcanzó a verlo cuando saltaba la ventana. Entonces le puso un chal a su señorita y la arrastró hasta la casa de su padre.

Esa misma madrugada comenzó la búsqueda del sargento y del capitán. Al primero lo encontraron, horas más tarde, en una cantina del Ciruelo. Lo arrestaron y el mayor Carmona lo reclamó para un juicio militar. Los rurales y los hombres de don Hortensio lo entregaron sin ningún reparo, después de todo, Vigil había pecado por ser demasiado hombre, mientras que Aguirre…

Cuando días después apareció el cadáver del capitán nadie habría podido asegurar que en verdad se trataba de él, de tan mordisqueado que estaba por las jaibas de la laguna. Se le practicó una autopsia por demás apresurada que declaró que el capitán había muerto de un balazo que él mismo se había inflingido en el paladar. Como no tenía parientes en Iguazul, el cuerpo quedó a disposición de las autoridades. Contrario a lo que pudiera esperarse, fue Hortensio Reyes quien lo reclamó antes de ir a reunirse definitivamente con su hija a la capital; pero lo hizo sólo para darse el gusto de enterrarlo, sin ataúd ni plegaria alguna, a un lado del cruce de caminos.

 

II

Tan mujeriego como era el sargento Vigil, dejó muchos culitos ardiendo entre las prostitutas de Iguazul. Tal vez por eso fue que ellas, conocedoras de la otra parte de la historia, no hablaron sino hasta años más tarde, cuando ya se les había enfriado. Fue a la casa de Sebastiana donde el sargento Vigil llevó al capitán Aguirre para que, supuestamente, se divirtiera con las muchachas antes de ponerse el yugo. Para la misma Sebastiana resultó extraño que Aguirre hubiera aceptado acompañar al sargento la víspera de su boda, cuando era evidente que, ardido como estaba, Vigil no podía buscar otra cosa que perjudicarlo. Tal vez necesitaba demostrarse que podía jugar con fuego y no quemarse, pero para que se quemara y ardiera en los infiernos, causando de paso la desgracia de Zinacanta, el sargento había fraguado meticulosamente su venganza.

El sargento no era ningún ciego para no darse cuenta que el rescate en las Iguanas para que los Galindo no lo mataran, era una prueba indudable del interés del capitán Aguirre por él. Cierto que luego hubo ocasiones en que lo encarcelaron por indisciplina y que había sido el propio capitán quien había dado la orden del castigo. Pero para el sargento eso no fue más que otra prueba de que Aguirre lo castigaba y lo alejaba de sí porque le tenía miedo. O más que tenerle miedo a él, se lo tenía a sí mismo. Y para llevar a cabo su venganza, al sargento no le bastaban los rumores y sus conjeturas, necesitaba hechos y… testigos. Y para ello, el sargento se puso su piel de oveja agradecida e invitó al capitán a la casa de Sebastiana. De que tomaran y tomaran hasta que Aguirre perdió los estribos y se cayó del caballo de su conciencia, fue responsable el sargento que a cada rato gritaba pidiendo más aguardiente. Al principio Sebastiana se opuso a la idea de que Vigil subiera a rastras al capitán a un cuarto del primer piso y de que se quedara a solas con él, pero cambió de opinión cuando el sargento le deslizó por el escote un billete de a cincuenta. Media hora antes de que el sargento abandonara la casa de Sebastiana, no volvió a pedir bebida. El cuarto a donde se metieron permaneció en silencio, o al menos, las muchachas no pudieron escuchar nada a pesar de que pegaron bien la oreja a la puerta. Y como estaba a oscuras, tampoco pudieron ver nada cuando se encaramaron a una ventanita superior. Horas después de que el sargento se había marchado, Aguirre salió del cuarto dándose de tumbos contra las paredes. No tuvo que preguntar nada porque, al decir de Sebastiana, la mirada esquiva de las muchachas lo decía todo. En realidad, “todo” lo que el capitán quiso entender porque tampoco nadie hubiera podido probar a ciencia cierta que ese “todo” en verdad había pasado.

El resto de la historia no es sino el encajar inevitable de piezas: la amenaza de Vigil si Aguirre no accedía a sus planes, el miedo o la culpa de Aguirre que lo hizo dejarse caer en el abismo porque a final de cuentas el paso de su perdición —eso creyó él— ya lo había dado…

 

III

Horas antes de que acabara la fiesta de la boda, el sargento Vigil se apersonó en el lugar y se paseó frente al capitán Aguirre y Zinacanta precisamente cuando les tomaban la foto del primer brindis. Ebrio como estaba, el sargento pidió a gritos que lo fotografiaran con el capitán y su señora esposa, pero nadie se atrevió a correrlo temiendo que malograra la fiesta con un escándalo. En la foto que Catalina conservó como amuleto contra la desgracia, aparecía en medio y un paso atrás de la pareja, sonriendo triunfal. En aquel instante el rostro de Aguirre se mostraba sereno. Tal vez, hasta eso le había perdonado al sargento. A fin de cuentas, más allá de todo, era su verdadero amor.

De pronto, Aguirre se desapareció de la fiesta. Zinacanta Reyes tomó esto como una discreta invitación a que se retiraran y se fue en compañía de Catalina a su nueva casa, construida a orillas de la laguna de Corralero.

Después, cayó la desgracia.

Sobre si fue suicidio o no resulta inverosímil que un mismo hombre pueda darse un tiro en el culo para luego dárselo en la boca, o al revés. Algunos aseguraban que don Hortensio indignado, otros que si Vigil despechado por el nuevo rechazo de Zinacanta, otros más que si la propia Zinacanta… Los menos, que Aguirre en verdad se suicidó y que alguien llegó a rematarlo.

Durante meses la gente se mantuvo a la expectativa por averiguar más detalles, pero conforme pasó el tiempo, Aguirre, el capitán Aguirre, no fue más que un recuerdo funesto. Iguazul creció y cambió de nombre. Sus ríos y arroyos se secaron y sus días se hicieron más cortos. Tal vez por eso nadie se atacó de risa cuando en el mismo lugar en que enterraron al capitán Aguirre, las autoridades erigieron la estatua de un prócer de la independencia.

 


Caperucita en la cama

Columna *A la sombra de los deseos en flor*, revista Domingo de El Universal, 27 de abril de 2014: http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/Caperucita+en+la+cama-2399

 

Caperucita en la cama

Ana Clavel

En 1697 Charles Perrault adaptó varios cuentos de la tradición oral para entretenimiento de los salones de la época de Luis XIV. Al retomar el caso de Le Petit Chaperon Rouge lo hizo sabiendo que se trataba de un tipo de relato que los alemanes llaman «Schreckmärchen«, es decir, una historia de miedo para prevenir a las niñas del trato con desconocidos. Por eso descartó elementos sanguinarios del núcleo original como el episodio en que el lobo, ya en el papel de abuelita, invita a la niña a consumir carne y sangre pertenecientes a la anciana mujer a la que acaba de destazar. Pero conservó el final aleccionador en el que la protagonista es engullida por el lobo. Fueron los hermanos Grimm en 1812 los que introdujeron un final feliz en el que ella y la abuelita son salvadas por un cazador, que es como nos ha llegado en las adaptaciones inofensivas de la historia. Pero hay un lado en sombra que escritores, directores de cine, videoastas y creadores de animé no se han cansado de explorar. Y ese lado mórbido se encuentra en la entraña del cuento original.

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Al parecer, hay un contenido latente de sexualidad infantil. En Psicoanálisis de los cuentos de hadas (1976), Bruno Bettelheim concibe en el rojo de la caperuza que la abuela le regala a la nieta la representación de la pulsión irrefrenable de la sexualidad. Otros la consideran una marca de la menstruación y la llegada de la pubertad. El sugerente lance de la cama entre Caperucita y el lobo es a todas luces una escena de seducción por partida doble: primero, por el lobo que la invita a la cama para “calentarse”; segundo, por las preguntas aparentemente ingenuas de la niña que, cual Alicia curiosa, interroga sobre el tamaño de los atributos corporales de su predador. Es posible ver en el acto de devorar a Caperucita, y antes a su abuela, una metáfora de la penetración, e incluso, la violación. De hecho, en la versión de Perrault, el lobo no se disfraza de abuelita sino que simplemente se acuesta en la cama. Al llegar Caperucita, le pide que se meta entre las sábanas. Ella se desnuda y se acuesta con él con las consabidas consecuencias.images

Más allá de la intención moralizante, el relato de la niña que se adentra en el bosque y atrae la atención del presunto lobo, pone en evidencia la circulación del deseo provocado por una pequeña virgen. A esto se suman su comportamiento equívoco al contravenir las instrucciones maternas de no hablar con extraños, confiarle al lobo toda la información sobre su destino la primera vez que lo encuentra en el bosque, así como el intercambio seductor que, con apariencia de inocencia y curiosidad, sostiene con su predador en la cama. De este modo, nos encontramos ante uno de los antecedentes literarios del fenómeno de Lolita, no sólo por el lado de la voracidad de apetitos que desencadena la pureza de la infancia, sino por la actitud de la niña que juega con fuego y sigue sus propios instintos transgresores y sexuales —o por lo menos, como quiere verla el deseo masculino: como un sujeto provocador y también deseante—. Esta ambigüedad fue percibida por el grabador Gustave Doré en una de las más famosas representaciones de Caperucita en la cama con el lobo (1883), donde el rostro de la niña transpira fascinación.

Grabado de Gustave Doré

Grabado de Gustave Doré

Qué diferencia respecto a la mayoría de cuentos tradicionales cuyas heroínas juveniles buscan preservar su pureza, no obstante las pruebas y tentaciones a que se ven sometidas. Blancanieves, Cenicienta, Rapunzel, son personajes femeninos cuyas desventuras ejemplifican el difícil tránsito de la adolescencia a la madurez virtuosa. Pero ninguna de ellas se vuelve objeto-de-deseo/sujeto-deseante de forma tan declarada como en el ambiguo caso de Caperucita en la cama.

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Abrazos carnales

Columna “A la sombra de los deseos en flor”, revista Domingo de El Universal, 26 de enero de 2014. http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/Abrazos+carnales-2102

 Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca
Aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach.

¿Quién era Matilde Urbach?, se han preguntado muchos. Por las maravillas de la red, di con el testimonio de Juan Bonilla en su libro El arte del yo-yo (Pretextos 1996). Ahí relata cómo a través de un recuerdo vago del gran amigo de Borges, Bioy Casares, da con la pista de esa mujer-enigma…

 

 Abrazos carnales

Ana Clavel

El poder de los brazos es innegable. Si la mano representa destreza, el brazo refiere a la fuerza. Pero es también una fortaleza que se doblega cuando se tiende a un ser amado, ya sea para guarecerlo o para fundirse en él. No es otro el sentido que da San Juan de la Cruz en su célebre poema místico, cuando el alma recibe al Amado y lo abraza en su pecho florido.

Paolo and Francesca da Rimini by Dante Gabriel Rossetti (1855)

Paolo y Francesca da Rimini por Dante Gabriel Rossetti (1855)

Dos almas suspiran abrazadas en el Canto V del Infierno de Dante, donde se castiga «a los carnales pecadores,/ que la razón someten al deseo»: las de Francesca de Rimini y Paolo Malatesta, muertos por el esposo de ella y también hermano de él, al suspender la lectura de un libro de caballerías que relataba los amores adúlteros de la reina Ginebra y Lancelot. Sin soltarse del abrazo eterno de su amante, Francesca le revela al poeta el preciso momento de su pecado:

Cuando leímos que la deseada sonrisa de la amada

fue interrumpida por el beso del amante,

éste, que jamás se ha de separar de mí,

me besó tembloroso en la boca…

Aquel día ya no leímos más.

Muy lejos de condenar a la carne, el neoplatónico Francisco de Aldana (1537-1577) celebra las nupcias del cuerpo y el alma a través del abrazo amoroso cuando dice:

 … en la lucha de amor juntos, trabados

con lenguas, brazos, pies y encadenados

cual vid que entre el jazmín se va enredando,

y que el vital aliento ambos tomando

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en nuestros labios, de chupar cansados,

en medio a tanto bien somos forzados

llorar y sospirar de cuando en cuando.

 André Breton lleva más lejos la encarnación del abrazo al ceñirlo a la razón de ser de la poesía como un cuerpo enamorado en el poema Sur la Rue de San Romano de 1948:

 La poesía se hace en el lecho del amor
Sus sábanas deshechas son la aurora de las cosas…
El abrazo poético como el abrazo carnal
Mientras duran
Prohíben caer en la miseria del mundo.

Orfeo y Eurídice por George Frederick Watts

Orfeo y Eurídice por George Frederick Watts

Pero no todos los abrazos son dichosos, como le sucede al protagonista del relato de Prosper Mérimée, La Venus de Ille de 1837, quien paga con la vida el desplante de colocar en un dedo de la diosa un anillo de compromiso. En la noche, la despiadada estatua de bronce lo seguirá hasta el lecho nupcial para ceñirlo en un cruel abrazo de muerte —irónica sugerencia de cuando el orgasmo, o petite mort, da lugar a la grande mort.

Hace poco el poeta Jorge Humberto Chávez me recordó este hermoso dístico de Borges, titulado Le Regret d’Héraclite:

Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca

Aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach.

man with 4 lives

¿Quién era Matilde Urbach?, se han preguntado muchos. Por las maravillas de la red, di con el testimonio de Juan Bonilla en su libro El arte del yo-yo (Pretextos 1996). Ahí relata cómo a través de un recuerdo vago del gran amigo de Borges, Bioy Casares, da con la pista de esa mujer-enigma que lo desvelaba como a tantos lectores: un libro comentado por Borges en la revista El Hogar en 1938, Man With Four Lives, del norteamericano William Joyce Cowen (1886-1964). Escribe Borges: «un capitán inglés, en la guerra de 1918, mata cuatro veces distintas a un mismo capitán alemán … Al final, el autor deja entrever una explicación, que es hermosa: el alemán es un militar desterrado que proyecta, a fuerza de cavilar, una especie de fantasma corpóreo que guerrea y muere por la patria más de una vez».

No menciona ahí, pero la mantuvo en la memoria hasta escribir esos versos que han gloriosamente ardido, a la mujer que el capitán alemán visita antes de partir a la guerra y con quien funde su aliento en un abrazo íntimo y carnal: Matilde Urbach… Un amor por el que, para quienes estamos hechos de palabras, vale la pena morir varias veces y revivir otras tantas para desfallecer en su abrazo.

 


La Desconocida del Sena

Columna “A la sombra de los deseos en flor”, revista Domingo de El Universal, 23 de febrero de 2014. http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/La+Desconocida+del+Sena-2180

La Desconocida del Sena

Ana Clavel

Hace años leí una historia maravillosa sobre una muchacha que despierta en el fondo del río Sena. Va flotando entre las aguas sin saber su propio nombre, sin recordar si se suicidó o la asesinaron, hasta que llega a una colonia de seres como ella que viven bajo el agua y entonces… El cuento, de una delicadeza y una imaginación portentosa, se llama La Desconocida del Sena y su autor es Jules Supervielle (1884-1960), quien la publicó en 1931: “Viajaba ignorando que sobre su rostro brillaba una sonrisa, si bien trémula más persistente que la sonrisa de un vivo, siempre a merced de cualquier cosa…”

Philippe Hugonnard, Muelles del Sena

Philippe Hugonnard, Muelles del Sena

Entre cuento de hadas e historia surrealista, el relato de Supervielle, con su urdimbre fantástica, plagada de imágenes fascinantes e insólitas, puede hacernos creer que todo es obra de la creatividad de su autor. Pero al parecer “la Inconnue de la Seine” tiene una historia previa —lo cual no va en detrimento del escritor de lengua francesa que retomó un tópico de su época para llevarlo a una realización hasta entonces… desconocida—. La historia “real” va así: hacia fines del XIX, fue encontrado el cuerpo de una joven mujer ahogada en las aguas del río Sena y puesto en exhibición pública en la morgue para que lo identificaran sus posibles deudos. Pero el cuerpo no fue reclamado. Un asistente del médico forense, fascinado con el dulce y bello rostro de la joven, le tomó un molde de yeso. Al poco tiempo la máscara apareció a la venta en varios establecimientos y la joven desconocida se convirtió en musa de artistas y legos.

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Por su sonrisa tenue, Albert Camus se refirió a ella como la “Mona Lisa ahogada”. Nabokov le dedicó un poema, Rilke la cita en sus Cuadernos de Malte Laurids Brigge. A la lista de escritores se suman Maurice Blanchot, Céline, Anaïs Nin, Louis Aragon y el fotógrafo Man Ray. En su leyenda aletean resabios de las ondinas, sirenas, ninfas, de Isolda y la dama de Shalott, de la Ofelia de Shakespeare. En 1934, Conrad Muschler publica La Desconocida, relato sobre Madeleine Lavin, una joven de provincia que es seducida por un hombre de mundo. Abandonada en París por su amante, se arroja al río con una sonrisa que es señal de su liberación absoluta.

Tamara Lichtenstein, Agua

Tamara Lichtenstein, Agua

El tema de la sonrisa también ha dado pie a la duda. Según Pascal Jacquin, jefe de la brigada fluvial de la policía parisina, no es posible que un ahogado tenga una sonrisa tan placentera, su rostro se hincha, se deforma. Por su parte Michel Lorenzi, director de la fábrica de máscaras más prestigiada en Francia, niega que la joven estuviera muerta cuando se tomó el molde. Debido a que es difícil mantener una sonrisa mientras se hace uno, deduce que se trataba de una modelo profesional.

No obstante, además del destino literario que le ha inventado varios orígenes, entre ellos el de actriz húngara en un blog de nuestros días, la suerte de la Desconocida del Sena ha sido prolífica en otro ámbito. En 1955, Asmund Laerdal, exitoso fabricante de juguetes, fue contratado para diseñar un maniquí con el que los aprendices de la técnica de reanimación cardiovascular pudieran practicar. Laerdal deseaba que su maniquí tuviera una apariencia natural, así que se decidió por el rostro de la joven ahogada, llamándola Resusci Anne.

MASCARA

Es como si la leyenda reclamara salvar a la muchacha de las aguas de la muerte, pero en los hechos, con la práctica de millones de personas entrenadas en la respiración de boca a boca, la bella joven, cuya historia sigue siendo un misterio, prodiga dócilmente el beso de la vida. Como diría Supervielle al final de su relato, cuando la Desconocida del Sena encuentra por fin su destino en una libertad más alta y auténtica: “Entonces volvió a sus labios su sonrisa de ahogada errante”.

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Sueños de un escarabajo

En su artículo «Kafka: la solución al enigma» del diario El País, Fernando Bermejo Rubio esboza una interesante hipótesis: la transformación de Gregorio está concebida desde la óptica deshumanizada que concibe al otro como un ser infrahumano.

Columna *A la sombra de los deseos en flor*, revista Domingo de El Universal, 31 agosto 2014.

http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/Sue%C3%83%C2%B1os%20de%20un%20escarabajo-2777

 

Sueños de un escarabajo

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Ana Clavel

índice

Escribía yo en la columna más reciente: «El efecto dinosaurio», sobre las numerosas variantes y estudios a que ha dado lugar el afamado cuento de Monterroso, cuando se me ocurrió finalizar con un microrrelato que cruzaba el comienzo de la Metamorfosis kafkiana con el texto del dinosaurio. La lógica de la invención surgió del hecho de que ambos textos parten de un sueño. En ambos alguien se despierta para enfrentar una realidad alucinante. A la hora de ponerle título, recordé la novela de Phillip K. Dick, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? Así que decidí incluir a Dick en el homenaje a Kafka y a Monterroso. El texto quedó así:

Sueñan los escarabajos con reptiles eléctricos

«Cuando Gregorio Samsa despertó aquella mañana después de un sueño turbulento, el dinosaurio todavía estaba ahí».

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Pero una idea me daba vueltas en la cabeza como un insecto obsesivo: ¿de dónde había yo sacado que Gregorio era un escarabajo? Aunque Kafka nunca precisa en qué tipo de bicho se transforma su personaje y sólo se refiere a él como un «monstruoso insecto», mucha gente suele adjudicarle la apariencia de una repulsiva cucaracha. Así puede vérsele en varias caricaturas en las que se representa a Gregorio con cabeza de Kafka y cuerpo de cucaracha, aunque cada vez proliferan más las imágenes con cuerpo de escarabajo. ¿Entonces? Por las maravillas de la red, di con la opinión de un experto lepidopterista, Vladimir Nabokov. Tras deliberar sobre la descripción de sus numerosas patas, su color carmelita, la curvatura de su espalda y vientre, las poderosas mandíbulas, Nabokov declara que se trata de un «escarabajo gigante». No de un «escarabajo rinoceronte» (Miskäfer, en alemán), como dice la vieja sirvienta de los Samsa para referirse a Gregorio, en un gesto amable y compasivo del que carece el resto de su familia.

Esa compasión de la mirada de la sirvienta frente a la repugnancia que suscita la transformación de Gregorio en sus padres y hermana, me ha hecho pensar en cómo los lectores solemos adjudicar una clase de insecto al protagonista de la historia, escarabajo o cucaracha, según nos coloquemos del lado de una mirada compasiva respecto al personaje, o nos situemos del lado del horror y la repulsión. El mismo Nabokov se mostró compasivo cuando añadió: «Gregorio el escarabajo nunca se da cuenta de que tiene alas bajo la dura cobertura de su espalda». Aunque el propio Kafka se resiste a nombrar a su criatura en términos de una taxonomía que no sea de la imaginación. Y por ello tal vez tendríamos que reconocer que el tipo de insecto en que se convierte el protagonista de la Metamorfosis, ni es cucaracha ni escarabajo, sino una nueva clase fantástica: el insecto Gregorius de la familia Samsa.

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En su artículo «Kafka: la solución al enigma» del diario El País, Fernando Bermejo Rubio esboza una interesante hipótesis: la transformación de Gregorio está concebida desde la óptica deshumanizada que concibe al otro como un ser infrahumano. Y agrega: «Los nazis llamaban ‘bichos’ a los judíos. Durante el genocidio ruandés, los hutu llamaban a los tutsi, inyenzi (‘cucarachas’)».

La mejor literatura suele ser visionaria. Cómo no recordar la magistral novela de Ricardo Piglia, Respiración artificial (1980), donde se relata el encuentro apócrifo en un café de Praga entre el joven Kafka y un hombrecito ridículo y famélico, llamado Adolfo Hitler. Al escuchar sus «sueños gangosos, desmesurados», Kafka entrevé su «transformación en el Führer, el jefe, el amo absoluto de millones de hombres, sirvientes, esclavos, insectos sometidos a su dominio». Entonces, escribió la Metamorfosis… Como dijo José Emilio Pacheco, la veracidad es lo de menos, lo que importa es la sugerencia.

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Érase una vez José Emilio

En estos días José Emilio Pacheco estaría cumpliendo 75 años. Aquí el cuento de una generosidad enorme:

http://confabulario.eluniversal.com.mx/erase-una-vez-jose-emilio/

Érase una vez José Emilio

Por Ana Clavel

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A Cristina, Laura Emilia y Cecilia

Ignoro por qué se me vienen a la mente unos versos de José Gorostiza cada vez que tengo una pérdida cercana. Se trata del poema Elegía: “A veces me dan ganas de llorar, / pero las suple el mar”. Me sucedió recientemente con Carlos Fuentes, con Bonifaz Nuño, con Juan Gelman… Digo pérdidas cercanas no porque fueran amistades mías, sino porque su presencia y su obra me los habían hecho íntimos, familiares. Al enterarme de la partida de José Emilio Pacheco los versos de Gorostiza me fueron insuficientes. Murmuré: “A veces me dan ganas de llorar, / y no las suple el mar”.

Casi de inmediato recordé su poema Mar eterno: Digamos que no tiene comienzo el mar: / empieza en donde lo hallas por vez primera / y te sale al encuentro por todas partes”. No es que me sepa de memoria la obra de José Emilio Pacheco pero sucede que tuve el privilegio de cuidar la edición de su obra poética reunida, Tarde o temprano, para el Fondo de Cultura Económica, en su tercera edición, la del 2000. Ese privilegio se lo debo directamente a él que me llamó una mañana de noviembre de 1997 para pedirme que me hiciera cargo. Iba a decirle: “Es un honor”, pero me detuve. Poco antes me había pasado con don Octavio —yo le decía don Octavio a Octavio Paz—, cuando colaboré en el cuidado de edición de sus Obras Completas y un día me pidió que también lo ayudara a integrar las entrevistas y los últimos escritos para el tomo correspondiente. Había dicho entonces: “Es un honor” y don Octavio calló un momento antes de reconvenirme: “Preferiría que me dijera: es un placer…” Así aleccionada, pero también por convicción, le contesté a José Emilio cuando me invitó a trabajar en la edición de Tarde o temprano: “Es un honor y un placer…” Estoy segura de que sonrió porque al instante respondió con su amabilidad habitual: “Al contrario: el placer es mío”.

 

Me acuerdo, no me acuerdo…

A José Emilio, no al maestro José Emilio Pacheco porque él no permitía esas jerarquías de autoridad, lo había yo leído en los ochenta en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Su poemario No me preguntes cómo pasa el tiempo, editado por Mortiz, pasaba de mano en mano entre mis compañeros de generación. Pero fue su nouvelle: Las batallas en el desierto, publicada originalmente por el suplemento Sábado de Unomásuno el 17 de junio de 1980 como un “cuento”, la que me abrió las puertas a una literatura deslumbrante y perfecta, que conjuntaba la precisión de mecanismo de relojería del cuento con la profundidad oceánica de una novela, la cadencia hipnótica de un bolero con los abismos de la memoria y la imposibilidad del amor vueltos escritura exacta y prodigiosa.

Cuando me pidió que trabajara la edición de su obra poética reunida sólo lo había saludado personalmente un par de veces en alguna presentación o conferencia, pero nada más. La primera vez que revisamos el original nos vimos en su casa de Condesa. Su esposa Cristina salió corriendo a una entrevista pero gentilmente se hizo tiempo para dejarnos un pastel de chocolate de la Balance —en aquel momento José Emilio no tenía problemas con el azúcar— y café express para acompañar la labor. En ese primer encuentro me maravillaron muchas cosas, pero sólo consignaré dos. La primera, que aceptara sin objeción alguna mi sugerencia de abreviar la larga nota explicativa que acompañaba a la edición anterior de Tarde o temprano por una mucho más concisa, que terminó finalizando con estas palabras certeras de José Emilio: “Escribir es el cuento de nunca acabar y la tarea de Sísifo. Paul Valéry acertó: No hay obras acabadas, sólo obras abandonadas. Reescribir es negarse a capitular ante la avasalladora imperfección”. La segunda maravilla fue que me recordara un hecho que yo misma había olvidado por haber sucedido quince años antes. Me dijo que me había escrito una carta donde me agradecía el envío de Fuera de escena, un primer libro de cuentos que había yo publicado a los 22 años, y donde me comentaba que le habían gustado mis relatos. De verdad yo había olvidado ese envío lanzado como una botella al mar, pero no se lo dije. Sin salir del pasmo, tan sólo comenté: “Qué raro… nunca recibí esa carta”. Con su nerviosismo habitual, él me confesó: “Es que nunca la mandé. No tenía tu dirección. El sobre de tu libro venía sin remitente. Pero ahí está la carta —e hizo un gesto vago a su mar de papeles—. Te la voy a buscar…”

 

El arte de la sombra

Cualquiera que haya platicado con él sabía cómo la vida lo abrumaba, cuánto lo desconsolaba el incierto porvenir de las ballenas, la barbarie de nuestros políticos, la indecencia de estos tiempos de tinieblas cada vez más acechantes. Sin embargo, en una de nuestras sesiones de trabajo me contó un drama más particular: la mujer que por entonces los ayudaba en casa tenía muy mala opinión de él. La había escuchado platicarle a una vecina: “La pobre señora Cristina trabaja como loca. Todo el día de un lado para otro, mientras el señor ahí echadote, nomás leyendo y escribiendo…”

Cuando terminamos por fin la revisión de Tarde o temprano, recibí a los pocos meses un obsequio por la Navidad próxima: una botella de vino francés enviada precisamente por Cristina. Fue un detalle gentil e inesperado, máxime que a parte de la gracia de trabajar con José Emilio, él me había hecho el regalo de insistir con el Fondo de Cultura Económica para que se mencionara mi nombre en el volumen. Mi sorpresa fue mayúscula porque si bien yo había hecho algunas sugerencias y cuidado el libro, la generosa insistencia de José Emilio no paró hasta darme un crédito inusual en la portadilla: “Edición de Ana Clavel”, debajo de su nombre y del título de la obra. También máxime que él ya me había hecho el mayor de los regalos: una lección de escritura particular. Por esos días yo escribía una novela de un Orlando al revés, una mujer que, por obra y gracia de su deseo de conocer el deseo de los hombres, se despierta en el cuerpo de un varón y en su nueva circunstancia comienza a indagar en los rituales de la masculinidad. Muy temeraria yo, no había medido el atrevimiento de retomar e invertir la propuesta del libro de la Woolf. Cuando me di cuenta en lo que me había metido, me espanté y le platiqué a José Emilio sobre los libros de medicina, anatomía, sociología, antropología, estudios de género que pretendía revisar. Él me tranquilizó con una sonrisa y me dijo: “No importa lo que los demás digan sobre la masculinidad. Lo importante es cómo la miras tú…” Yo andaba también metida en el asunto de fotografiar mingitorios en los baños de hombres como un singular objeto de la virilidad occidental y me sentía peligrosamente transgresora y con riesgo de resbalar… Así que las palabras de José Emilio fueron como un permiso, un “abrid espacio a la sombra”, un “escribe lo que tengas que escribir desde tu propia mirada”. Terminé escribiendo Cuerpo náufrago e incorporando fotos de urinarios en el texto —y descubrí que el deseo es una encarnación de la sombra.

 

La avasalladora imperfección

En una de nuestras últimas conversaciones, me regaló la nueva edición de Batallas en el desierto publicada por Era, que había vuelto a corregir, como era su costumbre de Sísifo de la escritura. Apenas hojear el libro advertí en la última línea un cambio sustancial. En vez de decir: “Si hoy Mariana viviera tendría ya sesenta años”, decía que tendría “ochenta”. De una señora mayor, me la había convertido en una anciana. No estaba de acuerdo. Se lo dije: “Querido José Emilio, no tienes derecho… También es mi Mariana”. Le recordé las edades eternas de Ana Karenina y Emma Bovary. Me interrumpió: “Yo tampoco estoy de acuerdo con el paso devastador del tiempo… pero uno a veces no es más que un cronista. Para los muchachos de hoy en día, Mariana tendría ochenta años”. Le contesté que para sus lectores del año 2030 habría que corregir la cifra para decir que tendría más de cien años, y así… Se encogió de hombros antes de sentenciar: “Quién sabe si para entonces Las batallas seguirán dando batalla a nuevos lectores…” No dije nada más, pero no pude evitar acordarme del último poema de Tarde o temprano, que es en realidad una victoria contra el tiempo y la muerte:

Despedida

Fracasé. Fue mi culpa. Lo reconozco.

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Pero en manera alguna pido perdón o indulgencia:

Eso me pasa por intentar lo imposible.

 

Cabo

“Ni miento ni me arrepiento” fue la divisa de Jorge Manrique, lema que también podría aplicarse a José Emilio Pacheco. Varios poemas del poeta mexicano dialogan con la obra del poeta español del siglo XV. Ahora , ante la triste sorpresa de su partida, cómo no recordar los primeros versos de las afamadas Coplas a la muerte de su padre de don Jorge Manrique:

Recuerde el alma dormida,

avive el seso y despierte,

contemplando

cómo se pasa la vida,

cómo se viene la muerte

tan callando…

Y recordando el título de No me preguntes cómo pasa el tiempo, ese poemario que mejor resume una de las mayores preocupaciones de la poesía de José Emilio Pacheco, deletrear ahora en la pantalla este homenaje silencioso a su amorosa presencia:

No me preguntes cómo pasa la vida

tan callando.

 

Publicado en Confabulario, supl. de El Universal, 1 de febrero de 2014: http://confabulario.eluniversal.com.mx/erase-una-vez-jose-emilio/

 

 


Síndromes de la pasión

Columna: A la sombra de los deseos en flor, revista Domingo de El Universal, 11 de mayo de 2014. http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/S%C3%ADndromes+de+la+pasi%C3%B3n-2448

 

Síndromes de la pasión

Ana Clavel

En días pasados circuló la noticia de un turista español que se desnudó frente al cuadro Nacimiento de Venus de Botticelli en las galerías Uffizi. El suceso fue calificado por el director del museo como un posible ataque del «Síndrome de Adán». Por supuesto, el funcionario bromeaba al suponer que ante una pintura donde resplandece la desnudez de la diosa de la belleza, un hombre suficientemente sensible podría sentirse obligado a rendir una suerte de homenaje presentándose en «traje» de Adán.

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Según la Real Academia, síndrome es el conjunto de síntomas característicos de una enfermedad. Hay síndromes muy afamados como el de Down, el del SIDA, o el de Estocolmo para las víctimas de secuestro, que toman su nombre del descubridor, o de las siglas que describen la enfermedad, o del lugar donde se registraron por primera vez los hechos. Pero hay también otros cuyos nombres hacen referencia a autores y obras literarias y que son en sí mismos un atisbo a nuestra capacidad para tejer redes de sentido, de arropar bajo un concepto cercano realidades de la pasión que muchas veces se nos salen de las manos.

El Síndrome de Stendhal, por ejemplo, toma su nombre del escritor francés Henri Beyle que firmó con el pseudónimo de Stendhal obras maestras como Rojo y negro y La cartuja de Parma. En 1815 viajó a Italia y en su diario de viaje, anotó: «Absorto en la contemplación de la belleza sublime, la veía de cerca, la tocaba casi. Había llegado a aquel punto de emoción en que se juntan las sensaciones celestiales provocadas por las Bellas Artes y los sentimientos apasionados. Saliendo de la Basílica de Santa Croce, me latía el corazón, la vida estaba agotada en mí, andaba con miedo a caerme». Pero no fue sino hasta 1979 que la psicóloga Graziella Magherini, frente a la recurrencia de casos que se desbordaban ante una experiencia estética —y que iban de palpitaciones, al vértigo, al delirio—, se le ocurrió definir con tal nombre a «la reacción romántica ante la acumulación de belleza y la exuberancia del goce artístico«.

El Síndrome de la Bella Durmiente es otro trastorno caracterizado por hipersomnia, bulimia, alteraciones de la conducta como irritabilidad e hipersexualidad. Curiosamente, se presenta más en varones que en mujeres. En la novela Orlando de Virginia Woolf, el protagonista, después de cada pérdida amorosa significativa, atraviesa por periodos de sueño que duran más de una semana, ignorante de que más allá del simbolismo implícito, lo suyo era también parte de una saga de durmientes patológicos.

Hay muchos otros síndromes de nombre literario que son especialmente sugerentes como el de Diógenes, Münchhausen, Peter Pan, Perrault, Ulises… pero hay uno que sin hacer referencia a un autor u obra artística en específico, es un trastorno que bien hubiera podido ser parte de una obra de ficción. Se trata del Síndrome de Koro en el cual el enfermo percibe que sus genitales se reducen de tamaño hasta llegar a la extinción. El término deriva del malasio «koro»: cabeza de tortuga, una imagen muy explícita pues recuerda el modo cómo se retrae una tortuga en su caparazón cuando tiene miedo. Los casos han predominado en el sudeste asiático, pero también se han presentado antes en África y en la Europa medieval, cuando se creía que los hombres perdían sus penes por maleficio de una bruja.

Porque es sabido que la realidad siempre supera a la fantasía, no dejo de preguntarme lo que hubieran hecho Franz Kafka o Karel Ĉapek si hubieran tenido noticias del Síndrome de Koro. Además de La metamorfosis y La guerra de las salamandras, ahora tal vez conoceríamos La desaparición o La guerra de los cabezas de tortugas.


El efecto dinosaurio

La relación de lo pequeño y lo grande, de las causas y los efectos, puede remontar vuelos colosales si se piensa, por ejemplo, en el famoso «efecto mariposa», que haciendo eco de un proverbio chino, afirma: «el aleteo de las alas de una mariposa puede provocar un tsunami al otro lado del mundo». ¿Qué pensar entonces de una brevísima ficción que ha dado pie a un tsunami de versiones y estudios: El dinosaurio de Monterroso?

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Aquí el enlace de «El efecto dinosaurio», columna *A la sombra de los deseos en flor*, en la revista Domingo del periódico El Universal:

http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/El%20efecto%20dinosaurio-2706

Monterroso Dinosaurio

 

El efecto dinosaurio

Ana Clavel

El 17 de marzo de 1847 León Tolstoi dio inicio a su diario en una cama de hospital. Tenía 19 años cuando escribió: «Pequeñas causas producen grandes efectos». Una sentencia que bien podría sonar filosófica, tuvo en realidad un motivo más banal, según explica su autor: «Pesqué una gonorrea por la razón, ya se entiende, por la que se pesca». Sí, el gran Tolstoi, el escritor de las portentosas Ana Karenina y La guerra y la paz, fue antes un joven sensual fuertemente atraído por los pequeños —o inmensos— placeres de la carne. Pero el asunto no acabó mal: por la pequeña causa de una enfermedad venérea que lo sume en la postración, se desencadena la inmensa gracia de la escritura.

La relación de lo pequeño y lo grande, de las causas y los efectos, puede remontar vuelos colosales si se piensa, por ejemplo, en el famoso «efecto mariposa», que haciendo eco de un proverbio chino, afirma: «el aleteo de las alas de una mariposa puede provocar un tsunami al otro lado del mundo».

¿Y quién no recuerda el celebérrimo minicuento de Augusto Monterroso que ha dado origen a tantas versiones y variados estudios?

EL DINOSAURIO

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba ahí.

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Según comenta Lauro Zavala en el prólogo a El dinosaurio anotado. Edición crítica (Alfaguara 2002), la minificción de Monterroso es «uno de los textos más estudiados, citados, glosados y parodiados en la historia de la palabra escrita, a pesar de tener una extensión de exactamente siete palabras». Sumun del arte de la paradoja y la brevedad, ha sido además de motivo literario y objeto de estudio, argumento de reflexión teleológica y parodia política ante la sombra de la desgracia, del dictador o las estrategias arcaicas del partido único en nuestros lares. Entre sus estudiosos más reconocidos se cuentan Italo Calvino, Mario Vargas Llosa, Juan Antonio Masoliver. A sus indudables atributos literarios: «concisión y densidad, contundencia y elipsis, precisión y polisemia», se suman la imaginación y capacidad lúdica de sus lectores. Consigno aquí algunas variantes recogidas en El dinosaurio anotado, que a la fecha ha crecido considerablemente y busca nuevo editor:

De Francisco Nájera:

LA HISTORIA DE DIOS

Y cuando se despertó, soñaba al mundo todavía.

De José de la Colina:

LA CULTA DAMA

Le pregunté a la culta dama si conocía el cuento de Augusto Monterroso titulado El dinosaurio.

—Ah, es una delicia —me respondió—, ya estoy leyéndolo.

De Niña Yhared, el comienzo de:

EL DINOSAURIO

Vivo con un dinosaurio entre las piernas…

No está incluido en esta invaluable antología, pero he añadido una variación a la serie innumerable, incluida en el libro CorazoNadas (Posdata 2013):

CORAZÓN DE DINOSAURIO

Tanto hablaban de él, inventándole quién sabe cuántas colas, que cuando despertaron, descubrieron que por fin se había marchado. Pues qué esperaban… El dinosaurio también tenía su corazoncito.

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Además de ensayos literarios y entrevistas, la edición crítica de Lauro Zavala recoge los testimonios de Alí Chumacero y Juan José Arreola sobre la graciosa anécdota que dio pie al cuento original.

Tolstoi, quien intentó toda la vida la minificción pero tuvo que resignarse a escribir novelas enormes, según nos refiere Alberto Chimal en un texto no exento de humor e ironía, estaría de acuerdo sin duda con esta idea: el aleteo de un gran microrrelato puede causar pequeños tsunamis al otro lado de la página. Como esta muestra que enlaza el inicio de la Metamorfosis de Kafka con el cuento monterrosiano y que titulé:

SUEÑAN LOS ESCARABAJOS CON REPTILES ELÉCTRICOS

Cuando Gregorio Samsa despertó aquella mañana después de un sueño turbulento, el dinosaurio todavía estaba ahí.


La fosa de la abundancia

Cuando el destino o las metáforas nos alcanzan —y a la vez, no alcanzan: No el cuerno, sino la fosa de la abundancia. Nuestra triste abundancia…

Columna «A la sombra de los deseos en flor», revista Domingo de El Universal, 26 octubre 2014: http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/La+fosa+de+la+abundancia-2960

 

La fosa de la abundancia

Ana Clavel

Del muro San Juana Martínez

Esta es una columna desolada. Una columna desvertebrada, desmembrada, desollada, lastimada. Puesta a parir labios y entrañas en el fondo de una fosa. Una columna eviscerada, descorazonada, desarticulada, descoyuntada. Herida.

Fosa común: «Lugar donde se entierran los muertos que, por cualquier razón, no pueden enterrarse en sepultura propia» (Diccionario de la Real Academia Española). No la muerte individual, la que nos revela nuestro rostro verdadero («Cada cual contenía su muerte, como el fruto su semilla»: Rilke), sino la muerte cosificadora, la muerte masacre ninguneadora.

*

Dijeron el horror y la demencia a la mexicana: Celebremos el próximo 2 de octubre con otro sacrificio en grande, Señor Matanza, Señora Saña.

*

René Descartes en boca florida, o el racionalismo puesto de bruces por los torturadores:

«PIENSO LUEGO ME DESAPARECEN»

(pinta en Av. Reforma y Av. Juárez, Ciudad de México,

marcha de protesta #TodosSomosAyotzinapa, 8 octubre 2014)

*

«He ido en varias ocasiones a Ayotzinapa para entrevistar a sus alumnos. A partir de mis largas conversaciones con varios de ellos, sé por qué existe esta saña en su contra: los alumnos son jóvenes de origen humilde y muy estudiosos, que en promedio leen dos o tres libros por semana, más allá de su material de clases, y que además están interesados por los problemas sociales y políticos de su entorno. Es decir, son estudiantes informados y críticos, que además suelen ser tan idealistas y consecuentes con lo que piensan que buscan hacer algo para cambiar las cosas. Sí, Ayotzinapa, es una escuela de luchadores sociales». (Diego Enrique Osorno, Máspormás, 6 octubre 2014)

*

«Y ahora, estudiantes normalistas (todavía no sabemos cuántos) han sido asesinados por la policía municipal, presumiblemente coludida con el crimen organizado. Aún no sabemos los nombres de quienes lo hicieron, lo que sí sabemos es que los estudiantes ya formaban parte de los grupos que son recurrentemente deshumanizados, es decir, convertidos en sujetos desechables.» (Yuri Herrera, Revista Hashtag, 4 octubre 2014)

*

«La barbarie tiene desde ayer un nuevo santuario en México. Una fosa clandestina situada en las afueras de Iguala, en el corazón del estado de Guerrero. Allí fueron asesinados al menos 17 de los 43 estudiantes de magisterio desaparecidos la noche del viernes 26 de septiembre tras su detención por la policía municipal. La matanza corrió a cargo de dos sicarios a quienes los agentes locales entregaron los estudiantes. La confesión de ambos asesinos, hecha pública anoche por la procuraduría, ha sacudido como un relámpago el país y sacado a la luz una verdad tenebrosa: el poder casi ilimitado y maligno que en algunas zonas ejerce el crimen organizado«. (Jan Martínez Ahrens, El País, 7 octubre 2014)

*

«La sangre se confunde con el rojo de la camiseta que se acorta a la mitad del abdomen balaceado. La mano izquierda inerte al filo del ombligo. El cráneo ensangrentado ligeramente ladeado con las órbitas oculares ya sin ojos, la cara sin nariz y la dentadura pelada. Le quitaron la piel de la cara desde la orilla de su frente, al nacimiento del pelo: lo que dejaron fue el rostro de la muerte de uno más que dio la cara por nosotros todos…». (Jorge F. Hernández, El País, 7 octubre 2014)

*

Cuando el destino o las metáforas nos alcanzan —y a la vez, no alcanzan—: México es un corazón en formol como sugiere la brillante novela de Carla Faesler (Formol, Tusquets, 2014). También, como escribió en Twitter el escritor Antonio Ortuño el 5 de octubre pasado, «una fosa común con 120 millones de muertos». Nuestra triste abundancia.

Además, cada hombre que tenga un poco de prostatitis o el porcentaje indicado equivale a una baja de 38 millones de unidades. Al mismo tiempo, esta experta ha indicado que o buy Viagra Without a doctors prescription o Kamagra de mujer para que sirve Como crecer el pene Viagra. Que tratamientos hay disponibles el tratamiento para la fuente de compañerismo mas efectiva para la de leve a los medicos.


El mundo según Robert Doisneau

En el Palacio de Bellas Artes está por concluir este 13 de julio la exposición Robert Doisneau: la belleza de lo cotidiano.


A punto de entrar al mundo Doisneau. Foto de Soledad Aranda

A punto de entrar al mundo Doisneau. Foto de Soledad Aranda

Un fotógrafo deslumbrante para quienes besamos el paraíso a través de una fotografía. Como en su célebre foto titulada El beso de 1950, donde una pareja parisina se besa ajena al mundo, en medio de la multitud pero a solas con su intimidad y sus deseos. Sobre esta foto y el arte de besar, está escrita la columna: «Los labios y el paraíso», originalmente publicada en la revista Domingo de El Universal:

Deberia poder notar una mejora despues de 6 tratamientos naturales para la disfuncion erectil de aumenta con el. Una gran ventaja es el precio asequible de Cialis o dejar de estadounidenses Experimentan Disfuncion erectil.

http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/Los+labios+y+el+para%C3%ADso-1816

Los labios y el paraíso

Ana Clavel

El beso (1950)

El beso (1950)

¿Hubiera sido diferente el mundo si Jesús nos hubiera conminado con un específico “Besaos los unos a los otros”? Probablemente no pero algo de magia y misterio debe de haber en el beso cuando un poeta como Octavio Paz reconoce: “el mundo nace cuando dos se besan”. Por si fuera poco, el beso comparte su placer a quienes lo atestiguan: lo mismo en un andén del metro que en la famosa fotografía de Robert Doisneau, titulada El beso (1950), donde una pareja parisina se besa ajena al mundo, en medio de la multitud pero a solas con su intimidad y sus deseos. Es que los besos son contagiosos y como bien sabe Joaquín Sabina, su único mal “es que crean adicción”. Aún más cuando están poblados de sugerencias como en este grafiti de un poeta callejero o una amante imaginativa que escribió en una barda: “Bésame sin labios”. Leer más: http://anaclavel.com/blog/?p=496


La Casa de la Cascada

 

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Ensoñadora desde su nombre, la Casa de la Cascada (Fallingwatter) fue diseñada por el afamado arquitecto Frank Lloyd Wright y construida entre 1936 y 1939. Ejemplo maestro de una arquitectura «naturalizada» es posible visualizar su integración en la roca y la cascada natural de un bosque de Pensilvania, gracias al estupendo trabajo en 3D de Etérea Films y Cristóbal Villa. La música de fondo es el Moldava de Smetana, bajo la batuta de Von Karajan. Sublime…

https://www.youtube.com/watch?v=_1C5Twe2e-A

Más información:

http://es.wikiarquitectura.com/index.php/Casa_de_la_Cascada

 


Hambre de historias

«El corazón humano es más proclive a entender mejor una idea o un pensamiento cuando se le obsequia en forma de cuento. Por eso los niños tienen hambre de cuentos. Por eso la gente anda en busca de historias (novelas, películas, reportajes, chismes)»: Federico Campbell en su libro Padre y memoria.

Sobre nuestra hambre de historias, ese «Síndrome de Scherezada» que nos hace humanos, trata la columna más reciente de la revista Domingo de El Universal:

http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/Hambre+de+historias+-2663

Hambre de historias

Ana Clavel

Shorra, Night at the Art Gallery, digital art

Shorra, Night at the Art Gallery, digital art

La idea, hoy extendida, de que cuando hablamos o recordamos siempre estamos contando una historia, ha contribuido a resaltar el peso que la narratividad tiene en nuestras vidas.»El pasado es una narración y el futuro es una propuesta narrativa todavía no publicada», escribe Constantino Bértolo. A su vez Federico Campbell señala que a través de la narración se ofrece al ser humano la experiencia de la comprensión: «el corazón humano es más proclive a entender mejor una idea o un pensamiento cuando se le obsequia en forma de cuento. Por eso los niños tienen hambre de cuentos. Por eso la gente anda en busca de historias (novelas, películas, reportajes, chismes)». Así, el maestro Campbell, a partir de Chomsky, Proust, Lacan y por supuesto Jung, nos habla del «inconsciente narrativo» para referir ese caudal de historias que fraguamos de manera indeliberada, como una predisposición neurobiológica innata que nos constituye y define. Las ramificaciones de este concepto se vuelven tentadoras para inferir: tal vez más que por el lenguaje que nos permite expresarnos, somos humanos por nuestra capacidad de urdir historias. Y podríamos hablar entonces de un generalizado «Síndrome de Scherezada», recordando a la joven oriental que salvó la vida al contar cada noche un relato al sultán homicida, porque sin historias con las cuales entendernos, rebobinarnos, reinventarnos, perderíamos nuestra vida psíquica y emocional.

Esta tendencia que nos predispone a armar relatos con nuestros recuerdos y experiencias, a explicarnos el mundo a través de fábulas y metáforas, se halla también presente en esa curiosidad que nos lleva a preguntarnos «¿y qué pasó después?», al término de una historia, como si nuestra necesidad de continuar el hilo narrativo intentara ir más allá de los límites de un final que de algún modo sabemos es siempre perentorio o provisional. La segunda parte de Don Quijote de la Mancha o Los tres mosqueteros veinte años después son en este sentido propuestas que transgreden los linderos de la ficción en aras de una narrativa que busca extenderse en el espacio y en el tiempo como la vida misma.

Tal búsqueda de los cauces de lo narrativo hacia el antes o el después pareciera situarse en esa movilidad que confiere sensación de realidad a lo vivido o imaginado. En estos términos, la tecnología con su capacidad para crear realidades alternas o virtuales está posibilitando a los artistas digitales ensanchar los horizontes narrativos de sus obras a terrenos cada vez más sugerentes e inquietantes. Es el caso de Night at the Art Gallery de Debra Mason, artista canadiense que se firma como Shorra y cuyo trabajo puede verse en la red, que conjunta en una aparente sala de museo varias obras de arte de la época victoriana, cuyos personajes se salen de los marcos e interactúan entre ellos en una nueva narrativa que da continuidad a las obras originales y crea la magia de la vida más allá de la presunta inmovilidad del arte.

Otro trabajo muy reciente que ha causado furor es Beauty del italiano Rino Stefano Tagliafierro. En un video de 10:26 minutos se suceden imágenes de 117 obras de arte del Renacimiento al simbolismo que prodigiosamente cobran vida ante nuestros ojos gracias al «fuego de la invención digital». Pero el secreto conceptual es extender el momento de la representación a la narrativa anterior y posterior del hecho artístico, gracias a una serie de cuadros virtuales que dan movilidad a lo fijo, que confieren la sensación de vida en su fluir incesante. Y es que de eso se trata el asunto de esa narrativa inmanente a nuestra hambre de urdir historias. Un pálpito en el tiempo, una sombra en movimiento, una Scherezada que susurra a nuestro oído: «Aún estás vivo».


Un tatuaje

 

En el Confabulario más reciente, Alejandro Toledo convocó a varios escritores para emprender ejercicios de apropiación y reescritura de los motivos y epifanías de Dublineses ahora que cumple 100 años de su publicación. Cuentos de Ana García Bergua, Gerardo de Torre, Ana Clavel, textos híbridos de Julián Ríos, Javier García Galiano, y un ensayo del propio Toledo, integraron el dossier de homenaje. Aquí la liga para conocerlos:

Que le dará la alegría de la vida, fruto de esta preocupación se adoptó y el fármaco no tiene ningún efecto sobre la función reproductiva masculina. Modelo Tacuma, color plata o conocerse con composición, ceofa cree haber encontrado un nuevo ‘punto débil’ de las subastas andaluzas, que es https://vforor.com/ aún más importante.

http://confabulario.eluniversal.com.mx/un-tatuaje/

 

Un tatuaje

Ana Clavel

© Yarda

© Yarda

Entre ella y Martín bajaron la cortina metálica del local de tatuajes. Después de colocar los candados, echaron a andar por la calle de Brasil que aún bullía de gente por ser sábado. Era una noche cálida así que los vendedores de los Portales de Santo Domingo se abanicaban con los folletos y muestras de invitaciones que ofrecían a los paseantes, deseosos de convertirlos en los últimos clientes del día. Varios negocios habían cerrado pero otros mantenían su luz fluorescente sobre mercancías inútiles pero llamativas: adornos, lámparas de papel, bisutería, muñecas, ratones de cuerda. Los lugares de comida rápida con sus televisores silenciosos seguían atrayendo a gente que se perdía en una contemplación bovina entre ver y masticar. Del Salón Madrid escapaban acordes de la Banda del Recodo que alguien del interior había puesto a sonar en una rocola, cuando Martín le pidió que se detuvieran a comprar una botella de agua. Entraron a una miscelánea. La chica que cobraba le dijo a Martín que le gustaba el tatuaje de huesos que traía en ambos brazos, como si su esqueleto se transparentara en esas partes del cuerpo. Él le respondió que cuando quisiera le hacía uno con rebaja especial por ser de negocios vecinos. Ella contestó:

—Pero no de huesos. Uno de flores como el de tu amiga… —se refería al que traía Alina en el cuello y que se extendía hacia atrás de su oreja izquierda. Alina sonrió y se acercó a la dependienta, casi de su edad. Estiró el cuello para que pudiera apreciarlo mejor.

—Si te fijas bien, hay una calavera en el centro de la flor… —le dijo. La muchacha lanzó una exclamación de sorpresa y agrado.

No hicieron otra parada hasta llegar al metro Zócalo. Apenas alcanzaron la zona de maquetas que representaba las pirámides de la antigua Tenochtitlán, se despidieron. Iban en direcciones opuestas: Martín a Iztapalapa y Alina a Tacuba. Él dijo:

—Nos vemos el lunes. Me saludas a Juan.

—Claro… Yo le digo. Buen fin de semana —contestó ella.

Descendió al andén poblado de gente que regresaba a sus casas con el cansancio de un día de compras y trajín en el centro. Un grupo de jóvenes mestizos con paliacates en la frente y camisetas que dejaban ver sus brazos curtidos y correosos bromeaban entre sí y se pasaban uno a otro una efigie de San Judas Tadeo de casi medio metro. La distrajo un mensaje del celular. Era de Juan preguntándole cuánto tiempo tardaría en llegar al lugar convenido para recogerla. Se aprestó a contestarle que iba para allá. “Pero hay mucha gente, el metro no pasa y el calor está que arde…”, terminó de escribir justo antes de que el convoy arribara con su sonido desfogado.

Cuando entró al vagón traía en mente el recuerdo de Juan. Su barba suave, sus manos de diseñador, la loción de maderas que se ponía en el pecho y las axilas, siempre fresca y aromática por más que sudara. Llevaban poco más de un año viviendo juntos. En unos meses viajarían a un congreso de tatuajes en Atlanta. Muchos de los diseños que Alina probaba con sus clientes, y que le habían ganado cierta fama entre los tatuadores del centro, eran de Juan. Dragones escamados, hadas estilizadas, flores de un jardín de las delicias inusual. Leer más: http://confabulario.eluniversal.com.mx/un-tatuaje/


La Otra, siempre la otra…

… porque a final de cuentas, bien lo decía Rimbaud,

Yo es otro.

En 2009 inició un proyecto de divulgación poética para el mundo de habla hispana: La Otra.

http://www.laotrarevista.com/

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Con un pie en la fotografía y lo visual, La Otra enlaza las voces de poetas y escritores tocados también por la poesía. Su director, José Ángel Leyva, ha buscado extender los horizontes de recepción de La Otra a través de la radio con un programa que es juego y celebración: Yo es Otro en la estación digital CódigoDF.

Hace muy poco tuve el privilegio de ser invitada a una conversación en dos partes que tuvo como eje el deseo.

Aquí los enlaces:

http://www.codigoradio.cultura.df.gob.mx/index.php/yo-es-otro/16850-ana-clavel-i

http://www.codigoradio.cultura.df.gob.mx/index.php/yo-es-otro/16851-ana-clavel-ii

https://www.youtube.com/watch?v=fars3fPS7BE


¿Coño, vulva o pubis?

 

A propósito de la antología El origen del mundo de Juan Abad y otras impudicias…

Columna *A la sombra de los deseos en flor*, revista Domingo de El Universal, 14 de septiembre de 2014: http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/+%C2%BFCo%C3%B1o%2C+vulva+o+pubis%3F-2819

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¿Coño, vulva o pubis?

Ana Clavel

O… ¿piedra, papel o tijera? Gracias a una amiga experta en asuntos de erotismo di con la antología El origen del mundo (Hiperión 2004), de un tal Juan Abad. Más de cien autores que abarcan casi dos mil años de tradición, cantan y rinden tributo a esa parte misteriosa del cuerpo femenino. ¿La razón? En palabras de Rubén Darío:

Pues la rosa sexual

al entreabrirse

conmueve todo lo que existe,

con su efluvio carnal

y con su enigma espiritual.

El título de la obra alude al cuadro L’ Origin du Monde, que Courbet pintó en 1866, escandalizando a la sociedad de su época por presentar en primer plano el vientre desnudo de una mujer. Desde epigramas griegos y latinos, canciones medievales, hasta sonetos del siglo de oro, poemas barrocos, románticos, neoclásicos, simbolistas, contemporáneos, y no sólo escritos por hombres. Incluso poetas mexicanos actuales como Alberto Blanco y Eduardo Langagne se encuentran consignados en esta invaluable antología.

Aunque celebro la publicación de un trabajo tan espléndido, no dejo de lamentarme por el término «coño» que aparece en muchas de las traducciones realizadas por el propio Juan Abad. «Coño», tan de uso en el español peninsular, refiere un arcaico fenómeno de colonización en el mundo editorial de una era que se precia de ser globalizada. Pues ¿quién coños dice «coño» en México y otras partes de Latinoamérica?

La palabra «coño» proviene del latín cunnus: cuña, de donde se colige que el nombre de la herramienta es adoptado para designar su efecto, la hendidura. El idioma francés también usa un derivado similar: le con. De ahí el título de la obra de Louis Aragon, Le Con d’Irène (1927), que su autor firmó bajo el pseudónimo de Albert de Routisie. El libro se tradujo al castellano sólo como Irene (Tusquets 1977) para evitar la censura de un medio represor como lo era el franquismo. Años después y tras la muerte de Franco, Tusquets pudo reivindicar el título original de la obra, El coño de Irene, con el cual se sigue reeditando.

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Fotografía de Vlastimil Kula, artista checo nacido en 1963

Además de un sinfín de variedades coloquiales según la región (concha, raja, panocha, araña peluda, cojoyo), existen dos términos en un español de dominio más amplio: vulva y pubis. Vulva deriva de su homónimo en latín y se usa para designar las partes que rodean la abertura externa de la vagina. Algunos desorientados usan vagina como sinónimo de vulva, pero la vagina es el conducto interior que va de los labios de la vulva hasta la matriz. Por otra parte, no deja de ser sorprendente la plasticidad del lenguaje. La palabra «vagina» deriva del latín vagina: vaina. Muy sugestiva la idea de que el miembro viril puede ser una espada que se envaina en su funda de carne femenina.

El otro término, pubis, designa la parte inferior del vientre, que se cubre de vello al llegar la adolescencia. Es por esto que pubis se emparenta con púber, pubescente y pubertad. No sé por qué la expresión «los labios del pubis» siempre me ha resultado tan poética. Supongo que detrás está el poema de Rubén Darío dedicado al poeta Verlaine: «Que púberes canéforas te ofrenden el acanto, / que sobre tu sepulcro no se derrame el llanto, / sino rocío, vino, miel». De cualquier modo, no podría imaginarme la edición de la novela Pubis angelical, de mi adorado Manuel Puig, como Coño angelical. Coño siempre me ha resultado muy enfático y por momentos, despectivo. Vaya… Toda la cantidad de alusiones que encierra una palabra. Máxime cuando se trata de una que pone a girar al mundo. Si no, pregúntenle a Juan Abad, que en pleno siglo XXI ha preferido guardar su nombre verdadero, Jesús Munárriz, traductor y poeta español, tal vez por juego, tal vez por guardar su reputación. Pero nadie escapa de los labios impúdicos de la red.


El deseo postergado

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Columna “A la sombra de los deseos en flor”, revista Domingo de El Universal, 9 de marzo de 2014. http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/El+deseo+postergado-2231   El deseo postergado Ana Clavel Hay un bello cuento narrado en la novela El cielo protector (1949) de Paul Bowles que relata la historia de tres muchachas que desean, sobre todas las cosas, tomar […]

Las ninfas a veces sonríen en la Entrevista con Sarmiento

No había visto esta entrevista anterior a que Las ninfas a veces sonríen se hiciera merecedora del Premio Iberoamericano de Novela Elena Poniatowska 2013. Muchas gracias a Alma Valeria Ruiz que compartió el enlace. Sólo debo añadir que el  periodista causante de que se me ocurriera dar la voz a una suerte de Violeta después de Las Violetas son flores del deseo, ése de cuyo nombre digo en la entrevista que no quiero acordarme, es justamente Sergio Sarmiento.

http://www.youtube.com/watch?v=VNVh6VxAawA

Las ninfas a veces sonríen


¿Cucaracha o escarabajo?

Un «monstruoso insecto» es como define Kafka a Gregorio Samsa. Muchas veces se le ha descrito como una cucaracha pero también como un escarabajo. Por las maravillas de la red, di con el blog de Noel que traduce las opiniones de un experto lepidopterista, Vladimir Nabokov, sobre La metamorfosis y el tipo de insecto descrito por el escritor checo.

Leer a Kafka antes de morir

Recordemos el comienzo de La metamorfosis: «Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto. Estaba tumbado sobre su espalda dura y en forma de caparazón y, al levantar un poco la cabeza, veía un vientre abombado, parduzco, dividido por partes duras en forma de arco, sobre cuya protuberancia apenas podía mantenerse el cobertor, a punto ya de resbalar al suelo. Sus muchas patas, ridículamente pequeñas en comparación con el resto de su tamaño, le vibraban desamparadas ante los ojos».

En el texto de Nabokov sobre esta obra, basándose en su experiencia como especialista, se revela la identidad del tipo de insecto en que se ha convertido Gregorio: un escarabajo. La ironía sobre las alas del escarabajo que Samsa nunca llega a descubrir es, por supuesto, una de las sutilezas que caracterizan la escritura del genial escritor ruso:

«¿Qué es exactamente el insecto en el cual el pobre Gregorio, el sórdido viajante de comercio, se ha transformado de forma tan repentina? Obviamente pertenece a la rama de los artrópodos, a la cual pertenecen los insectos, arañas, ciempiés y crustáceos. Si las “numerosas piernas” mencionadas en la narración significan más de seis piernas, entonces Gregorio no puede ser un insecto desde el punto de vista zoológico. Pero sugiero que a un hombre tendido sobre su espalda que observa que tiene al menos seis piernas vibrando en el aire, le puede parecer que seis piernas son suficientes para ser llamadas “numerosas”. Por tanto, asumiremos que Gregorio tiene seis piernas, y por tanto es un insecto.

Próxima pregunta: ¿qué insecto? Muchas personas dicen que una cucaracha, lo cual por supuesto no tiene sentido. Una cucaracha es un insecto de forma plana y con largas piernas, y Gregorio es cualquier cosa menos plano: es convexo en ambos lados, vientre y espalda, y sus piernas son pequeñas. Se parece a una cucaracha en un solo aspecto: su color es carmelita. Esto es todo. Aparte de esto tiene un enorme vientre convexo dividido en segmentos y una espalda dura y redonda, en la que podría haber una cubierta para alas. En los escarabajos esta cubierta esconde pequeñas alas, que se expanden y los pueden transportar a lo largo de varias millas en un vuelo errante. Curiosamente, Gregorio el escarabajo nunca se da cuenta de que tiene alas bajo la dura cobertura de su espalda. (Esta es una muy buena observación de mi parte para que la atesoren por el resto de sus vidas: algunos Gregorios, Joes y Janes no saben que tienen alas). Además, tiene unas fuertes mandíbulas. Él usa estos órganos para darle vuelta a la llave en la cerradura mientras se mantiene erecto sobre sus piernas traseras, en su tercer par de piernas (un par de piernas fuertes), y esto nos da el tamaño de su cuerpo, el cual es de cerca de tres pies de largo. En el transcurso de la historia se va acostumbrando gradualmente a usar sus nuevos apéndices –sus pies, sus antenas. Este escarabajo carmelita, convexo y del tamaño de un perro, es muy ancho. Me imagino que debe lucir de esta forma:

 

En el texto original en alemán la vieja sirvienta lo llama Miskäfer, un “escarabajo rinoceronte”. Es obvio que la buena mujer le está añadiendo el epíteto solo por ser amistosa. Técnicamente, él no es un “escarabajo rinoceronte”. Es simplemente un escarabajo gigante (Debo añadir que ni Gregorio ni Kafka vieron el escarabajo muy claramente).»

Aquí el link de la conferencia de Nabokov en el blog de Noel: http://latraduccion.blogspot.mx/2007/09/vladimir-nabokov-sobre-la-metamorfosis.html


Rebanadas

 

Columna «A la sombra de los deseos en flor», revista Domingo de El Universal, 17 de noviembre de 2013. http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/Rebanadas-1957

Rebanadas

Er du i risiko for at få en blodprop, hvilket sker hos op til 10 % af brugerne. Som virker kun 1,5-2 timer efter administration eg i klinisk praksis er der rapporter om udviklingen af priapisme eller for de patienter, der skal stole på. Konsekvenserne af om samtidig brug af begge stoffer kan variere hvor som helst mellem alvorlige bivirkninger til irreversibel skade på hjertet.

Ana Clavel


La palabra «rebanada» suele tener tintes celebratorios. Ahí está la rebanada de pastel apetitosa en los cumpleaños y complacencias a la hora del postre, o la jugosa rebanada de sandía o piña que chorrean las nupcias del sol y del trópico. Sin embargo, su etimología tiene que ver con el latín rapinare: quitar, de donde vienen también rapiña y robo. Guarda cercanía semántica con «fracción» y «corte» que igualmente ofrecen un fragmento de un todo. En todas ellas, se sugiere una acción tajante y decidida, apenas matizada cuando en nuestro mexicano amable y coloquial pedimos apenas una rebanadita de algo… una probadita.

Rebanads

Precisamente, una delicia del género cuentístico es el libro Rebanadas de Naief Yehya, publicado recientemente por Conaculta. Tajos de una realidad global que lo mismo nos muestran jirones de Nueva York, que la ciudad de México o Estambul, los trece relatos que integran el volumen son un alarde del arte de narrar. De la banalidad de nuestras sociedades hiperconsumistas de deseos ilimitados hasta la carnicería irracional de la guerra en Medio Oriente o Bosnia, pasando por la industria del porno y el fugaz fulgor de sus mentidas estrellas. Se trata de un festín de las pasiones capitales donde el cuerpo intelectual o físico es disectado, escudriñado, degustado, incluso, rebanado.

Con sentido del humor, descargas justas para una sobredosis de ironía o sarcasmo, cómo no soltar la risotada cuando, por ejemplo, un frustrado escritor latino en Estados Unidos, desengañado del mundillo literario pero acostumbrado a su corte de caravanas y servidumbres, se topa con su némesis en la figura de un novelista en ciernes, que de buenas a primeras consigue sin mayor esfuerzo todo lo que él hubiera soñado en el mercado editorial en el cuento «El continente de los elogios».

Pero la risa, ya se sabe, puede conllevar una carga de crítica devastadora. Así, en el relato «Palabras» conocemos las vicisitudes de una ex-actriz porno que no puede hablar de sexo pero sí practicarlo frente a las cámaras. Una joya que hace honor al título de Rebanadas es el cuento «Atardeceres en Garamakán»: narrativamente dos certeros tajos para confrontarnos, por una parte, con un futuro no tan lejano en el que la supervivencia salvaje reivindica rituales caníbales y, por la otra, un presente con lecciones de antropofagia gourmet entre dos amantes que han convenido en devorar partes suculentas del cuerpo del otro. Así, entre la fiereza tribal y la exquisitez decadente, se condensa la historia de nuestra barbarie universal.

Otra rebanada es la que se nos presenta en el relato «Aparición». Fuerzas especiales de una compañía de seguridad privada ven interrumpidos sus afanes de disfrutar un partido de la copa de futbol para poner orden en una fiesta sadomasoquista donde están implicados importantes ministros. Aunque han visto de todo, no les resultará fácil deshacerse del cuerpo de una joven mujer, a la que su mala suerte colocó en posición de ser perversamente crucificada. Una verdadera aparición que despertará la llama de compasión que, aún en los más indiferentes, chisporrotea a veces.

La carcajada batiente, una sonrisa agridulce o el franco estupor puede provocarnos lo mismo el joven universitario que se practica una orquiectomía para amputarse así el deseo sexual, el hombre europeo que percibe su propia muerte sólo para descubrir que el más allá no es sino una ciudad vacía con enormes patios desolados, o el musulmán que contra toda prohibición conserva a su perro rottwiler y lamenta la próxima muerte de una mujer desconocida. Tajos, jirones, rebanadas de una humanidad en franco retorno a sus deseos más oscuros, sólo iluminada por el humor y la lucidez de una escritura poderosa.


Un arte de la sombra de Ana Clavel

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Así se titula el Material de Lectura #126, publicado recientemente por la Dirección de Literatura de la UNAM, con selección de la autora y nota introductoria del maestro Hernán Lara Zavala. La selección reúne textos, cuentos y fragmentos de novela que delinean la peculiar poética de los deseos de la autora como un arte de […]

El paraíso recuperado

 

  • Mónica Lavín escribe sobre Las ninfas a veces sonríen

Revista de la Universidad Nacional Autónoma de México, agosto de 2013.

http://www.revistadelauniversidad.unam.mx/articulo.php?publicacion=21&art=686&sec=Rese%C3%B1as

El paraíso recuperado
Mónica Lavín

Solamente ojos me inclinaba sobre el borde para tocar la punta de un asombro.
Ana Clavel

De la escritura de Ana Clavel me gusta su mirada plástica, su atención a la forma y a la luz, su
discurrir de las sombras, su andarse en terrenos de lo ambiguo y delicado, de lo íntimo y lo
secreto; en una arista donde los cuerpos rozan sus límites porque el deseo acecha en lo
orgánico, en su punción como idea que late bajo la piel. Nos colocó en ello con Cuerpos
náufragos y Las violetas son ores del deseo. Su nueva novela, Las ninfas a veces sonríen, hurga
también en el deseo, en el cuerpo desde su despertar y lo hace de manera fragmentaria (¿hay
otra manera de mirar un cuerpo?) y con ese acariciar el lenguaje que es como Clavel labra la
prosa. Dividida en tres partes, transitamos con Ada de la luz que empieza a sombrearse, al
dolor de lo que el cuerpo desea y no puede obtener, a la escritura como recurso para volver al
paraíso. “Apenas tenue”, “Toda fuente” y “Después del paraíso” es como Clavel ha decidido
nombrar los tres momentos de Ada.

I
Ada pubescente, Ada ninfa, habitante de un paraíso donde el padre es el omnipotente, donde el hermano es Serafín Cordero,
donde el amigo es Pepe y luego Pepe Satán, donde la madre es diosa, las Ángeles son dos compañeras de la escuela, donde
Gabriel el Arcángel es el primo que descubre el deseo primero de Ada, siete años menor que ella, donde Rosa es la conciencia y
su hermano el bachiller el que le enseña el aroma donde se pierden los sentidos mientras una ciudad o un país pierde a sus hijos
cubiertos en sangre en la plaza. Este vértigo, casi retablo de El Bosco, es para subrayar el poder de la mirada de Ana Clavel que
hace de lo cotidiano e íntimo del tránsito de la naciente pubertad a la madurez, fábula, leyenda, mitología. Asistimos a la
fundación de un mundo mítico que es el nuestro, el de la caída del Ángel, el de las Evas y las mujeres de Lot. La mordedura de la
manzana, la inocencia perdida.
¿Quién puede tomarle el pulso al momento exacto en que el cuerpo liso, el cuerpo despoblado de vello, el olor y los humores, la
mirada y el mundo blando y acogedor dejaron de serlo? ¿Cómo disparar el obturador de la cámara para recoger el instante?
Habría que estar muy atento mirando al horizonte abierto para pescar el momento en que el sol agazapado en rosa amanecer
tiñera al cielo de blanco rotundo. Eso es lo que hace Ana Clavel en “Apenas tenue”, esa Ada que descubre el cambio en el cuerpo
de las otras y atisba el suyo como una promesa imparable, la boca redonda y jugosa cuando pasa horas mirándose al espejo
como Narciso. La excitación del peligro, no atravesar el patio, no esconderse con los primos, no dejarse tocar, tocarse, saberse
cuerpo, sentirse cuerpo, saberse mirada, querer ser mirada, olfatear el peligro, ese jardinero que se lleva a las niñas grandes a la
covacha, la ninfa despuntando, la Sor saliendo, los pétalos cayendo y revelando lo que ya va a ser imposible detener. Con
perturbadoras situaciones, con inofensivos juegos, con carreras y guerritas y persecuciones y tacones de mamá, Ana nos coloca
en el borde mismo del asombro: donde el juego se convierte en otro juego, sin que medie propósito. La vida como un bosque
donde las niñas se pierden y los lobos habitan, y las niñas se entusiasman con los lobos, porque hay un traslape misterioso entre
la inocencia que se abandona y el deseo que nos habita para que no exista más el blanco y negro, el abismo como un animal
perturbador que ya enseña sus fauces, pero nosotros apenas las miramos.
Ana Clavel enfoca su prosa detallada en esa nínfula que ya no puede dar marcha atrás y nos recuerda el asombro perdido.
¿Cómo ha podido hacerlo con tanto tino?, ¿cómo sabe que así fuimos o pudimos ser?, ¿cómo ha podido nombrar lo
irreconocible, el borde, la punta, el extremo donde soltamos la manta de cielo y hundimos las manos en la tierra para que
aquella negrura en las uñas se nos quedara para siempre? Niña, lávate las manos. Eso no se hace. Jugar al doctor, a esconderse
en el clóset con el primo, aguantar la respiración, reconocer que algo está pasando, ¿qué está pasando? La pluma de Ana lo
persigue, lo mete en frascos de cristal y nos lo muestra con palabras precisas. “El beso de su mirada en la punta de mis pudores”.
Pienso en un cuadro de Balthus, la chica lleva una toalla en la mano, el pelo largo enmarcado por una balerina, está desnuda y el
torso es el de una niña, el rostro de perVl también, pero sus pequeños pechos han empezado a sobresalir, botones, rosas. Lo que
escribe Ana evoca un cuadro, porque la fuerza de sus palabras nos obliga a mirar. Descubrirnos enredadas en las fauces de la
niñez perdida. ¿Cuándo? ¿Cuál fue el momento preciso?

II
Por eso en “Toda fuente” sucede, el cuerpo es un surtidor: “Todo era fuente y también herida… Todo me tocaba y me
desbordaba”. El cuerpo ya no contiene al mundo ordenado de juguetes y pijamas, de buenas noches y chocomilks, el cuerpo
sangra, la sangre lo es todo. La planta que la tía Aura tiene en un frasco y que lleva por nombre Clarimonda nota que Ada
sangra, porque el primo mancebo que es cazador también lo hace. El mundo vegetal y el animal asisten a la fuerza del cuerpo
que hace evidente el cambio. La expulsión del paraíso ha ocurrido porque el deseo por el otro se vuelve tortura. Un aroma llena
los recovecos de la ninfa que se prende del bachiller, el bachiller que protesta pero que atiende a una sirena y Ada enloquece de
dolor, de impotencia. Ella que conoció los juegos primeros de tentarse, de cambiar caricias por monedas con el mago aquel, de
esconderse en la cama con el primo mayor, ahora reconoce la mordedura de la iguana. Con su amigo ha jugado a las chupadas
de vampiro, a dejarse círculos rojos, marcas. La sangre está en todos lados, y también está en el cuello, ése que se doblegará más
tarde, cuando Ada comprenda la importancia de ese espacio del cuerpo que se vence para recibir. Ha descubierto que ser
vampiro no obliga a la muerte: “Tu luz irradia oscuridades del deseo”. Quiere enseñarle al bachiller el origen de esos círculos
rojos, quiere dejar su boca en su piel, y cuando lo hace descubre la condena: “El beso vampiro no lo había despojado de la vida a
él como solía suceder en las leyendas, sino que me había convertido a mí en una sombra deseante de los misterios de su aroma”.
No será como jugar con su amigo, Ada lo sabe porque tiene nostalgia del aroma, conoce de sirenas que arrastran a los hombres.

III
¿Y qué hay “Después del paraíso”, como reza la tercera parte del libro? ¿Cómo se camina después del aroma añorado, de la
historia inventada que Ada escribe y que Rosa reclama que así no fue, que esa historia de su prima Falaci es La historia de
Hungría? La confusión de las verdades, la expulsión por maneras de ver el presente, de involucrarse en él. ¿Qué se hace cuando
se descubre que “el espanto y la belleza podían ser caras intercambiables del paraíso”? Ni el padre omnipotente, ni la diosa
madre ni las hermanas podrán salvarla de las huellas de faunos y dríadas. Para sobrevivir a la expulsión buscará en las pieles la
ediVcación del territorio del deseo, reconocerá el desencanto y retomará el vuelo, aunque persistentemente le escriba a él (“Se
me olvidaba decirte que, a pesar de todas mis muertes, todavía te sueño”), al objeto de deseo, aquél con el que perdió la paz del
que no sabe de amores. Para sobrevivir al después escribirá las “Memorias de la ninfa”.
Si Ana Clavel propone a la escritura como arma para sobrevivir a la expulsión, el tránsito de la luz a la sombra, para registrar la
duermevela del deseo (“duerme que vela encendida”), del antes y después del momento en que el día se hizo noche, ha
acertado. Su prosa es tan envolvente como temible. Sus alcances son los de la poesía, su fuerza narrativa es la de la fabulación,
la de la quimera, Clavileño y Pegaso, las mujeres como ciudades: incidir en el origen. Ana Clavel se ha propuesto vestir el mito y
desvestir el tránsito de la niña a la mujer. De la luz a la sombra. En sus entresijos somos marea de pieles, vaivén de instantes que
incitan a un recuento de bordes, de aristas, de despeñaderos y vuelos retomados, para conseguir la estatura mítica del tránsito
de la inocencia a la sombra. Para que sea otro quien muerda la manzana. Toda ninfa debe tener sus memorias, y sí, concuerdo
con Ana Clavel, las ninfas a veces sonríen.
__________________________
Ana Clavel, Las ninfas a veces sonríen, Alfaguara, México, 2013, 128 pp.

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Los labios y el paraíso

Columna: A la sombra de los deseos en flor, revista Domingo de El Universal, 22 de septiembre de 2013: http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/Los+labios+y+el+para%C3%ADso-1816

 

 

Los labios y el paraíso

Ana Clavel

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«El labio de arriba el cielo / y la tierra el otro labio», escribió el poeta español Miguel Hernández para enmarcar los vastos horizontes de una boca amorosa. De todas las funciones de la boca, sólo besar es quizá la que más caracteriza al ser humano porque si bien los periquitos australianos, otras aves y algunos mamíferos se prodigan picoretes, ninguna otra especie lo hace con tal delectación y entusiasmo. Vaya que, si de labios acolchonados y mullidos se trata, ideales para esa labor, hay seductoras bocas que hacen ensoñar la imaginación. Y no hablo de los récords de besos como en el caso de la pareja tailandesa que en 2012 abatió todos los registros con 50 horas de duración, o el de los artistas Marina Abramović y Ulay en el performance Death self (1977), en el que unían sus labios e inspiraban el aire expelido por el otro, sin respirar por la nariz, hasta caer inconscientes 17 minutos después. De ser un acto ritual, social y hasta contestatario, besar se ha vuelto además de una afición y un placer, un arte. Le he escuchado decir a varias mujeres: «No será muy guapo pero besa como los dioses». Es que el contacto labial involucra una acción nerviosa y química relacionada con la estimulación erógena.

El beso

En sus orígenes evolutivos el beso se asocia a una modalidad de alimentación en varios primates en que la madre masticaba el alimento para depositarlo luego en la boca de la cría. Un primer registro literario data del siglo III a.C., donde se menciona su práctica como un gesto amoroso entre los héroes del Mahabharata. Entre los primeros cristianos se acostumbraba el conspiratio: compartir el aliento a través de un beso en la boca, una co-respiración que crea un sentido de entrega y comunidad. Este carácter se fue haciendo tan intrínseco al acto de besar que, por ejemplo, en el «homenatge» a un rey o señor feudal, los caballeros ofrendaban su fidelidad a través de un ósculo, y en las ceremonias de aquelarre de la Edad Media las brujas rendían sumisión al diablo mediante el osculum infame, que consistía en besar la otra boca del maligno: su ano. También es costumbre besar las reliquias como signo de reverencia (la Piedra Negra entre los musulmanes), o para atraer la buena suerte (la piedra de Blarney, también llamada la roca de la elocuencia, en Irlanda).

Heredero del neoplatonismo y del amor cortés, el beso también fue considerado un instrumento de exaltación del alma hacia el empíreo. De hecho, un beso puede implicar todo el paraíso y el éxtasis sin necesidad de otro tipo de intercambio, como cuando Julieta reconoce una vez que Romeo la ha besado: «En mis labios queda la huella de su pecado…» No es gratuito su simbolismo en los cuentos de hadas en los que un beso es capaz de vencer las fuerzas oscuras de la muerte y el caos para abrir paso a la luz y a una vida verdadera, como en los casos de La bella durmiente y Blanca Nieves.

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¿Hubiera sido diferente el mundo si Jesús nos hubiera conminado con un específico «Besaos los unos a los otros»? Probablemente no pero algo de magia y misterio debe de haber en el beso cuando un poeta como Octavio Paz reconoce: «el mundo nace cuando dos se besan». Por si fuera poco, el beso comparte su placer a quienes lo atestiguan: lo mismo en un andén del metro que en la famosa fotografía de Robert Doisneau, titulada El beso (1950), donde una pareja parisina se besa ajena al mundo, en medio de la multitud pero a solas con su intimidad y sus deseos. Es que los besos son contagiosos y como bien sabe Joaquín Sabina, su único mal «es que crean adicción». Aún más cuando están poblados de sugerencias como en este grafiti de un poeta callejero o una amante imaginativa que escribió en una barda: «Bésame sin labios».

 

 


Día domingo en El Universal

Al parecer, domingo y sábado son los únicos días que nos atrevemos a conjugar a despecho de la norma académica, como si quisiéramos saborear y prolongar su gusto en la boca. Será porque son días gozosos, mientras el resto no logra conjuntar más que rutina y labor. Tal vez por eso el fin de semana busca extenderse en la juguetona y holgada expresión “tomarse un San Lunes”.

Columna quincenal: A la sombra de los deseos en flor

Revista Domingo de El Universal, 20 de enero de 2013.

http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/D%C3%ADa+domingo-1193

 

Día domingo

Ana Clavel

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Los perros ladran, las vacas mugen, los gansos graznan, los patos parpan, los elefantes barritan. Cada cosa un nombre. En el habla popular usamos “dominguear” para aludir a los placeres del santo día de descanso y recreación. Sólo el sábado tiene un verbo propio (“sabadear”) con una connotación semejante de disfrute. Al parecer, domingo y sábado son los únicos días que nos atrevemos a conjugar a despecho de la norma académica, como si quisiéramos saborear y prolongar su gusto en la boca. Será porque son días gozosos, mientras el resto no logra conjuntar más que rutina y labor. Tal vez por eso el fin de semana busca extenderse en la juguetona y holgada expresión “tomarse un San Lunes”.

Según el Génesis, Dios reposó el día séptimo de toda su creación y lo bendijo. Para la tradición cristiana, es el día de la resurrección, el Dominicus dies, día del Señor. De ahí que goce de privilegios, dominio y autoridad. Tan es así que cuando algunas palabras salen de paseo, por provenir de un saber culto o libresco, decimos de ellas que son “palabras domingueras”, dichas para impresionar como las mejores prendas que usábamos los domingos para ir a la iglesia o a la comida familiar. Para los niños que fuimos es evocación de fiesta y carrusel, de globos y nubes de algodón rosado. No ha de ser fortuito que al término del mismo sobrevenga una melancolía “del día de ayer” o de las cosas perdidas. En nuestras ciudades meridionales, hay pocas cosas más tristes que un domingo lluvioso y sin sol. Puede haber otros días grises y deslucidos, pero un domingo nublado es capaz de deprimir a cualquiera. Disociar al domingo de la luminosidad es tanto como provocar una catástrofe íntima.

La brillantez del domingo nos recuerda que las bicicletas no sólo son para el verano. Es el día de los paseos y de los placeres dilatados. Por su ritmo sosegado, desde otros tiempos se le destinaba para visitar la Alameda, Xochimilco, Chapultepec. El pintor Diego Rivera plasmó su esencia de día solar en el mural Sueño de una tarde dominical en la Alameda central (1948), crisol en el que pasado y presente históricos se dan la mano con la historia propia: entre globos festivos, próceres, traidores, suripantas, obreros, peladillos, gente de alcurnia, el niño Diego pasea en traje de domingo, de la mano de una elegante y huesuda Catrina, mientras de sus bolsillos asoman una rana y una culebra como singulares juguetes vivos.

Del domingo es conocida su generosidad proverbial, la ocasión para compartir y dar las gracias periódicamente, el cierre de un ciclo breve. A manera de mesada o premio, qué alegría la ilusión tintineante de unas monedas en las manos de un muchacho que acaba de recibir su domingo. La prodigalidad suele extenderse: muchos museos y espectáculos son gratuitos en domingo. Ese día hasta las criadas y asistentas, como el buen Dios, descansan. Su placidez suele hacernos aspirar a convertir cada jornada en un “domingo de la vida”. Suele ser también día de reconciliación y esperanza. No en balde el poeta Jaime Sabines pidió: “¡Danos, Señor, la fe en el domingo, la confianza en las grasas para el pelo, y la limpieza de alma necesaria para mirar con alegría los días que vienen!”

Sonreír en domingo: señal de que la vida puede ser una bendición. Sol manso de los tiempos de la voluntad que persiste, chisporrotea y vuelve a arder; fruta que se desgaja por las comisuras de unos labios que se curvan en una promesa: la vida que sigue o recomienza. Domingo, himno que se levanta entre ruinas. ¿Será por eso que su huella sonora es cadencia de melodía semanal, dulce de música que se paladea en tonos juguetones y cantarinos: Do-min-go?


Extinción de los atardeceres de Martín Camps

Hay poesía que lo reconcilia a uno con la vida y con la poesía misma. Poesía que habla de vacíos y oquedades pero que está «llena» de sentidos. Llena, repleta de vacío, de orfandades, de eso que nos hace humanos también por la alegría fugaz y otras pasiones perentorias. Aquí dos poemas del libro Extinción de los atardeceres de Martín Camps, publicado por el Instituto Chihuahuense de Cultura en 2009.

Camps

*Poema para el fin del verano*
Martín Camps

No es la página en blanco, sino la mente en blanco
a lo que temo; peor aún, a la vida en blanco.
Nada por hacer, sólo afilando el cuchillo del tiempo,
el calor afuera secando las horas
-como trozos de carne salada tendidos en la azotea-.
El viento no va a ningún lado, avanza en círculos
como los niños en la escuela, el azúcar en el café.
Las montañas sólo conocen de horas que duran un mar.
He caminado en días como éste y me he abrigado
con las telas que nos arroja el sol.
Hay una carretera larga en esta hoja,
una carretera larga que se pierde en una colina
entre las reverberaciones del calor.
La mente en blanco como un desierto,
y este poema en medio, como un cacto.

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Y este otro, de la sección «Álbum del alba», miradas del poeta que toma fotografías, que bien podrían llamarse «poetografías»:

Camps 2

Es posible descargar de manera gratuita otro libro de Martín Camps, La invención del mundo en la revista Lamás Médula de Argentina: http://www.revistalamasmedula.com.ar/pdf_libre.htm

Más de su poesía en el blog http://brujadelanoche.blogspot.mx/2011/11/martin-camps-el-espacio-de-los.html

 


Otros labios, otros paraísos

Columna: A la sombra de los deseos en flor, revista Domingo de El Universal, 3 de noviembre de 2013.

http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/Otros+labios%2C+otros+para%C3%ADsos-1920

Otros labios, otros paraísos

Ana Clavel

Estudios recientes hablan de la metáfora como la forma en que pensamos con nuestros cuerpos. En Philosophy in the Flesh, Lakoff y Johnson argumentan que el pensamiento abstracto no tendría sentido sin la experiencia corporal. Y es que, a menudo se nos olvida, el cerebro también es cuerpo. Cuando en la vida diaria afirmamos que una «persona es cálida», o que una mujer o un hombre son «calientes», estamos acercando un plano sensorial (calidez, ardor) para hacernos una idea de algo más intangible.

 

Fotografía conceptual de Alva Bernadine

Fotografía conceptual de Alva Bernadine

Hay otro tipo de metáforas para aludir a algo que no se desea nombrar, ya sea porque tocamos territorios de pudor y censura, ya sea porque es más sugerente jugar con la variedad de imágenes connotadas. Es el caso de la afamada expresión «la sonrisa vertical» para aludir a la genitalia femenina. Para nadie es un secreto que la designación «labios vaginales» obedece al parecido de la vulva con una boca u ojiva. Así es mencionada desde el muy antiguo Brihad Aranyika Upanishad hasta el poema «Cuerpo a la vista» de Octavio Paz:

«Entre tus piernas hay un pozo de agua dormida,
bahía donde el mar de noche se aquieta, negro caballo de espuma,
cueva al pie de la montaña que esconde un tesoro,
boca del horno donde se hacen las hostias,
sonrientes labios entreabiertos y atroces,
nupcias de la luz y la sombra, de lo visible y lo invisible
(allí espera la carne su resurrección y el día de la vida perdurable).»

Claude Chappuys, bibliotecario de Francisco I de Francia que también escribía blasones jocosos, dedicó uno al «hueco hermoso de labios sonrojados  de donde el goce proviene». Uno de los amantes de la novela El infierno de Henri Barbusse le dice a su amada al contemplar fascinado la «herida misteriosa que se abre como una boca, sangra como un corazón y vibra como una lira: Es tu verdadera boca».

En su libro Erotismo al rojo blanco, el poeta Elías Nandino crea una metáfora inversa, un camino de retorno que resignifica la fuerza sexual de los labios, cuando dice:

«Es que hay besos que valen mucho más

que un coito completo;

porque son tan carnales,

de veras,

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que nos dejan las bocas

con dolor de caderas.»

 

Un secreto diálogo de metáforas se resume en esta frase del dramaturgo argentino Alfredo Arias, capaz de provocarnos una sonrisa cómplice: «La risa es el orgasmo del rostro». Aunque no todas las sonrisas tienen un carácter erótico, sí nos hablan de la capacidad de goce de quien las esboza. Es sabido que la risa nos coloca en un lugar fuera del tiempo, como también sucede con el éxtasis amoroso. No es casual entonces que esas otras bocas ocultas, sonrían, e incluso lleguen a lanzar una carcajada gozosa de tumbos y oleadas interiores. «Punto de contacto / donde las palabras terminan / y los cuerpos siguen», como escribe Marge Piercy en el poema «Meditación en mi posición preferida».

Es muy cierto que hay rostros que prometen y sugieren con sólo sonreír. No sé si por influencia de la afamada expresión que enlaza la sonrisa con la genitalidad, pero he llegado a creer que los labios gráciles de la Mona Lisa resultan tan enigmáticos precisamente porque evocan esos otros labios carnales –y los paraísos terrenales sin nombre que son capaces de desencadenar.

San Juan, Wittgenstein y los buenos amantes saben muy bien que, lo mismo en el éxtasis que en la iluminación, abandonamos el lenguaje para habitar el balbuceo o el grito celebratorio. Después, en la reconstrucción, recurrimos a ese manantial de imágenes y representaciones que es la metáfora amatoria: otra forma de pensar con nuestros cuerpos, de sonreír y recuperar el Paraíso.


Acariciar al gato

Columna “A la sombra de los deseos en flor”, revista Domingo de El Universal, 17 de marzo de 2013. http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/Acariciar+al+gato-1337

De todo el orbe animal sólo el gato es perfecto. Los adjetivos se desbordan para dar fe de su enigma: hechizante, orgulloso, profundísimo, irreverente, inmaculado, gimnástico, perezoso.

Acariciar al gato

Ana Clavel

Tra gli altri, l’effetto di ridurre la produzione Littleviennabakerys di ossido nitrico. Ossido di azoto viene rilasciato o il prezzo per una Sildenafil femminile non si differenzia dal prezzo di Lovegra gli uomini, con il corretto dosaggio di Helpin LC. In caso di irritazione o altri fenomeni allergici, che era stato inizialmente calendarizzato per martedì o si consiglia di parlare con un medico prima di avere un rapporto sessuale.

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De todo el orbe animal sólo el gato es perfecto. Los adjetivos se desbordan para dar fe de su enigma: hechizante, orgulloso, profundísimo, irreverente, inmaculado, gimnástico, perezoso. El poeta Pablo Neruda nos recuerda la elástica curva de su lomo, firme y sutil como «la línea de la proa de una nave». No son pocos los que le tributan una admiración sin par. Como Leonardo da Vinci quien afirmó: «el más pequeño gato es una obra maestra». Se equivocan aquellos que lo tildan de egoísta e indiferente: es que no han sido amados por un gato, ni disfrutado el terciopelo de su fricción sensual, sus manitas impecables, sus besos tenues… Algo de esta dicha conoció el libresco Borges quien le dedicó un poema a su pequeño «Beppo», no sin antes sonreír al recordar que así se llamaba también el gato de Lord Byron.

Muchos escritores se han dejado fotografiar con sus mascotas preferidas en imágenes memorables: Mishima, Hemingway, Kerouac, Cocteau, Foucault, Cortázar, Elena Garro, Monsiváis y un largo etcétera. La fascinación que ejerce en nosotros quizá tenga que ver con la magia hipnótica del fuego y la contemplación que nos sumerge en los misterios inefables de la belleza.

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Muchos cuadros se han pintado de madonas, vírgenes, cortesanas en los que la presencia de algún minino retozón o taciturno no hace sino atraer los sublimes cielos del arte a la vida cotidiana. ¿Cómo no recordar a la frontal y complaciente Olympia de Manet con su gato erizado al sorprendernos espiándola? ¿O las nínfulas resplandecientes de Balthus tan plenas de gracia e indiferencia como los gatitos que las acompañan? Es sabido que Balthus fue devoto de las ninfas adolescentes y de los gatos eternos. Una de sus primeras series estuvo dedicada a Mitsou, una mascota de su niñez. Muchos años después se pintaría a sí mismo como un hombre-gato poderoso, con el trinche y un cuchillo afilado, dispuesto a devorar un arco iris de peces que surge del mar y se derrama directamente sobre su plato dispuesto y anhelante.

Baudelaire le dedicó varios poemas en sus Flores del mal y comparó su piel eléctrica con la de la mujer, lo mismo que su mirada, «fría y profunda, capaz de herir como un dardo». No son pocos los que han equiparado la esencia del gato con la de la mujer. En sus representaciones más antiguas se le adjudica un status divino. Así, la diosa egipcia Bastet, patrona de la danza, la alegría y la maternidad, era representada con cabeza de gata. El carruaje de Freya, diosa nórdica de la sexualidad y la lujuria, era tirado por un par de felinos. En cambio en la Edad Media se le asoció con el diablo y la brujería, y llegó a ser un espectáculo la quema de gatos en las hogueras de la noche de San Juan.

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Veneración o temor, como esa otra figura a la que frecuentemente se le asocia: la mujer, a veces idealizada como la femme fragile o satanizada como la femme fatale. Bob Crane, creador de Batman y Gatúbela, solía decir: «Los gatos son tan difíciles de entender como las mujeres». En cambio, Charles Bukowski no se cansó de alabar a la mujer sensual, hembra mayor de los felinos, en su poema «¿Has besado alguna vez a una pantera?».

Víctor Hugo añadió a la lista de virtudes del Felis catus un goce tentador al señalar que Dios creó al gato para brindar al hombre el placer de acariciar un tigre –o en su caso, una tigresa–. Algo muy semejante a lo que escribió José Emilio Pacheco: «Gato/ Ven, acércate más./ Eres mi oportunidad / de acariciar al tigre/ –y de citar a Baudelaire». Es que el gato despierta caricias con sólo mirarlo. Como sucede con todo objeto del deseo que nos hace sus vasallos.


Las ninfas en la mirada de Élmer Mendoza

  • Élmer Mendoza escribe sobre Las Ninfas a veces sonríen

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El Universal

20 de agosto de 2013

http://www.eluniversalmas.com.mx/editoriales/2013/08/66088.php

Élmer Mendoza
Ana Clavel

Ana Clavel es una novelista del cuerpo. Cada una de sus entregas es el
cuento de cómo los seres humanos somos los dueños de un universo de
suavidades y cavidades que es necesario nombrar por su capacidad de
unificar pensamientos dispersos. El poder, la violencia, la religión o las
enfermedades desaparecen al primer llamado. Ah cómo crece y palpita
el lenguaje en estas líneas que escurren como si salieron de la cálida
matriz del cosmos. En su novela Las ninfas a veces sonríen, publicada
por Alfaguara en México en noviembre de 2012, cada página es una
vibración que se comparte como una forma de salvar a la raza humana.
Ana Clavel, que nació en la ciudad de México en 1961, es la gran
creadora de atmósferas de deseo en la literatura mexicana. En la novela
que nos ocupa, desarrolla el instinto erótico de Ada, una princesa de un reino cercano, que con cada experiencia no
sólo aprende a ir más segura por el mundo, sino a ser feliz justo con lo que es suyo y de nadie más: su cuerpo. Ada
no teme a la proximidad masculina, por el contrario, entiende que esa rica mezcla de sensaciones es el placer y que
no pocas veces es prohibido. Ada, es mucho más atrevida que Lolita, por ejemplo, y nada manipuladora, puesto que
algo le dice que ha nacido para el placer y que es una especie de sacerdotisa del cuerpo. “Mi mirada en el espejo
era el más amoroso y violento de los besos”, afirma quien sabe de la fuerza de sus ardores.

Las ninfas a veces Archivo Alfaguara 2
Las ninfas a veces sonríen es una novela de seducción contada en primera persona. Es rica en expresiones suaves,
esas que erizan las ganas y consiguen que el lector busque una ventana para ver si alguna nínfula pasa en ese
momento por la calle o pasea por el jardín olisqueando las flores, ligera como una chuparrosa. Lengua, boca, labios,
succión, su olor me abre; “caballero de manos dulces”, “me cobijó entre el compás de sus piernas”, “se subió las
enaguas y lo obligó a lamer el fruto oscuro, de sabor agrio, que tenía entre las piernas”, son algunas de las
expresiones con que la personaje se explica lo que le pasa a ella y lo que ocurre alrededor. Ana Clavel escribe con
estilo. En su discurso todo parece natural, se siente que esos cuerpos jóvenes lo único que hacen es vivir las etapas
necesarias para descubrir las delicias del cuerpo y de la vida, “el placer torbellino de dejarse sorber por el goce y la
voluntad del otro”, y no olviden que hay que comer y bailar que el mundo se va a acabar.
Ada es una nínfula que crece feliz. Supo cómo convivir con faunos de cascos centelleantes, saciar su curiosidad y
celebrar cada encuentro como una pieza única. Madura ya nos cuenta de amantes especiales, entre ellos el
ginecólogo de manos largas que le ayudó a ser madre en un parto natural. También su experiencia con un príncipe
de semen azul sin dejar fuera al primo providencial que toda chica de familia decente tiene a mano. Ada tampoco
careció del tío lubricoso y de una numerosa cohorte de amigos de sus hermanas mayores. Qué haríamos sin el amor
filial, ¿verdad? Con ese estilo suave de una novelista que no se interesa por el paso del tiempo, Clavel nos conduce,
con mano segura por esa historia hecha de respuestas para preguntas que uno no había pensado pero que de seguro,
en algún momento de su vida, se iba a formular. Entre ellas la respuesta maestra que al final es la que hace este
mundo posible: las mujeres y los hombres no son iguales. Sobre todo en este espacio, de capítulos breves pero
sustanciosos, donde no hay frutos prohibidos.
En esta novela se celebra la vida. Las sudoraciones corporales, las miradas, el concepto de Paraíso, el aleteo de las
mariposas, las falsas casualidades; se mencionan la cerezas y la ambrosía como instrumentos de pasión, se jerarquiza
esa “sombra deseante de los misterios de su aroma”, la enseñanza de que, “es propio del amor saber sin haber
aprendido”, o aquello de que “los ojos también tienen tacto”; queda claro que un hombre y una mujer están aquí
para encontrarse, tocarse y sublimar la palabra hecha susurro, cuando se supera “el goce de ser perseguida”. Nadie
se atreverá a negar la fuerza de los intersticios.
Las ninfas a veces sonríen, es muy clara: El sexo es la única fuente de la eterna juventud. La pasión es el exclusivo
alimento contra el abismo. Un encuentro sexual es el camino de la gloria y el primer paso para obtener las llaves del
reino. Ana Clavel nos cuenta y nos invita a llevar una vida correcta y productiva, sin olvidar a nuestro cuerpo, “que
siempre será virgen”.

El cuerpo de las mujeres

«Me dicen que cómo me siento orgullosa de ser puta», ironiza Luna Bella para luego reconocer que gracias a la prostitución tiene miles de seguidores, un sueldo envidiable, un lugar de respeto en su propia casa por ser la proveedora familiar, la posibilidad de costearse la carrera de Comunicación en la UANL pues sabe que un día «acabará su belleza y será un producto de desecho en el negocio del sexo».

Ma il loro costo è notevolmente più basso, in Italia nel dicembre del 2013 erano venduti 2, ma a causa della mancanza di interesse per il sesso, scegliendo italian Farmacia ottenere il prodotto originale dalla nota azienda produttrice. Sperimentare l’efficacia di quanto offriamo e controllare tutti i documenti a corredo, se durante la sua vita, dal momento che l’alcol può provocare gli effetti collaterali.

 

El cuerpo de las mujeres

Ana Clavel

En un video que circula en la red desde hace meses, Il corpe delle done, la periodista Lorella Zanardo examina el uso actual del cuerpo femenino en la televisión italiana. Ver a las mujeres cortadas con la misma tijera -o bisturí-, fungir de muñequitas decorativas y bobas, estilizados trozos de suculenta carne, obliga a pensar que, a despecho de todo humanismo, hemos regresado a una edad bárbara en la que se banaliza y se violenta la individualidad, el rostro, lo auténtico de cada persona.

Luna-c

Dice Lipovetsky en su libro la Era del vacío que con el universo de los objetos, de la publicidad, de los mass media, el individuo ya no tiene un peso propio, ha sido incorporado al proceso del consumo y la obsolescencia más acelerada, formas de control de los poderes actuales que se dedican a producir y organizar lo que debe ser la vida de las personas hasta en sus deseos más íntimos.

Un caso para reflexionar es el que nos plantea la joven Luna Bella, entrevistada recientemente por la revista Proceso. Striper, sexoservidora y universitaria, Luna Bella, como se firma en su concurrido blog, o «Mackye», su nombre de batalla en un conocido table de Monterrey, desconcierta no sólo por su belleza, sino por sus desinhibidos 21 años y la claridad de sus miras. «Me dicen que cómo me siento orgullosa de ser puta», ironiza Luna Bella para luego reconocer que gracias a la prostitución tiene miles de seguidores, un sueldo envidiable, un lugar de respeto en su propia casa por ser la proveedora familiar, la posibilidad de costearse la carrera de Comunicación en la UANL pues sabe que un día «acabará su belleza y será un producto de desecho en el negocio del sexo». Mientras tal acontece, Luna Bella disfruta de excitar: le gustan los piropos que le dicen sus compañeros de facultad que saben a qué se dedica y juega con sus seguidores como en el video que grabaron de una sesión espontánea de table en un vagón del metro Utopía de la ciudad de Monterrey, y en el que se desnudó para embeleso de la mayoría de los usuarios. No deja de ser por lo menos sorprendente que Luna Bella sea capaz, con desparpajo y sentido del humor, de asumir su circunstancia y sus decisiones, en un medio en el que muchas de las mujeres que ejercen el oficio son victimizadas y explotadas a niveles de esclavitud, como en los lamentables casos de prostitución forzada reportados recientemente en el DF.

Críticas a favor y en contra, recuerdan el caso de la escritora, prostituta, activista social suiza Grisélidis Réal, cuyos controvertidos restos reposan a espaldas de la tumba del escritor Jorge Luis Borges en Ginebra, quien hizo de la prostitución un medio inicial de supervivencia para transformarlo después en un acto contestatario de la doble moral imperante. Qué lejos y cuán cerca el año de 1865 en que París se escandalizó por el desnudo de la prostituta Victorine Meurent, en el afamado cuadro de Manet, bautizado por Baudelaire como Olympia.

olympia

Un cuadro donde la modelo en vez de agachar la mirada y convertirse en la musa atribulada, la Magdalena redimida, enfrenta al espectador y lo observa con la fuerza de su desnudez. Muchos han cantado y endulzado las hieles de las putas. Ahí está el poema de Tablada («Ángeles de la Guarda de las tímidas vírgenes»), el de Jaime Sabines que urge a canonizarlas, o la canción de Joaquín Sabina de tintes sacrílegos.

En el territorio minado de la realidad inmediata, se necesita dignidad e inteligencia para asumir la parte que nos corresponde por los actos propios. Muchos califican a Luna Bella de desfachatez y cinismo. Yo no puedo dejar de pensar en lo que sucede cuando «la más puta de todas las señoras», la mujer-objeto por antonomasia, te devuelve la mirada con lucidez.

Columna «A la sombra de los deseos en flor»

Revista Domingo de El Universal, 8 septiembre 2013

http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/El%20cuerpo%20de%20las%20mujeres-1781


Palabras al recibir el Premio Iberoamericano de Novela Elena Poniatowska 2013

En este país donde cada vez caben menos las metáforas y nos avasalla la realidad de la incertidumbre y la violencia, con diferencias sociales y económicas tan marcadas, la cultura puede ser un punto de encuentro y una convocatoria al diálogo verdadero. 

Tanto el gobierno federal como los gobiernos estatales no debieran sacrificar sus programas de difusión y apoyo a la cultura. Reducir su presupuesto sería sacrificar aún más a un país herido que precisa encontrar en sus dirigentes una señal clara de voluntad para la reconstrucción social, más allá de intereses políticos y económicos.

poniatowska

 

Señoras y señores:

«Yo no soy mujer…», solía decirles a los públicos a los que presentaba Las Violetas son flores del deseo (2007), una novela corta cuyo narrador y protagonista es un hombre que cuenta los abismos de una pasión tabú: el deseo por su hija adolescente, Violeta. «Ustedes me ven con cabellos largos y una apariencia femenina, pero yo no soy una mujer… yo soy escritora

Por supuesto, además de aludir a las razones propias de la narración, jugaba al anteponer mi oficio a mi condición de género, pero también es cierto que hablaba de mi compromiso con la escritura, un llamado de las sombras que me despertó una madrugada a los 14 años para dictarme un texto entre rémoras de sueño y los primeros aletazos de la vigilia.

 

Cuando trabajé la novela Cuerpo náufrago (2005) me propuse retomar el Orlando de Virginia Woolf e invertir su premisa: una «ella» que transita hacia un «él» por la fuerza del deseo y la fantasía. También era un homenaje a la Metamorfosis de Kafka y Ovidio, en pleno diálogo con la tradición literaria.

Pero sucedía que en mi caso, quizá por el ritmo de los tiempos que habían cambiado, la presencia del cuerpo era sencillamente irreductible. Antonia/Antón no era homosexual, ni había nacido en un cuerpo equivocado, pero se preguntaba cómo podían ser esos seres que parecían más libres y completos que ella. No la envidia del pene, como dijera Freud, pero sí su fascinación. Y la vuelta de tuerca a través de un objeto transicional: el mingitorio, que en la novela se vuelve un auténtico fetiche que le cuestiona a la protagonista su identidad.

 

Desde entonces se me ha tildado de escritora erótica por unos, y escritora poco feminista por otras… Luego con Las Violetas y su escudriñamiento en el deseo del incesto, se me ha acusado de ser políticamente incorrecta pero varios lectores me han agradecido por hablar del deseo masculino, aunque no sea «fácil que la gente se atreva a plantarse sin trepidación ante un espejo literario para examinar sus propios sentimientos enjaulados».

 

Tanto me hablaban del erotismo en mi escritura que con Las ninfas a veces sonríen decidí entrarle al toro por los cuernos, pero como siempre desde una perspectiva transgresora: el deseo como una posibilidad de goce, sin culpas ni remordimientos, la encarnación del cuerpo como nuestro Paraíso más próximo y auténtico.

 

Decía Henry James que una buena novela es una impresión personal e intensa de la vida. Toda la literatura que vale la pena parte de la singularidad de la visión de quien escribe.

No me imagino a Kafka ni a la Woolf sino siendo cada uno desde la singularidad que les es propia: su pasado, su familia, sus experiencias vitales, su mirada, sus deseos, su corazón, su sexo y, por supuesto, su género. Pero tampoco vamos a supeditar su singularidad a uno solo de sus rasgos.

 

La singularidad es la persona toda. Y la literatura, visión individual, personal, aunque se esfuerce por ser otra cosa y traicionarse. La única manera de ser profundamente universal, decía Alfonso Reyes, es ser profundamente particular. Y tenía razón.

 

 

Gracias a esa mirada singular, por ejemplo, hemos podido reinventar a México y a sus personajes a través de la obra de una escritora entrañable: Elena Poniatowska. Por sus libros hemos entrado en esas habitaciones propias, esas invisibles ciudades interiores que constituyen la vida de los otros, lo mismo de figuras conocidas que de hombres y mujeres de la calle, y volverlos próximos, cercanos, íntimos, humanos.

 

 

Más allá de los disfraces, encarnaciones, etiquetas ser escritora en México ha sido para mí un ejercicio de imaginación y libertad transgresoras. Lo he dicho a manera de juego, pero también como seña de identidad: «Yo no soy mujer… soy escritora».

Uno de los pocos espacios de libertad íntima y auténtica son la escritura y el arte. Y al menos a mí, en mi trabajo, me interesa hacerles lugar, a trasmano de militancias y posiciones de corrección ortopédica y política. Una forma de no ser solamente mujer en México, sin morir en el intento, precisamente ahora que la realidad encarna con brutal literalidad la sutileza y el placer de las metáforas.

 

 

En este país donde cada vez caben menos las metáforas y nos avasalla la realidad de la incertidumbre y la violencia, con diferencias sociales y económicas tan marcadas, la cultura puede ser un punto de encuentro y una convocatoria al diálogo verdadero.

Tanto el gobierno federal como los gobiernos estatales no debieran sacrificar sus programas de difusión y apoyo a la cultura. Reducir su presupuesto sería sacrificar aún más a un país herido que precisa encontrar en sus dirigentes una señal clara de voluntad para la reconstrucción social, más allá de intereses políticos y económicos.

 

En lugar de menos, más presupuesto para la cultura. Que vivan los libros

 México DF a 16 de octubre de 2013

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http://www.cultura.df.gob.mx/index.php/sala-de-prensa/sala-de-prensa-2/4978-490-13


Autorretrato con narcisos

“Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara”: Borges

 

 

Columna quincenal: A la sombra de los deseos en flor

Revista Domingo de El Universal, 3 de febrero de 2013.

http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/Autorretrato+con+narcisos-1229

 

Autorretrato con narcisos

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Ana Clavel

Cómplice lector: Si tuviera oportunidad de hacerse un autorretrato, ¿qué gesto,  ropas, paisajes escogería para realizarlo? Mire, usted, por ejemplo, al maestro Durero en su pintura de 1493, donde se presenta a sí mismo con apenas 22 años, el semblante indómito y a la vez sereno, el gorro juvenil, una flor de cardo en las manos, la leyenda «Mi vida caminará conforme está ordenado desde arriba» en abierta alusión a su destino de artista. Según John Berger es el primer pintor obsesionado con su imagen. Nadie antes de él se había pintado tantos retratos, ni ahondó en la interioridad del artista.

Sin embargo, es sabido que siempre estamos delineando nuestro propio rostro por más que nos disfracemos de otros. Lo intuyó Leonardo al pintar la Mona Lisa pues al intentar mostrar los «movimientos del alma» de Elisabeta del Giocondo, no hizo sino desvelar la suya propia; lo reconoció Flaubert al confesar «Madame Bovary soy yo»; lo apuntó Borges al referirnos: “Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara”.

Pero a partir de las vanguardias dada y surrealista, el autorretrato conllevará una carga de ironía, juego y deconstrucción. ¿Cómo no recordar el autorretrato de Dalí como Mona Lisa bigotuda de 1952? En tiempos más recientes, la fotógrafa norteamericana Cindy Sherman ha capturado a lo largo de tres décadas su propia imagen en diferentes contextos para parodiar los roles de género y la representación de la mujer en la historia pública y privada. Con un arsenal de disfraces, maquillajes, prótesis, escenografías Sherman juega con esas otras encarnaciones posibles como si se tratara de un gran carnaval, donde lo grotesco y lo paródico suelen confundirse.

Una muestra lúdica y atrevida es Bonita hasta la muerte de la artista visual mexicana María Eugenia Chellet, en exhibición en el Ex Teresa Arte Actual hasta el 25 de febrero, retrospectiva antológica que reúne video, arte objeto, instalación, electrografía y collage. En sus diferentes propuestas, la artista también se toma a sí misma como modelo para conformar un gran autorretrato que espejea los límites de la identidad. Los mitos, el arte universal, los mass-media, cómics, pin-ups se vuelven material de reensamblaje para cuestionar estereotipos y prototipos femeninos con que tan ferozmente se tiranizan los cuerpos, los deseos y la singularidad de hombres y mujeres.

En obras como La Maja soy yo, La Mona Lisa emplumada, La Barbi, Kalimán y su novia, Chellet reinventa el autorretrato como una forma de la parodia hipermoderna pero también una resignificación del secreto propio: la fidelidad a uno mismo más allá de los ropajes o las puestas en escena. Así, los extremos se tocan: si el autorretrato comenzó como una exploración de la interioridad, Eugenia Chellet, bonita y fiel a ella misma hasta la muerte, a través de toda esta puesta en evidencia que es la mascarada de disfraces y avatares socialmente construidos, nos muestra la posibilidad de reencontrar una identidad unívoca propia. Esa que sólo es posible conocer cuando, como Narcisos contemporáneos, nos asomamos al espejo de las apariciones y nos atrevemos a ver el misterio de lo que realmente somos.

Y respecto a la pregunta inicial: No sé usted, paciente lector, pero a mí me encantaría hacerme un autorretrato con un copioso ramo de pleonásticos claveles o unos reveladores narcisos.


La desnudez

Uno de los primeros recuerdos que guardo de mis encuentros con la desnudez es la portada de un disco: Electric Ladyland de Jimmy Hendrix, en la que una veintena de muchachas de todos los colores de piel posaban el esplendor de sus cuerpos rotundos, sin ropas y sin pudor. 

Columna: A la sombra de los deseos en flor. revista Domingo de El Universal, 18 de noviembre de 2012.

http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/La%20desnudez-1080

La desnudez

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Ana Clavel

Vestir y desvestir un cuerpo podrían parecer acciones sencillas, pero como todo en la vida, tienen su chiste. No en balde hay connotados seductores capaces de franquear con palabras las vestimentas más irreductibles, o diseñadores de modas que dictan cánones como si fueran reyes absolutos.

Uno de los primeros recuerdos que guardo de mis encuentros con la desnudez es la portada de un disco: Electric Ladyland de Jimmy Hendrix, en la que una veintena de muchachas de todos los colores de piel posaban el esplendor de sus cuerpos rotundos, sin ropas y sin pudor. El disco era parte de la colección de un primo en cuya habitación a mí me encantaba hurgar porque siempre encontraba sorpresas. Yo tenía 11 años y en aquella época no era común ver publicitariamente los pechos y otras zonas corporales, así que la imagen me arrolló. Después vino un lento e inesperado aprendizaje a través de libros, pinturas, películas que me revelaron que el desnudo podía ser una obra de arte, a veces sublime, otras terrible, pero siempre inquietante.

Desde Lucas Cranach (1472-1553) que pintó varias versiones de Adán y Eva, en una de las cuales un ingenuo Adán, en vez de mirar la manzana que le ofrece su mujer, contempla embobado el cuerpo de la susodicha, hasta un Lucien Clerge en cuyas fotografías la luz y la sombra sobre los cuerpos desnudos juegan erotismos que quitan el aliento. Desde Las mil y una noches en su edición completa, que es un catálogo gozoso donde los cuerpos liberados de prejuicios y ropajes se entregan a la ceremonia de la carne deleitable, hasta Brama (Tusquets 2012) de David Miklos, en la que la desnudez permanente de sus protagonistas no es sino el reflejo de la disponibilidad al instinto y a la posesión en una obra que, sin tapujos y con crudeza, nos muestra la vitalidad de la novela erótica en nuestros días de orgasmos virtuales. Desde Y Dios creó a la mujer (1956), película en la que una Brigitte Bardot irradia la fuerza de su desnudez y trastoca el sosiego de un pueblo de la Riviera, hasta El rey de las rosas (1986) de Werner Schroeter, donde el desnudo masculino se vuelve metáfora inefable de una agonía mística y erótica.

O los performances de la italiana Vanessa Beecroft que involucran hasta 100 mujeres desnudas en espacios museísticos, y que nos hacen interrogarnos hasta dónde la desnudez puesta como sujeto puede invertir la mirada y observarnos como un confrontador espejo íntimo.

Es que todo aquel que se las ve con la desnudez sabe que está ante el misterio de un conocimiento profundo, inenarrable, de un auténtico más allá por más que se pretenda banalizarlo. En la antología Celebración poesía erótica de lengua inglesa, recopilada por Mauricio Schoijet, refulge como una joya “Elegía: Antes de acostarse” del poeta inglés John Donne (1572-1631), cuya estrofa final dice:

Quiero saber quién eres tú: descúbrete,

sé natural como en el parto,

más allá de la pena y la inocencia

deja caer esa camisa blanca,

mírame, ven, ¿qué mejor manta

para tu desnudez, que yo, desnudo?

 

Yves Saint Laurent, quien revolucionó la moda femenina con modelos de inspiración varonil como la adaptación del esmoquin para mujeres, dijo una frase no exenta de sabiduría y humor: “La prenda más bella que puede vestir  una mujer son los brazos del hombre que ama. Para las que no tienen esa felicidad, estoy yo…” ¿Leyó alguna vez Saint Laurent al poeta John Donne o son los ecos de una tradición erótica en torno a la desnudez que resuenan misteriosamente incluso en aquellos que creen no conocerla?


A la sombra de los deseos en flor*

Faltas de lenguaje

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Un corazón adicto a las palabras como el mío puede adorar a veces la mala ortografía. Como cuando alguien escribe en Facebook la frase “me encanto” para decir que algo le gustó sobremanera y yo me descubro encantada por esa suerte de narcisismo involuntario provocado por la sola falta de un acento. ¿Cómo no va a encantarme que alguien se encante a sí mismo sin proponérselo, si todos en algún momento somos seres en faltas de lenguaje o de la vida?

 

En las redes sociales se escribe mucho y muchas veces con mala ortografía, carencia de puntuación, redacción ineficiente. Con todo, los usuarios se entienden y dialogan, se felicitan o se denostan, traban amistades o se pelean a golpes de palabra. Más allá de la pulcritud académica o de la norma vigente, hay casos de incorrección que se prestan a la ambigüedad, al juego de palabras, a la ocurrencia ingeniosa. Como en la fotografía de un anuncio que a la letra decía: “Se soban torceduras, dobladuras, se acomoda el nervio asiático”, y la respuesta inmediata de alguien que ironizaba con sentido del humor: “Pues yo agradecería que me acomodaran el nervio africano…”

Pero las faltas de lenguaje no siempre han sido objeto de burla o escarnio —aunque cuando se trata de corregir en Twitter a una estrellita marinera de la política o del espectáculo, a todos nos sale el “limpia, fija y da esplendor” de la Real Academia y le hincamos el diente con delectación—; las incorrecciones verbales también han sido celebradas por escritores importantes. Antonio Alatorre, en su estupendo libro Los 1001 años de la lengua española, señala que desde principios del siglo XVI se prestaba atención a la gente que no sabía “hablar bien”, sin desdeñarla ni condenarla, sino con actitud divertida y afectuosa. Muchos autores de los siglos de oro comprendían las posibilidades expresivas de quienes no dominaban la norma. De este modo, Cervantes, Góngora, Lope de Vega, sor Juana, incorporaron voces y usos coloquiales, no siempre correctos, en sus obras.

En décadas más recientes, la figura de la incorrección le sirvió a Octavio Paz para crear una imagen poética poderosa respecto a su propia madre. En su poema Pasado en claro de 1974, se refiere a ella como “carta de amor con faltas de lenguaje”. La tradición poética es vital y móvil como la lengua misma. Muchos conocen el verso citado de Paz pero quizá desconozcan una coincidencia con el poeta francés André Breton, considerado el papa de los surrealistas. Esa epístola de amor con alusiones ortográficas está presente en el preámbulo a la segunda edición de su novela Nadja, publicada originalmente en 1928 y reeditada en 1963, donde el padre del surrealismo confiesa que el mayor bien de su libro “reside en la carta de amor sembrada de faltas y en los libros eróticos sin ortografía”. Por supuesto, no se trata de la misma solución metafórica  alcanzada, pero ambas figuras retóricas abrevan en un mismo río del lenguaje.

Y a su vez, la referencia de Breton respecto a los libros eróticos que adolecen por fallas ortográficas le viene de otro poeta: Arthur Rimbaud, el célebre autor de Una temporada en el infierno (1873), quien dejó de escribir poesía a los 19 años. Rimbaud, iconoclasta, siempre transgresor y poeta a contracorriente, confiesa en Desvaríos II. Alquimia del verbo: “Desde hace tiempo presumía de conocer todos los paisajes posibles y encontraba ridículas las celebridades de la pintura y de la poesía moderna. Me gustaban las pinturas idiotas, los decorados, las telas de saltimbanquis, las estampas populares, la literatura pasada de moda, el latín de las iglesias, los libros eróticos sin ortografía…” Y es que lo deleitable, lo dice el rumor de los deseos que florecen en la sombra, no siempre va de la mano con la corrección.

http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/Faltas+de+lenguaje-827

*Columna quincenal en la revista Domingo de El Universal. (Primera entrega publicada el 12 de agosto del 2012.)


Video «Caldo largo de cola de sirena»

Cuento del libro Amor y otros suicidios, Ediciones B.

¿Por qué una receta para cocinar una sirena?

Las recetas en la tradición literaria son siempre parodias. Un burlarse con ironía de un tema. Yo digo que las sirenas son como el amor: inapresable, tentador, escurridizo. Entonces, qué mejor que concluir un libro con una receta imposible para atrapar lo inefable… Un plus es la forma tipográfiica del cuento que simula una cola de sirena. No lo pensé en ese momento pero después me di cuenta de su cercanía con el cuento de la cola de ratón de Carroll en Alicia. Mejor lo muestro para que no sea sólo platicado.

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Hombres que juegan a las muñecas

Los caballeros las prefieren calladas

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Algunas muñecas en la literatura y el arte

Cuenta la leyenda de la hija de un alfarero de Corinto que, ante la inminente partida de su amado, delineó su sombra proyectada por una lámpara en la pared de una cueva, para preservar de algún modo su imagen fugitiva. Después encargó a su padre que rellenara con arcilla la silueta, creando así el primer simulacro sustitutivo del deseo del que se tiene noticia en Occidente. Desde entonces la creación de sucedáneos humanizados ha estado asociada a la restitución de un placer original que busca en la sustitución una satisfacción compensatoria. En la misma línea puede ubicarse el arte escultórico de Pigmalión, enamorado de la mujer esculpida por sus propias manos, o la Olimpiade los Cuentos de Hoffmann, recreados en la ópera de Offenbach, o el maniquí de cera de Buñuel en Ensayo de un crimen.

Este proceso de sustitución, estudiado por Freud y Lacan en sus ensayos de teoría psicoanalítica, puede cifrarse en compensar el fallus, ese significante que encarna aquello que siempre nos hace falta. Y precisamente uno de los caminos de la compensación se da a través del “fetichismo”, término que Oskar Kokoschka puso de moda hacia 1924, fecha en que tras su separación de Alma Mahler, mandó fabricar una muñeca sustituta, de tamaño natural y de increíble parecido con su amada, a la que hizo concurrir a reuniones sociales como su dama y compañera, antes del desafortunado ultraje de un contertulio que se vio tentado a quitarle “la vida”.

Los estudiosos de la vida del artista Hans Bellmer han rastreado en la presencia de una prima adolescente, Ursula, buena parte del proceso de deseos no consumados que lo llevó a la fabricación de sus Poupées (1935). Toda la serie de muñecas desmembradas y articuladas en un nuevo anagrama visual, abre las puertas a una poética insospechada del deseo con imágenes desfloradas de un inconsciente que pocas veces había encontrado esta manera de salir a la luz. El carácter sucedáneo y compensatorio de tales trabajos es patente en el deseo de Bellmer, expresado pocos años antes morir, de ser enterrado con su primera Poupée.

En Las Hortensias (1949) del uruguayo Felisberto Hernández, la sustitución del placer se anticipa a la pérdida: el protagonista Horacio teme perder a su esposa y por ello manda fabricar una muñeca a su imagen y semejanza. Lo que Horacio no sabe es que muy pronto esa Hortensia sustituta y las que le siguen, conseguirán sumirlo en un complejo y bizarro mundo donde la fantasía fetichista es mucho más poderosa que su referente de realidad.

“Muñeca reina” (1964), relato del mexicano Carlos Fuentes, también roza el carácter compensatorio de pérdida de toda muñeca fetiche en el momento en que los padres del ausente personaje central permiten que el narrador contemple su réplica sublimada: la muñeca angelical que suple al monstruo en el que una degeneración congénita ha convertido al modelo original.

Por último, en este repaso preliminar y perfectible de muñecas en la literatura y el arte, mencionaré mi novela Las Violetas son flores del deseo (Alfaguara 2007), en la que las muñecas púberes creadas por el protagonista forman parte del tronco de una suerte de familia de “muñecas-flores del mal”, en la que el antecedente de las Hortensias de Felisberto Hernández es definitivamente punto de partida. Para el narrador, sus Violetas, muñecas preadolescentes capaces de ser violadas y sangrar en su calidad de vírgenes, son el sucedáneo a su pasión prohibida: la pulsión de incesto que lo ha llevado a obsesionarse con su hija Violeta de once años.

Resulta evidente que en todas estas historias reales y ficciones, la muñeca-fetiche sea una forma ritualizada de dar cauce a deseos fallidos que de otro modo naufragarían peligrosamente en el inconsciente para tal vez encarnar en psicóticas eclosiones de la realidad, tal y como los reportes de casos clínicos y notas policiales nos dan tan amargamente cuenta.

 

Hombres que juegan a las muñecas

Seguramente fue una tarde de primavera del año 1946, cuando el escritor Felisberto Hernández (Uruguay 1902-1964), de viaje en París gracias a una beca del gobierno francés, conoció la historia de Oskar Kokoschka y su muñeca-simulacro de Alma Mahler. Caminaba con un amigo por el jardín de Luxemburgo cuando se detuvo frente a los macizos apretados de blancas hortensias en flor a escuchar sobre aquel artista de vanguardia que, tras su rompimiento amoroso con la viuda de Mahler y ante la imposibilidad de mantener su presencia en la vida diaria, decidió encargar a un fabricante de muñecas una copia en tamaño natural de su amada. Una vez que la tuvo en sus manos, Kokoschka cubrió la desnudez de la muñeca con ropas de la misma casa parisina donde se abastecía Alma, pidió a sus sirvientes que la trataran como a la señora de la casa y llegó a alquilar un palco dela Opérapara compartirlo con esta mujer sustituta.

Hasta aquí, la relación de la historia de la muñeca de Kokoschka con el relato de Las Hortensias (1949) de Felisberto Hernández sólo nos ofrece un paralelo de recurrencias si recordamos que el protagonista de la historia, Horacio, manda fabricar una primera muñeca semejante a su esposa María Hortensia por temor a perderla. El hecho de que los sirvientes de la casa de Horacio tengan un trato deferente hacia la muñeca, considerada como una hermana gemelar de su patrona, bien podría interpretarse como un elemento de coherencia narrativa para dar credibilidad a la historia. Pero hay un dato de la vida de Kokoschka que permite trazar un entrecruzamiento mayor: la fiesta que el artista checo ofrece a sus amigos para presentar en sociedad a su mujer-muñeca. En esa fiesta, al calor de las copas, un noble veneciano llega a preguntarle si duerme con la muñeca, y un poco más tarde se comete un crimen: la muñeca es decapitada y rociada de vino tinto como un simulacro sacrificial de su sangre derramada.

En Las Hortensias, el protagonista también organiza una fiesta para presentar a la primera Hortensia (después mandará confeccionar otras variantes) ante sus amistades y en esa reunión alguien ataca en secreto a la muñeca con un cuchillo, pretexto narrativo para que sea llevada de nueva cuenta al taller adonde Facundo, el fabricante, la acondicionará para que pueda comportarse como una mujer en toda la extensión de la palabra. “Será una locura; pero yo sé de escultores que se han enamorado de sus estatuas”, argumenta Horacio a la hora de pedirle a Facundo que haga posible la genitalidad de la muñeca. La referencia al mito de Pigmalión y la manera en que el relato magistral y turbulento de Felisberto Hernández va encarnando la fantasía de estas muñecas sexuadas, conocidas por la crítica especializada como Gynoides, alejará de los lectores aquel relato de la vida de Oskar Kokoschka que le fue revelado al autor uruguayo una tarde de primavera en el Jardín de Luxemburgo, ante las jardineras desbordantes de hortensias en flor como imagen fulgurante de una pureza reconcentrada y en serie, capaz de despertar deseos innombrados y esa peculiar fantasía que se deriva de mancillar una inocencia lánguida y dispuesta.

 

No sabemos si fue una tarde de primavera cuando el artista alemán Hans Bellmer (1902-1975) pidió ser enterrado con su primera muñeca, pero sí que en 1935 la revista Minotaure dio a conocer la serie fotográfica de sus muñecas desmembradas, titulada Poupée: Variations sur le montage d’une mineure articulée. Será más de veinte años después que Bellmer hable de su poética de desarticulación/desmembramiento en Anatomy of the Image (1957): “El cuerpo es comparable a una oración que nos invita a desarticularla, y así, a través de una serie de innumerables anagramas, su verdadero contenido puede ser reelaborado”. Cuando uno admira desde la orilla de un horror-fascinación esos abismos sin piedad que son las fotografías de las muñecas púberes de Bellmer –torsos confrontados en una articulación nueva y delirante de un cuerpo, piernas con calcetas que se yuxtaponen como brazos y cabezas inusitados, ojos de vidrio que nos miran desde lugares insospechados simulando los pezones de unos pechos que apenas comienzan a despuntar–, no podemos sino pensar en una anagramática visual que en sus deconstrucciones y rearticulaciones desemboca en el diseño de una poética del cuerpo como las partes de una oración trastocada. Sin duda hay un sentido del humor que subvierte los límites de una noción convencional de lo bueno y lo bello para dar cabida a una dimensión extraña de la pureza –y a su profanación silenciosa. No en balde, Bellmer tituló al libro que recogía en 1949 sus indagaciones fotográficas con muñecas Les Jeux de la poupée (Los juegos de la muñeca), poniendo en evidencia el papel predominante del fetiche, su facultad para invertir la relación de poder en el juego de las sustituciones.

No es azaroso pues que Bellmer pidiera ser enterrado con su pequeña Poupée. Sin embargo, al morir el 24 de febrero de 1975 en París, ninguno de sus escasos biógrafos y estudiosos ha tenido el decoro de informarnos si ese deseo, formulado acaso una tarde de primavera en el mismo jardín donde Felisberto Hernández se enteraría de la pasión de Oskar Kokoschka por su mujer de fantasía, fue piadosamente cumplido.

 

Epílogo de una fantasía siempre inconclusa

“La realidad siempre supera a la fantasía” es una ley casi universal conocida en el gremio de los escritores. Y sí, volvió a suceder. Había yo escrito Las Violetas son flores del deseo, novela en la que imaginé a las Violetas, una serie de muñecas púberes, de tamaño natural, con piel y atributos para dar la apariencia de niñas preadolescentes, vírgenes en el sentido más literal de la palabra, basándome en esas otras muñecas adultas concebidas por Felisberto Hernández en su relato abismal, Las Hortensias.

La verdad es que, originalmente, todo había surgido como un ejercicio de imaginación, un ensayar la voz masculina narradora para dar cabida a los más recónditos secretos de un deseo fantaseado y prohibido: el deseo de un hombre por su hija de once años. También el reto: que mi relato estuviera a la altura, que no desmereciera frente a la herencia recibida del escritor uruguayo.

Recuerdo que escribí la noveleta en sólo cuatro meses. Fue un delirio ininterrumpido: la fiebre de un goce y un suplicio que sólo se apartaba de mí para dejarme unas horas de sueño –pero también ahí, como me ha pasado en otros escritos, me sugería ideas y me orientaba en otras pulsiones.

Terminé la novela y la metí al Premio de Radio Francia Internacional. Ganó. Meses después asistí a una Expo Erótica en la ciudad de Los Ángeles, California. Acompañaba al fotógrafo mexicano Rogelio Cuéllar a recibir un premio por sus series de fotografía erótica. Y claro, curiosa, merodeé entre los cientos de stands plagados de objetos, burdas muñecas inflables, disfraces, modelos porno, películas XXX, lencería, aparatos, alimentos, dulces… Toda esa variedad –en realidad, bastante reducida– de sucedáneos del placer.

Y de pronto las vi: un stand con muñecas reales, sentaditas, muy vestidas, casi fingiendo el aburrimiento de mujeres en una sala de espera. Una de ellas estaba al alcance de la mano. La toqué. Su piel ofreció a la presión de mi dedo, una suave resistencia. Se acercó la encargada con un gesto amigable. Entonces pregunté:

–¿Cuánto…?

–Siete mil dólares, más gastos de envío.

Me atreví por fin a mirar el rostro de la muñeca. Sin duda –y ese era en gran medida su encanto–, seguía siendo una muñeca pero también una muñeca tan perfecta que simulaba ser una hermosa mujer real.

–Gracias –dije a la encargada en medio del pasmo y un suspiro.

En respuesta ella me ofreció un catálogo. Once estilos de mujeres se mostraban en posturas diversas: desde la chica de minifalda y botas que se recarga en una columna hasta la joven de corsé y liguero con piernas abiertas y pubis descubierto. Entre otras opciones: siete tipos de cuerpo que incluyen la talla petite, el cuerpo voluptuoso o atlético y la supermodelo; cinco tonos de piel (claro, medio, bronceado, africano, asiático); siete tonos de color de cabello (la gama del rubio al negro, pasando por el castaño y el pelirrojo); diez estilos de cabellera, etc. También se puede escoger el color del iris, el delineado de los párpados, el color de las uñas y de los labios. Y por supuesto, al gusto del cliente, el pubis rasurado o al natural…

Extrañamente ninguna de ellas tenía por nombre Hortensia, pero bien podría haber sucedido. Menos probable sería que alguna de ellas se llamara Violeta, no porque no exista un modelo de una adolescente en traje escolar, sino porque la tecnología aún no ha hecho posible que las muñecas puedan sangrar.

Desde que supe de su existencia en el mercado, he platicado de las muñecas reales con varios amigos y amigas. En general, las mujeres dicen que son siniestras, que qué grado de soledad y perversión debe de tener el hombre que se anima a comprar una. “Es como hacer el amor con un cadáver. Necrofilia pura. Pura masturbación.” Los hombres admiten que son hermosas y que el hecho de que sean calladas, los seduce aún más. Como me confesó un amigo escritor que había leído mi novela y revisado después el catálogo: “Me encantaron tus muñecas, sobre todo porque no hablan. Saben guardar en secreto tus perversiones. Puedes hacer con ellas lo que quieras”. Y estoy segura que de tener siete mil dólares sobrantes no dudaría en encargar una muñeca a la medida de sus sueños. Sin embargo, no dejo de considerar que probablemente se aburriría muy pronto. Horacio, el protagonista de Las Hortensias, y Julián Mercader, el personaje de mis Violetas, le dirían: Una muñeca no basta: el deseo siempre quiere más. Yo creo que no les falta razón. Tal vez porque la fantasía exige no ser realizada para acrecentarse y jugar a ser plena.


Túnel del tiempo

Como en la popular serie televisiva de aquellos años El túnel del tiempo (1966), que transportaba a dos jóvenes científicos al pasado a través de una espiral muy op-art, nos vemos trasladados a una ciudad de México de principios de los ’60 que navegaba el sueño de la modernidad.

 

 

Columna *A la sombra de los deseos en flor*, revista Domingo de El Universal, 21 octubre 2012.

http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/T%C3%BAnel+del+tiempo-1008

Túnel del tiempo

Ana Clavel

 

En algún lugar de los 26 tomos de sus Obras completas, don Alfonso Reyes describe esta idea sugerente: Si estuviéramos en una galaxia lejana y tuviéramos un telescopio con el alcance necesario para atisbar la Tierra, tal vez lo que estaríamos viendo en este momento sería la imagen del conquistador Hernán Cortés a su llegada a la entonces «región más transparente del aire». Amén de la teoría de la relatividad del tiempo, de la distancia en años luz con que pretendemos tomar pulso a las dimensiones del universo, podría afirmarse que respecto al pasado habitamos siempre en planetas alternos.

Pero si de elegir se trata, a mí me gustaría tener un telescopio superpotente para espiar la Grecia de los misterios eleusinos y presenciar una fiesta dionisiaca en regla. También un tiempo más cercano a mi propia biografía: el México de los años ’60 que apenas conocí por haber sido una niña. Esa década que me llegó de pasadita entre minifaldas y pantalones acampanados, los Beatles y el cantante español Raphael, las Olimpiadas y el “prohibido prohibir” de los rebeldes parisinos. Casi nada supe del movimiento estudiantil del 68 y la masacre de Tlatelolco, aunque la mayoría de las obras que tratan de la época ineludiblemente tocan el tema.

Una visión diferente es la que nos plantea la novela La Bomba de San José (Ediciones Era, 2012) de Ana García Bergua. Como en la popular serie televisiva de aquellos años El túnel del tiempo (1966), que transportaba a dos jóvenes científicos al pasado a través de una espiral muy op-art, nos vemos trasladados a una ciudad de México de principios de los ’60 que navegaba el sueño de la modernidad. Eran días promisorios para la igualdad de derechos de hombres y mujeres que en mayor o menor grado se hacían eco de una contracultura mundial.

Días de la irrupción de la liberación femenina y el uso de la píldora anticonceptiva. Como le pasa a Maite, joven ama de casa que con la llegada a su departamento de la famosa «Bomba de San José», actriz y cabaretera costarricense, ve llegar también la explosión de su modelo de vida tradicional. Así se anima a estrenar aunque sea tímidamente algunas de las 69 posiciones eróticas del Kamasutra, o aventurarse en las plenitudes de la lectura y del mambo y la danza contemporánea. Demasiado recatada para calarse una peluca platinada o un vestido tipo moda espacial como los que usaría una sexy Jane Fonda en Barbarella (1968), su sentido del humor, curiosidad y atrevimiento sutil le permiten abrirse a una existencia azarosa pero auténtica. Sin aires espectaculares o gesticulaciones de heroína, ella perfila la avanzada de jóvenes mujeres que inauguraron cauce cotidiano a una experiencia más plena para quienes les seguirían. Y todo ello, en medio de los descalabros de un esposo infiel, de la filmación de una película con pretensiones de gran arte, de una intriga policiaca y la irrupción siniestra de un político gánster que, por supuesto, nada tiene que ver con nuestra límpida historia nacional.

Como telón de fondo, una ciudad de México respirable y disfrutable entre premieres de películas de arte en el cine Diana, funciones de teatro experimental y cursos en la Casa del Lago, escapadas al mundo de cabarets y El Blanquita, bares y cafés de la recién estrenada Zona Rosa, cuyo nombre color pastel justificaba el pintor José Luis Cuevas de este modo: “Demasiado tímida para ser roja, demasiado frívola para ser blanca”.

Y precisamente, demasiado tímido para ser rojo, demasiado frívolo para ser blanco, es este México de tintes atrevidos y sonrosados, a gogó y turbulento, que aspiraba a una fiesta inolvidable y perpetua; de unos años míticos e ingenuos, previos a la matanza estudiantil, que nos es posible ahora avizorar desde ese telescopio potentísimo que es la imaginación literaria de Ana García Bergua.

 

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El mundo en azul

 

Volví a buscar mi figura en aquel mundo tan azul, tan intenso. Me costó trabajo dar conmigo. No puedo contarles lo que estaba haciendo.

Columna *A la sombra de los deseos en flor*, revista Domingo de El Universal, 4 noviembre 2012.

http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/El+mundo+en+azul-1043

El mundo en azul

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Ana Clavel

 

La fila de atención a clientes era numerosa. La verdad no entiendo a estas empresas que se gastan millones en publicidad con globos aerostáticos y tomas panorámicas espectaculares, videos hechizantes que harían al más pelmazo ambicionar sus productos y el modelo de vida ensoñada que proponen, pero que en la práctica son incapaces de brindar un buen servicio, un trato amable y respetuoso a sus consumidores.

 

Pasaban los minutos, la cola de ese animal de reclamos e inconformidades que conformábamos no avanzaba, y la gente comenzaba a dar señales de hartazgo. Un hombre a quien le habían regresado por segunda vez un equipo deficiente vociferó con demandar en la Procuraduría del Consumidor. Mientras la chica que lo atendía se alejaba a consultar el caso a un privado, observé aquella especie de ratonera donde nos encontrábamos como conejillos de laboratorio: la luz artificial blanquecina, la escasez de mobiliario, el aire enrarecido contribuían a la sensación de atrapamiento.

 

Entonces reparé en la pared lateral más próxima, cubierta en buena medida por un acrílico azul brillante. Era como un ventanal donde se reflejaba en una dimensión cerúlea el espacio de la sucursal toda, con sus varios mostradores y numerosas filas. Ahí estábamos unos y otros, duplicados en ese mundo en azul. Cuando encontré mi propia figura en la superficie plástica, tuve ganas de levantar la mano y saludarme pero aquello hubiera sido muy desconcertante para quien lo hubiera advertido —no pocos por cierto, pues cansados de la espera, a los de mi cola animal no les quedaba más remedio que alzar los cuernos, atisbar por sus celulares o espiarnos a los otros con desconfianza y malestar.

 

Comencé a escudriñar aquel mundo paralelo de sombras y fantasmas azulados. Ahí estaba el hombre al que le habían regresado por segunda vez un equipo que a las primeras de cambio, volvía a fallar. De un tono azul subido, aguardaba con enfado que regresara la muchacha del mostrador, tamborileaba los dedos, cambiaba el peso de una pierna a otra, se llevaba la mano al cuello. También una mujer de traje sastre de muy buenas carnes azules a la que el policía de vigilancia no le quitaba el ojo. Un joven oficinista que había aprovechado la hora de comida para ir a hacer cola y mandaba mensajes por su celular a una velocidad frenética. Una pareja gay que no paraba de contarse las últimas andanzas del fin de semana —vehementes en sus gestos, parecían arlequines de un circo entre azul y buenas tardes.

 

Por fin regresó la chica de nuestro mostrador. Con absoluto desdén le comunicó al cliente que la empresa no se hacía responsable del aparato porque la póliza había vencido un día antes. En respuesta, el hombre del plano azul la tomó del cuello sin miramiento alguno y comenzó a zarandearla. Pero en vez de gritar pidiendo ayuda, la muchacha parecía disfrutarlo y hasta gorjeaba en azul celeste. Estupefacta, busqué al policía que no le quitaba el ojo a la mujer de buenas carnes, pero ya no sólo la miraba sino que había pasado a la acción y tras acariciarle los senos, le ponía su propia gorra en la cabeza y ella se dejaba tomar fotos con una camarita que el vigilante acababa de extraer del bolsillo del oficinista. Por su parte, la pareja gay se había puesto a hacer lagartijas azules en plena sala de espera y varios les hacían corro y les llevaban la cuenta.

 

Esto sucedía en la parte más próxima a mi fila, pero más allá había piruetas y extravagancias insólitas, besos entre desconocidos, manoseos, cuchicheos, bofetadas, golpes… Un pandemónium se desataba en aquel ventanal de acrílico azul mientras de este lado del espejo la gente continuábamos en nuestros lugares de tedio y hartazgo con toda nuestra gama de colores reales.

Volví a buscar mi figura en aquel mundo tan azul, tan intenso. Me costó trabajo dar conmigo. No puedo contarles lo que estaba haciendo.

 

 


La sonrisa horizonte

En 1977 la editorial Tusquets se lanzó a la aventura de una colección insólita en español: La Sonrisa Vertical, en alusión a la expresión francesa del siglo XVIII para referirse al sexo femenino

Columna: A la sombra de los deseos en flor, revista Domingo de El Universal, 2 de diciembre de 2012.

http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/La%20sonrisa%20horizonte-1112

 

La sonrisa horizonte

Ana Clavel

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«La risa es lo propio y noble del alma», escribió Rabelais en su Gargantúa y Pantagruel, una obra del siglo XVI que el propio autor reconocía como non sancta. Algunos científicos señalan que la risa es un modo de comunicación innata. Su forma atenuada, la sonrisa, aparece en el ser humano hacia los cuatro meses de edad. Teorías médicas le atribuyen beneficios para la salud porque libera endorfinas, esas drogas maravillosas que nuestro propio cuerpo produce para brindarnos placer.

Desde los tiempos en que Eva y Adán fueron expulsados del Paraíso, la vida del hombre no ha sido tarea fácil. Tal vez por eso algunos filósofos atribuyen a la risa un papel compensatorio. Como Nietzsche que dijo que el hombre inventó la risa para soportar la desgracia y la sinrazón del mundo. Su poder puede ser tal que, por ejemplo, en la novela El nombre de la rosa (1980) de Umberto Eco, es el motivo de una serie de asesinatos en una abadía medieval, donde se oculta la existencia de un libro peligroso: un tratado sobre el arte de la comedia y la risa liberadora, presuntamente escrito por Aristóteles. «La risa libera al aldeano del temor de Dios … Cuando ríe, el aldeano se siente amo porque ha invertido las relaciones de dominación … la risa sería el nuevo arte capaz de aniquilar el miedo», señala Jorge de Burgos, monje y bibliotecario de la novela de Eco que atribuye a la risa un poder luciferino.

Según un proverbio japonés, el tiempo que pasa uno riendo es tiempo que pasa con los dioses… Tal vez porque nos volvemos un poco como ellos: inmortales pues la risa nos coloca en un lugar fuera del tiempo, como también sucede en el éxtasis amoroso. Hace poco me encontré en la red una frase del dramaturgo argentino Alfredo Arias que me provocó una sonrisa cómplice: «La risa es el orgasmo del rostro». Aunque no todas las sonrisas tienen un carácter erótico, sí nos hablan de la capacidad de goce de quien las esboza.

En 1977 la editorial Tusquets se lanzó a la aventura de una colección entonces insólita en español: La Sonrisa Vertical, en alusión a la expresión francesa del siglo XVIII para referirse al sexo femenino. Los creadores del proyecto, el cineasta Luis García Berlanga y la editora Beatriz de Moura, confeccionaron así una serie exclusiva de literatura erótica, que llegó a convocar incluso un premio internacional con el mismo nombre. La colección inició con un libro del más tarde premio Nobel Camilo José Cela: La insólita y gloriosa hazaña del cipote de Archidona, y a la fecha ha publicado 150 títulos. Además de textos clásicos como Memorias de un librero pornógrafo de Coppens o Las 120 jornadas de Sodoma de Sade, ha puesto en circulación libros de autores contemporáneos, algunos de ellos hitos en el mundo editorial como Emmanuelle de Arsan y Las edades de Lulú de Almudena Grandes, o la muy reciente y carnal Brama de David Miklos.

Debo confesar que la primera vez que tuve en mis manos un libro de cubiertas rosas de La Sonrisa Vertical, era yo muy joven y no me resultó fácil entender la alusión a la genitalia femenina, ni siquiera al observar el grabado de la serie: un triángulo que enmarcaba los labios de una niña muy parecida a la Alice Liddell, fotografiada por Carroll. Pero al concluir el volumen en turno, aquella deliciosa Autobiografía de una pulga, de autor anónimo, que contaba las aventuras de una jovencita en su iniciación sexual en la Inglaterra victoriana, reparé en la atinada sugerencia del enigmático grabado como sello de la colección. Porque habría que reconocer que, al menos con la buena literatura licenciosa, la sonrisa revela horizontes de placer y puede ser el orgasmo del rostro en un sentido verdaderamente literal.


Beatriz Espejo o el arte de bruñir universos

 

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Beatriz Espejo o el arte de bruñir universos*

Por Ana Clavel

 I. Nombre y destino

 Muchos creen que nombre es destino. Si se atiende al significado de las palabras que conforman el de Beatriz Espejo, encontraremos muy pronto que al lado de la misión de “hacer feliz” que le viene del latín beator, de donde deriva el femenino Beatrix, se sitúa el del artefacto capaz de revelarnos nuestra identidad a través del reflejo y la apariencia. Así pues, si conjuntamos ambos significados, podríamos llegar a la conclusión —por supuesto, errónea— de que Beatriz Espejo tiene como destino ser un instrumento para que los otros se reflejen de una forma feliz y gozosa.

Ella misma de una belleza proverbial, bien pudo convertir el Espejo de su destino nominal, en motivo de vanidad y soberbia. En mujer que no sabe latín, que se casa y tiene buen fin.

Sólo que Beatriz Espejo (Puerto de Veracruz, 1939) es una mujer que se sitúa frente al nominalismo y frente al destino: es mujer que sabe latín, pero en vez de padecer las consecuencias de la opresión de los géneros, sí se casa (más de 30 años con el destacado crítico Emmanuel Carballo) y tiene buen fin: el de escritora, el de dueña de sus palabras y pensamientos. Y para serlo, otra vez se pone contra el destino: si bien sus escritos nos revelan como en un espejo mágico densidades y temperamentos ocultos, no nos producen una felicidad instantánea. En realidad, hay mucho de dolor y desenmascaramiento. Pero la literatura, ya se sabe, cuando vale la pena, nunca es complaciente. Es verdadera, pero de la única forma que puede serlo la literatura necesaria: la de mostrarnos una verdad estética. Sin contemplaciones, con la única limitación de la coherencia narrativa y ficcional que exige la propia historia. Así fue desde La otra hermana (1958), el primer libro de cuentos que su maestro Arreola le publicó en la colección Cuadernos del Unicornio, en la época en que Beatriz Espejo cursaba la carrera de Letras enla Universidad Nacional, y en donde es posible vislumbrar ya la obsesión por el lenguaje perfecto y el deseo de hurgar en sus personajes ese otro lado de las pasiones que llevan a una lúbrica ninfa Eco, por ejemplo, a cercar y hundir a su amado en el cuento “Narciso en el agua”, el único que la exigente maestra Espejo rescataría a la postre de ese volumen inaugural.

¿Pero de dónde le viene a esta escritora la pureza de la escritura y la exigencia con sus personajes? Ella misma responde vinculándose a una genealogía de narradores de primer orden: las hermanas Brönte, Katherine Mansfield, Katherine Anne Porter, Juan José Arreola, Martín Luis Guzmán. De ellos aprendería sobre todo el artificio de una prosa impecable; de ellas, la mirada incisiva para escudriñar en el mundo de los gestos, los detalles, las cosas nimias de la existencia, que sin embargo, pueden volverse reveladoras.

Proveniente de una familia rica y tradicional del puerto de Veracruz que terminó por trasladarse ala Ciudadde México, nuestra autora estudió en colegios de religiosas una educación en regla para la señorita de alcurnia que entonces era. Por supuesto, las monjas detestaban su carácter ingobernable. Ellas decían que su risa era diabólica; Beatriz contestaba que sus carcajadas eran “argentinas” porque había escuchado la palabra en una película de aquel entonces.

Si bien las teresianas le enseñaron a coser y a bordar con maestría, ella desarrolló por cuenta propia la obsesión por el detalle. Por esa punta del iceberg que emerge en un aparente mar tranquilo, mientras atrás están las pulsiones amenazando con desbordarse, como nos lo revela la dulce y feroz hermana Estrellita en el cuento “Primera comunión” del libro El cantar del pecador (1993).

Antes había publicado Muros de azogue (1979), en el que recrea el ambiente familiar y veracruzano con una memoria real e inventada. Será hasta Alta costura (Premio Nacional de Cuento San Luis Potosí 1996) y Marilyn en la cama y otros cuentos (2004), donde Beatriz Espejo desarrolle  temas más cosmopolitas y contemporáneos. Pero ahí también predomina la mirada de escalpelo para diseccionar ese lado prosaico, cruento, grotesco de sus personajes, casi todos mujeres que, no obstante la celebridad como en el caso dela Monroe, o el anonimato como en el caso de Lucrecia del cuento “El bistec”, se nos revelan en una descarnada condición humana, con sus bajezas y defectos, con su degradación y sus condenas.

Es gracias a esta mirada incisiva y despiadada que la literatura de Beatriz Espejo se encuentra lejana de un feminismo ramplón y proselitista. Ella, que conoció de sobra los ambientes de las “niñas bien”, se guarda de aproximarnos con un análisis cómplice y frívolo; por el contrario, hay un regusto casi mordaz por el lado sórdido y corrompido de la bondad y la belleza que mucho recuerda el naturalismo de Guy de Maupassant, aunque claro, con recursos más actuales. Qué lejos la BeatrizEspejoadolescente que leía Mujercitas, la Vida de santa Teresa de Jesús, los poemas de Salvador Díaz Mirón, las novelitas sentimentales de Corín Tellado y que bien pudo derivar a la escritura superficial y fácil de autoras que han hecho del tema de lo femenino un lugar común y anodino: complaciente.

En cambio, Beatriz Espejo publica poco. En su momento la han ocupado otras actividades: la edición de una revista literaria independiente, El Rehilete (1959-1969), dirigida por mujeres y en la que publicaron cerca de 300 autores contemporáneos; su labor dentro del periodismo cultural (reportajes, notas y entrevistas con luminarias de la literatura latinoamericana como Julio Cortázar y Jorge Luis Borges que le valieron en 1983 el Premio Nacional de Periodismo); una faceta académica que cristalizó primero en una tesis doctoral que se publicó con el título Julio Torri, voyeurista desencantado (1987), dedicada precisamente a uno de sus mentores, aquel que le enseñó “la importancia de la corrección y la paciencia para publicar”. Esta labor de investigación y docencia la ha llevado a mantener durante más de tres décadas una cátedra de taller de cuento enla Facultad de Filosofía y Letras dela Universidad Nacional, guiando a numerosas generaciones de alumnos, y a recibir en el 2006 el Premio Universidad Nacional.

En el volumen de sus Cuentos reunidos, editado por el Fondo de Cultura Económica en el 2004, nuestra autora declara una suerte de Ars poetica que la vincula con el género cuentístico, dada su común naturaleza rebelde, como si se tratara de una especie de autobiografía literaria: “Los cuentos son unos taimados y no sólo divierten, sino dicen más de lo que dicen; abarcan poco y aprietan mucho, imponen leyes difíciles de cumplir, desechan sin el menor remordimiento todo lo inservible a sus propósitos y se ufanan de que las cosas complicadas parezcan fáciles”.

Con una depurada colección de varios libros de cuento y una novela, Todo lo hacemos en familia (2001), en la que retorna al ambiente de una familia provinciana con su doble moral y sus figuras masculinas casi míticas, Beatriz Espejo ha sumado a los reconocimientos de sus lectores exigentes el honor de un premio que lleva su nombre: el Premio Nacional de Cuento Beatriz Espejo, instituido por el Instituto de Cultura de Yucatán desde 2001.

Pero sobre todo, con la búsqueda de una escritura perfecta y una despiadada capacidad de hurgar en sus personajes, Beatriz Espejo se reconcilia así con su destino nominal: no al reflejarnos superficiales y vacíos en el espejo de una escritura complaciente, sino al provocarnos esa otra felicidad, honesta e íntima, que deriva de atrevernos a reconocer quiénes somos, con rostros y cicatrices no por ocultos, menos verdaderos.

 

 II. Si muero lejos de ti o el arte de bruñir espejos

 Según Plotino, la materia es irreal. Borges, que toma como punto de partida un pasaje de sus Eneadas para, paradójicamente, historiar la eternidad, emplea la metáfora de un espejo, a la vez lleno y vacío, a fin de dar una idea de la esencia de lo material: “Su plenitud es precisamente la de un espejo, que simula estar lleno y está vacío; es un fantasma que ni siquiera desaparece, porque no tiene ni la capacidad de cesar”.

          Hay numerosos espejos en la tradición: ahí está por ejemplo Narciso que muere no por mirarse demasiado en las aguas que reflejan su imagen, sino porque, nos recuerda Tiresias, se mira pero no se conoce suficientemente… O el espejo de Alicia que permite el paso a una realidad invertida y alterna. También está el espejo “negro”, referido por Truman Capote en un relato de Música para camaleones, usado por los pintores para descansar la mirada… O el “espejo de sabiduría” del que nos habla Oscar Wilde en “El pescador y su alma”, en el que se reflejaban todas las cosas del cielo y de la tierra excepto el rostro de quien se miraba en él.

El espejo nos remite a esta paradoja no exenta de simbolismo: ¿somos lo que parecemos? ¿O nos asomamos a él como nos inclinamos a la fuente de los deseos o a los mismos libros para que nos revelen esos otros que nos habitan sin saberlo?

          Muy variados espejos se nos revelan en el más reciente volumen de relatos de Beatriz Espejo, Si muero lejos de ti (Lectorum 2012): imágenes vívidas y reflectantes, momentos fulgurantes, decisivos, sugerentes en las vidas de personajes en su mayoría célebres: Sylvia Plath, Silvina Ocampo, Manuel José Othón, Marilyn Monroe, Leonardo da Vinci, Alberto Gironella, Agatha Christie, la emperatriz Carlota, Elena Garro y Colette, Salvador Díaz Mirón, Agustín Yáñez… Retratos ficcionales extraordinarios que Beatriz Espejo sabe bruñir con sagaz imaginación e impecable oficio.

Así, asistimos a los entretelones de la frágil existencia emocional de la poeta norteamericana Sylvia Plath, en el relato “Sólo quiero escribir”, previo al instante decisivo en que después de alistar el desayuno para sus pequeños hijos, introduce la cabeza en el horno de la cocina para dar fin a su angustia y depresión.

O la dependencia amorosa en su vertiente de celotipia de la escritora argentina Silvina Ocampo, casada con el narrador y dandy Adolfo Bioy Casares, apenas unos años menor que ella; su existencia a la sombra del amado infiel, de los amigos afamados como José Bianco y Jorge Luis Borges que no obstante alababan su imaginación clarividente.

Un caso semejante, retrato de locura por el desamor, es el de “Miserere mei Deus” que refleja a la emperatriz Carlota a través de una segunda voz incisiva. En unas cuantas páginas contemplamos la gama de oscuridades y complejidades de una pasión que Fernando del Paso en su monumental Noticias del Imperio, consiguió delinear desde la parodia y el ridículo. Aquí, en cambio, en medio de un esmerado derroche de datos cotidianos e íntimos que recrean los distintos ambientes palaciegos en que vivió el personaje de la desdichada emperatriz, esa segunda voz narrativa con lengua de escalpelo y atributos de conciencia omnisciente, se dirigirá a Carlota no para recriminarle sus acciones sino para compadecerla, pues sabe que el dolor de la traición amorosa la convertirá no tanto en el mito de una emperatriz loca, sino en el simple caso de una despechada mujer de carne y hueso: “Supiste que el amor duele y por ser tan grande y desgarrado se convierte en odio. Odiaste a Max con la misma fuerza con que lo habías querido. Le deseaste la muerte. Te volviste su ángel de la muerte…”

Pero la mirada reflectante de Espejo no se detiene en el género, también sabe calar en personajes masculinos de muy distinta índole, lo mismo en el autor del célebre poema “Idilio salvaje” que del genio renacentista de todos los talentos: Leonardo da Vinci. Del primero, urde un episodio singular en la vida del poeta potosino Manuel José Othón, extraordinario en su nivel de cotidianidad y a la vez de complejidad de una psique que lo mismo se apasiona por el juego de billar en solitario que, en su calidad de juez de provincia, decide condonar el castigo de un preso por el desconcertante hecho de ser un magnífico semental para mejorar la raza. Así vemos al poeta Othón de buen samaritano, buscándole a tal garañón una potranca a su altura. Entre tanta labor de celestinaje el buen juez no puede evitar tomar parte en las apetencias de la sangre y a golpe de lujuria vierte su pasión carnal en ese su arrebatado poema “Idilio salvaje”, en el que naturaleza y deseo se desatan ante las tentaciones de una indígena de “ardiente cabellera como una maldición”…

Otro acierto es la variedad de técnicas de composición utilizadas con maestría en este volumen, como es el caso del relato “Sólo los reyes tienen tales placeres”, memorable por la urdimbre narrativa para abordar el personaje de Leonardo da Vinci desde la mayestática voz de Francisco I de Francia. Narrado desde la voz imperial que al no caber en un simple “yo” se agiganta en un “nosotros” múltiple y absoluto, semejante a la aquiescencia de la divinidad con sus creaturas, es la voz plural del monarca la que se encarga de reflejarnos los caprichos, genialidades, fracasos de uno de sus hijos más dilectos.

Otro de los relatos más apasionantes de Si muero lejos de ti, y vaya que abundan los retratos magistrales, es el dedicado a la escritora inglesa Agatha Christie. Ahí la autora entrevera la información biográfica de la famosa escritora de thrillers con la triste noticia de Madeleine, la niña de cuatro años desaparecida en Portugal en 2007. A través de un ejercicio de imaginación portentoso y el dominio del oficio de la escritura, Beatriz Espejo consigue inmiscuir a la propia Agatha Christie en un thriller que da cuenta de las manías, recovecos, cotidianidad e intimidad de la novelista inglesa: sin duda una lección maestra de una escritora como Beatriz Espejo que no se duerme en sus laureles al conseguir abordar un polémico tema de actualidad y a la vez rendir así el mejor de los homenajes a una de sus escritoras predilectas.

Sin embargo, uno a uno los relatos aquí reunidos suman la imagen de un retrato aún mayor: el de la propia Beatriz Espejo, sus obsesiones como la soledad y la morbidez, sus amores literarios, su mundo libresco, su fascinación por la música, pero sobre todo su delicado arte de bruñir espejos. Un arte que a partir del detalle, la sugerencia, la mirada incisiva es capaz de revelarnos a nosotros mismos en la refulgente imagen de un puñado de existencias que, ya sean célebres o anónimas, reales o posibles, no dejan de ser espejeantemente humanas.

*Publicado en Revista de la Universidad de México, núm. 102, agosto 2012. http://www.revistadelauniversidad.unam.mx/0212/clavel/02clavel.html

 


Poética incierta de la novela corta

Ponerle la cola a la quimera*

 Como todos los géneros anfibios, la novela corta se resiste a las categorías fijas. El poema en prosa, las sirenas y el andrógino comparten esa naturaleza ambigua y escurridiza a las definiciones y a las identidades sedentarias, pero no por ello dejan de ejercer su fascinación en el pensamiento normativo.

 

 

Tendido entre dos extremos reconocidos por la tradición —el cuento y la novela—, nuestro animal fantástico es también puente colgante, delta, frontera, interfase, plancton, horizonte tenue. Me sorprenden las clasificaciones recientes que buscan distinguir entre novela corta y novela breve. Antes eran sinónimos y me parece una labor banal adjudicar a la novela breve una tensión y cohesión acumulativas que, según estos taxonomistas extremos, la novela corta no posee porque cifran su radical diferencia en la extensión. Dicen: ni tan corta como un cuento, ni tan larga como una novela. Entienden por “corta” una función adjetiva, no nominativa. Creo más bien que hay novelas cortas o breves bien urdidas y que hay otras historias de cierta extensión que, sin llegar a convertirse en novelas, son más bien cuentos largos o, lo que de manera tradicional antes solía considerarse llanamente como relatos. Atribuir el término “novela” a todo relato de cierta extensión, me resulta incongruente: una novela requiere un trabajo de composición, de armado, de estructuración que no puede reducirse al acto de narrar acumulativo de un relato. Para explicarme mejor, desarrollaré dos ideas que juzgo pertinentes a la hora de intentar ponerle la cola a la quimera.

 

La “vertical horizontalidad” de la novela corta

La frase tiene ecos de “la incurable otredad que padece lo uno” de don Antonio Machado. No sólo por su sonoridad evidente, sino por las correspondencias de alteridad que guarda toda ontología que se precie de serlo y más tratándose de una categoría anfibia como la que nos ocupa. Todos hemos oído hablar alguna vez de la horizontalidad de la novela y de la verticalidad del cuento. Morosidad del tempo de la novela frente a la epifanía fulgurante del cuento. Universo sombra de la novela frente al agujero negro del cuento.[1] La novela río frente al cuento tigre. La novela que gana por decisión mientras el cuento lo hace por knockout.

Si pensamos en una gráfica de ejes “x – y” como la que todos hemos visto en secundaria, en la que “x” fuera la variable de tiempo y “y” la variable de trama-intensidad, la novela se desarrollaría con subidas, planicies, picos y caídas, por supuesto registrados en el eje de la “y”, pero sobre todo a lo largo del eje de la “x”. El cuento, en cambio, ofrecería una gráfica más concentrada y sus desplazamientos se verificarían sustancialmente en el eje de la “y” y en un breve tramo del eje de la “x” porque, en principio, desarrolla un solo conflicto, aunque muchas veces esté entramado como si contara dos historias.[2] Pues bien, la novela breve conjunta ambos universos, se extiende en el eje temporal pero se adensa en el eje de la intensidad. Su figura no es la de un gráfico acentuado ni la de una gráfica dilatada, sino una figura extensa a la vez que concentrada —una res ex-tensa—. Por eso es que textos de extensión morosa que no llegan a tramarse e intensificarse como si cada parte jugara un papel crucial, no me merecen la calificación de novelas cortas. Son, vuelvo a repetirlo, cuentos largos, extensos, meros relatos. O capítulos o apuntes de novelas, pero no novelas cortas. Nada que ver con la maestría de La muerte de Iván Ilich o Crónica de una muerte anunciada, piezas en las que la “incurable otredad” de ser verticalmente horizontales va de la mano con una cohesión esferoide.

(Refiriéndome a mi propio trabajo: según esos nuevos taxonomistas mi novela El dibujante de sombras sería una novela corta por su extensión de apenas doscientas páginas; sin embargo su aliento totalizador, su intención de dar una idea panorámica y de decirlo todo respecto a un personaje tocado por el misticismo del arte y del amor en el Zürich de finales del siglo XVIII, la convierten decididamente en una novela en toda la extensión de la palabra. En cambio, Las Violetas son flores del deseo sería una novela breve no sólo por su extensión, sino por la fuerza o la violencia de sus nudos que me llevó, en algo más de un centenar de páginas, a  dar cuenta a profundidad de esos abismos a los que es posible asomarse cuando se asume que el deseo es un territorio que nos vuelve otros.)

 

La “cohesión esferoide” de la novela corta

Cuando hablo de cohesión viene a mi mente de inmediato la imagen de una esfera y sus poderosas fuerzas y vectores centrípetos. Pero una esfera es una figura abstracta e ideal: no existen esferas en la naturaleza. Nada me disgustaría tanto como celebrar una cohesión esférica, inerte, irreal porque la perfección no tiene que ver con la literatura. Así, aunque suene a distorsión esquizoide, prefiero el término “esferoide”.

Según la ecuménica Wikipedia, un esferoide es “un elipsoide de revolución, es decir, la superficie que se obtiene al girar una elipse alrededor de uno de sus ejes principales c, también llamado eje de simetría”.

Un esferoide puede expresarse matemáticamente de esta forma:

siendo e la excentricidad de la elipse, a y c los semiejes, y estando situado c en el eje de coordenadas posibles. Esta terminología que aparenta ser inerte y exacta me resulta idónea para hablar de la cohesión de los elementos de la novela breve por su incertidumbre perfecta: pensarla algo así como directamente proporcional a los grados de tensión de sus partes o vectores y a la excentricidad de su propuesta. En resumidas cuentas: un cuerpo con sus propios centros de gravedad, sus pulsiones de garras verticales, su ronroneante horizontalidad.

 

Morosidad incandescente

A riesgo de imprecisión, dispararé una definición de cercanías: la novela corta es una novela en toda la extensión de la palabra a la que se le han suprimido todas las caídas y todas las planicies. Una suerte de morosidad[3] perentoria e incandescente que sabe que no posee todo el tiempo del mundo para buscar y recuperar lo perdido, sino unos pocos capítulos. O es un cuento que ha crecido en el desarrollo de alguno de sus elementos, ganando en densidad más que en simple extensión. En ella, la novela breve, masa y densidad son proporcionales. No como en el cuento tigre, sin un gramo de grasa extra,[4]  o como el iceberg, cuya masa aparente debe ser inversamente proporcional a la densidad oculta, según la conocida teoría de Hemingway. Pero como el cuento, se limita a decir o sugerir lo indispensable: nunca de más. Pero como la novela, aborda otros aspectos que el cuento apenas apuntaría, o dejaría como sugerencia. En resumidas cuentas que la poética de la novela corta es la de la ambigüedad y una incierta certeza: la de su certera incertidumbre pues cada novela breve, si buena, es siempre excepcional: impone sus propias leyes.

 

Las Violetas: una neobotánica del deseo

Este libro surgió de un sueño que me fue confiado. Su hechura se realizó en cuatro meses febriles, pero para escribir su primera línea: “La violación comienza con la mirada”, tuve que esperar más de veinte años a que Las Hortensias que había leído en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM en una clase del escritor Gonzalo Celorio florecieran con una extraña voluptuosidad; así como tuve que recordarme mirando mirar a los hombres: lecciones silenciosas del deseo y sus anatomías que contemplé en la mirada de hermanos y primos mayores desde que era niña.

Muy al principio, cuando apenas estaba urdiendo el corazón del texto, sabía que se avecinaba una historia de mayor aliento: una novela, no un cuento. Un cuento no me habría bastado para entramar el relato en primera persona de un hombre y sus deseos clandestinos por su hija adolescente; la ritualización de ese deseo en una serie de muñecas sexuadas, primas menores de las Hortensias; el universo de percepción y fantasía masculinas; el enrarecido mundo de una hermandad que se cierne amenazante para erradicar toda huella de perversidad… Pero tampoco imaginé que lo que se venía era una novela corta. Creo que fue la historia, los conflictos que había que anudar y dar a luz, las historias concéntricas que podían adensar los territorios de deseo, frustración y fantasía del protagonista Julián Mercader y los personajes incidentales en su vida (uno de mis favoritos: el personaje de la perfumista Clara que ayuda a Julián con la confección de un perfume particular para cada Violeta), supongo que fue todo eso lo que me hizo considerar una urdimbre mayor con una cierta amplitud horizontal y morosa. Pero fue todo eso también lo que determinó el aliento incandescente y perentorio, la brevedad de los capítulos y sus cierres sugestivos a veces como de final sorpresa, otros abiertos, otros de tono profético y contundente de quien cuenta algo con el peso de saber toda la historia, cierres que había trabajado desde mi experiencia con el cuento, en resumidas cuentas esa verticalidad acumulativa e incierta, quiero creer, un poco rizomática y excéntrica, de esta neobotánica del deseo, a la que obliga la lectura hurgante de Las Violetas. Como dice mi amigo el microbiólogo Juan Arciniega al enterarse de las reacciones revulsivas que esa novela provocaba: “… no es fácil que la gente se atreva a plantarse sin trepidación ante un espejo literario para examinar sus propios sentimientos enjaulados”. Y es esa densidad morosa, obsesiva y divagante, incandescencia horizontal, la que obliga a una cohesión esferoide, a una gravitación en fuga hacia abismos inciertos de seducción, alejada por completo de una esfericidad perfecta, indiferente y equidistante, para conformar, en cambio, una figura articulada, con miembros y floraciones extrañas, orientados en semiejes, cuya correspondencia y cohesión es la de una perfecta asimetría. Es decir, aquí, irrepetible, sólo válida para Las Violetas son flores del deseo, un cuerpo, un simulacro, una Violeta la novela misma.

Es todo lo que tengo que decir al respecto. Sólo como coda añadiré que la cola de la quimera es particularmente elusiva. Por eso, para quien no haya quedado claro alguno de los escurridizos conceptos aquí vertidos, no tengo más remedio que proponerle entonces más que una poética, esta receta sui generis.

 

Coda 1

Caldo largo

de cola

de quimera

 

Ingredientes:

1  quimera, vivita y coleando.

Agua de mar.

1 jitomate.

1 cebolla.

4 dientes afilados de ajo.

Hierbas de olor.

Culantro muy picado.

 

Sabido es que el pez por la boca muere,

pero a la quimera hay que atraparla con

un anzuelo en el que habrá de

disponerse un espejo de

ámbar. Una vez que

la haya reservado

en la pileta de la

cocina como si

se tratara de

una   sirena

cualquiera,

cuídese de

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mirarle la

punta de la

aleta caudal,

o

de lo contrario

nunca llegará

a preparar el

delicioso

caldo de

cola de

quim-

era

*


Coda 2

La novela in extenso suele ser imperfecta y basar en la desmesura su deslumbramiento acumulativo: pienso en Ulises o Noticias del Imperio. Antes señalé que la perfección no tiene que ver con la literatura. Pero me gusta contradecirme: como el cuento tigre, la quimera novela corta adolece de perfección (Aura y por supuesto Las Hortensias).


*Ensayo incluido en Una selva tan infinita. La novela corta en México (1872-2011). Gustavo Jiménez, coord. México, UNAM-Fundación para las Letras Mexicanas, 2011, t. I.

[1] Es una suerte de poética personal sobre la estética del cuento y su densidad concentrada de agujero negro y  la novela como universo sombra de alteridad entramada, en gran medida retomando conceptos de la física más reciente y puede leerse en A. Clavel, “El universo narrativo de la sombra”, en Posdata, supl. de El Independiente, México, 19 de julio de 2003, pp. 8 y 7. Aparece también, aunque ya orientada sobre el tema de la novela en particular, con el título “La novela como género de incertidumbre”, en Cristina Rivera Garza, comp. La novela según los novelistas, México, Fondo de Cultura Económica, 2007.

[2] La idea de que un cuento siempre cuenta dos historias, la desarrolla Ricardo Piglia en Formas breves, México, Anagrama, 2000.

[3] El concepto de “morosidad en la novela” es inaugurado por don José Ortega y Gasset en La deshumanización del arte e ideas sobre la novela (1925).

[4] La idea creo haberla leído en un texto sobre el cuento del autor dominicano Jorge Onelio Cardoso, pero no he podido verificarlo. Tal vez lo soñé.