Antes que la escritura y los libros, estuvo el paraíso del cuerpo. Sentirlo poderoso encima de un par de piernas que aún se tambaleaban pero que me sostenían y me llevaban con una sensación de plenitud y fuerza en cada desplazamiento. O la caricia tramposa de papá fingiendo que recién se había rasurado para que le diera un beso, seguido de la reacción casi instintiva de retirarme porque su contacto me raspaba los labios ante su mejilla áspera por la barba naciente. De todos modos, esa estación del paraíso duró poco: papá murió cuando yo tenía tres años de edad.
Ignoro cómo fue que pocos años después volví a la vida, pero recuerdo un programa en la televisión recién estrenada por esos lejanos días de los sesenta: “Orfeón a go-gó”. De nuevo el placer del cuerpo surgía evocado por unas chicas de movimientos trepidantes al ritmo de una música que te contagiaba sus latidos. Yo era buena para imitarlas, para ondularme en movimientos acompasados y abruptos, para memorizar las secuencias de baile con cada canción.
En el patio del edificio adonde nos reuníamos una veintena de niños, se organizaban rondas de juegos: “Encantados”, “Stop” con su particular declaración de guerra –ahora que lo pienso, secuela de las guerras de EUA con Corea y Vietnam–, partidos de futbol… Alguien llevó una vez un radio de pilas y comenzamos a corear “Popotitos” con los Teen Tops, “Un hombre respetable” con los Hitter, “Lupe” con los Rocking Devils. De turno en turno pasábamos al centro a bailar. Cuando me tocó a mí coincidió que ponían “Diablo con vestido azul”. Azarosamente, yo llevaba un vestido azul marino y botas de charol como la protagonista de la canción, pero además me sabía a la perfección los pasos de baile. Fui literalmente, como decía la canción, “la reina de las chicas cuando baila el rock”. Y a esa rola siguieron nuevas sin que nadie me quitara del puesto. El resto de chicos imitaba mis movimientos y éramos una feliz masa de brazos, cuerpos, cabezas vibrantes.
En ese mismo edificio, conocí poco después a un Desconocido. Se parecía a mi padre. Percibió mi turbación, hubo un juego de señales y lo fui siguiendo por unos corredores de la parte posterior. En la penumbra de un cubo de escaleras, conocí el goce de ser tocada. Pero alguien nos atisbó desde una ventana y descargó el relámpago de la culpa. Desde entonces perdí el ritmo y por más que me he esforzado, bailar dejó de ser una manera de tocar el paraíso. Me enconché en mi propio cuerpo como una cochinilla. Por fortuna, al poco se abrieron otros universos. Leí un libro y el horizonte comenzó a expandirse, el mundo prometió paraísos trémulos e inexplorados, palpitantes como mis ojos signados de palabras.
Algunos dicen que tengo un marcado registro “erótico” en mis libros. Me desagrada la etiqueta por lo reduccionista del término pero en parte lleva razón: para mí el cuerpo tiene una dimensión presencial irreductible. Tal vez ha sido así porque trasladé sin proponérmelo el paraíso del cuerpo al placer de la escritura. Debo confesar que desde entonces mis encuentros con la danza han sido contados. Pero cuando vi en el Palacio de Bellas Artes en 1994 una obra de Pina Bausch titulada Nelken (“Claveles”, curiosamente como mi apellido materno), que conjugaba narratividad teatral con danza sublime, reviví el goce exultante de tocar el paraíso aunque fuera con el roce de la mirada.
Publicado en Centrífuga. Revista de Investigación Dancística, núm. 5, verano 2012, pp. 38-39.