Travestismos literarios

 

Para José Ricardo Chaves

 Acuñado en 1910 por el sexólogo alemán Magnus Hirschfeld en su estudio Die Transvestiten, el concepto “travestismo” sirve para denotar “una irrefrenable tendencia a ponerse ropa del sexo opuesto”. Si el disfraz cambia lo que uno es por lo que uno pretende o quisiera ser, puede revelar más de lo que oculta en tanto manifiesta un deseo o fantasía escondidos. En palabras de Marjorie Garber (Vested Interests: Cross-dressing and Cultural Anxiety), “el travestismo es un espacio de posibilidades que estructura y desorganiza la cultura: un elemento de ruptura que interviene, no solamente la categoría de la crisis de lo masculino y lo femenino sino la crisis de la categoría en sí”.

Ifis, condenada a disfrazarse de hombre ante la condena paterna de muerte al nacer con un sexo inadecuado, y Tiresias, el célebre adivino que de joven se transformó en hembra y luego otra vez en hombre, ambos personajes referidos en las Metamorfosis de Ovidio; Aquiles transformado en Pirra en la corte del rey Licomedes; la princesa Budur de Las mil y una noches que se hace pasar por su amado Kamaralzamán; las afamadas memorias de Catalina de Erauso, publicadas bajo el título de La monja alférez (1625); doña Juana que se finge varón en el Don Gil de las calzas verdes (1635) de Tirso de Molina; Periandro que se disfraza de mujer en Los trabajos de Persiles y Segismunda (1616) de Miguel de Cervantes; el caballero d’Eon, descrito por Casanova en sus Memorias (1822), que resultó ser una mujer desenfadada; el caso de Mademoiselle de Maupin (1835-1836) de Gautier; Orlando (1929) de Virgina Woolf; Gran Sertón: veredas (1956) del brasileño Guimarães Rosas y El niño de arena (1985) del escritor marroquí Tahar Ben Jelloun son algunos de los numerosos casos de travestismo de personajes en la historia de la literatura: ficciones donde hombres y mujeres encarnan el disfraz de un género que en principio no les corresponde.

Cabe aclarar que los casos de Ifis y Orlando trascienden la esfera del travestismo pues son ejemplos en los que se presenta una transformación radical de sexo. En el orden de la apariencia y la imagen externa, el transexualismo que presentan estos personajes es, en un primer momento, una suerte de travestismo extremo en la medida en que asumir su nueva identidad es un proceso que lleva tiempo. Una vez familiarizados, esa suerte de travestismo se disipa en aras de una legitimación del nuevo sexo que ahora les corresponde. Cabría entonces hacer la distinción: el transexualismo opera en el horizonte de los cambios profundos, mientras el travestismo lo hace en la esfera de la simulación. En este sentido Ifis ejemplifica ambas transformaciones de manera idónea: primero, el travestismo a que la someten su madre y la nodriza a fin de simular un género masculino que la salva de morir a manos del padre que tan sólo toleraría su descendencia a través del hijo varón; segundo, cuando próximas las nupcias con la doncella Yante, la diosa Isis se apiada de los ruegos de la propia Ifis para transformar su sexo y así encarnar el cuerpo de un hombre capaz de consumar una unión que si antes la propia Ifis consideraba “monstruosa”, incapaz de colmar el deseo (se lamenta Ifis, enamorada de Yante: “sed a medias ondas tendremos”), con el milagro de la transexualidad concedido por la diosa, esa unión se vuelve un matrimonio legítimo. Tiresias es también un ejemplo de transexualidad pero transitoria pues su metamorfosis en mujer dura sólo siete años. Su caso registra un simbolismo ligado a la sabiduría y el conocimiento necesarios en un ser que a la postre se convertirá en vidente. En este sentido hay que recordar a Mircea Eliade, en Mefistófeles y el andrógino,  cuando habla de una androginia ritual practicada por los chamanes siberianos que se visten con ropas femeninas, se comportan como mujeres, e incluso llegan a desposarse con otro hombre. “Puesto que el chamán reúne en sí los dos principios polares, y puesto que su propia persona constituye una hierogamia, restaura simbólicamente la unidad del cielo y de la tierra, asegurando, en consecuencia, la comunicación entre los dioses y los hombres. Esta bisexualidad es vivida ritual y extáticamente, siendo asumida en tanto que condición indispensable para la superación del hombre profano”.

En términos literarios, una revisión somera de los casos de travestismo antes  citados nos ofrece un esquema de varias posibilidades que si bien conllevan la crisis de las categorías de género, ficcionalmente buscan un objetivo más inmediato: 1) el disfraz de género como instrumento para lograr la supervivencia (casos de Ifis, Aquiles); 2) el disfraz de género como medio para conseguir un fin reparador (salvar al amado/amada: la princesa Budur, doña Juana en el Don Gil, Periandro en Los trabajos de Persiles); 3) el disfraz de género como vehículo de conocimiento (Tiresias, Orlando); 4) el disfraz de género como afán de aventura y medio para experimentar (el caballero d’Eon, Mademoiselle de Maupin).

Además del disfraz, otro elemento inherente al arte del travestismo literario es el secreto pues en todos los casos el disfraz urdido es materia de ocultamiento a los ojos del grupo social de referencia para lograr una simulación tan perfecta que pase inadvertida. Sin duda, esto obedece a la necesidad de simular según cánones de diferenciación sexual establecidos. A su vez, las leyes de esta necesidad tienen que ver con la prohibición y el castigo, en última instancia, formas todas ellas de censura e interdicción según los papeles asignados tradicionalmente al comportamiento de los sexos. Pero no estaría exento en los casos citados el afán de dominio y el placer del juego pues todos los personajes referidos encuentran en la perfección del disfraz una satisfacción que los eleva por encima de aquellos que  desconocen su secreto.

Travestismo autoral

Si el travestismo consiste en ponerse la ropa del sexo opuesto, simular una apariencia de género diferente a la propia en un disfraz tan perfecto que haga parecer verdadera la identidad en préstamo, entonces podría extenderse el término a ciertas obras en las que la persona del autor no corresponde genéricamente con el narrador que refiere la historia.

Por supuesto, a lo largo de la historia de la literatura se han presentado casos de travestismo autoral. Un ejemplo emblemático es el de Cecilia Böhl de Faber (1796-1877), que publicaba con el pseudónimo de “Fernán Caballero” sus libros. En una carta a su editor, Böhl de Faber señala: “Si se hubiera dicho que era una señora, nadie la lee”. En un medio tan patriarcal como lo fue la sociedad española del XIX, el crítico Eugenio Ochoa no dudó en declarar a Fernán Caballero como “el Walter Scott español”. ¿Hubiera sido lo mismo si se hubiera sabido entonces la verdadera identidad de Caballero? Un caso semejante fue el de la francesa Aurore Dupin (1804-1876), alias George Sand, quien asumió una personalidad masculina para firmar sus obras sin que su genio literario se viera puesto en duda por su condición de mujer. En el ámbito inglés son conocidos los casos de George Eliot y las hermanas Brönte/Bell. Un caso muy reciente de esta suerte de travestismo autoral es el del argelino Mohamed Moulessenhoul (1955), quien se firmó Yasmina Khadra para denunciar la brutalidad y los abusos de las autoridades islámicas de su país. La mexicana Josefina Vicens se firmaba “Pepe Faroles” para publicar sus crónicas taurinas pues en los años cincuenta escribir sobre toros era un coto exclusivamente masculino. En todos estos ejemplos encontramos razones de censura que obligan a sus autores a asumir un género distinto al original, pero no forzosamente nos hablan de una elección en aras de la creación misma.

En un ensayo sobre el travestismo de Alejo Carpentier al disfrazarse de “Jacqueline” para firmar una columna periodística sobre la moda en 1925, el investigador Ben Sifuentes nos habla de un “travestismo textual” para señalar este caso del uso de un nom de plume del afamado escritor cubano cuando aún no era famoso y tenía que ganarse el pan escribiendo sobre la moda femenina. Aunque Sifuentes no define en términos teóricos ese concepto es interesante que no use travestismo autoral sino textual porque así da cuenta de un proceso más complejo que el hecho de ponerse una máscara: la puesta en escena simbólica, social y cultural que es posible dilucidar en este disfrazamiento y que incide de manera intrínseca en los recursos formales y en la concepción de un mundo que se reflejan en el texto mismo y en la voz narrativa pues, como lo señala el ensayista, el travestismo “no es sólo cuestión de hacerse otro, sino también de (des)figurar el yo”.

Travestismo textual

Novelas en las que el género del narrador en primera persona no corresponde con el género del autor —quien echa mano de recursos de verosimilitud para que esta voz disfrazada parezca verdadera y simule una identidad ajena—, son realmente pocas antes del siglo XX. Es el caso de Moll Flanders (1722) del escritor inglés Daniel Defoe (1660-1731), en la que, no obstante el género del autor, es la propia protagonista quien nos relata la historia de su adulterio y prostitución, ascenso social, caída y finalmente redención como mujer pícara enla Inglaterra del siglo XVIII.

            Ya en pleno siglo XX, Marguerite Yourcenar pasa de la intención al acto, cuando en Memorias de Adriano (1951) declara en la primera página: “He ido esta mañana a ver a mi médico Hermógenes […] Es difícil seguir siendo emperador ante un médico, y también es difícil guardar la calidad de hombre”. Aquí, esta declaratoria puesta en labios de un personaje histórico define y facilita en principio muchas cosas pues, mientras el escritor no violente la imagen posible del personaje, tendrá nuestro voto de confianza en terrenos de verosimilitud. Además, gozará de nuestra empatía en la medida en que nos revela espacios de intimidad del personaje histórico seleccionado y lo humaniza y nos lo vuelve cercano.

            Un caso semejante se presenta en la novela monumental Noticias del Imperio (1987), en la que el mexicano Fernando del Paso toma la voz de la emperatriz Carlota, recluida en la locura y en su castillo de Bouchout, para recrear el melodrama de un episodio histórico de nuestro país. Aquí, Del Paso elige la primera persona para encarnar la voz de la emperatriz demente y hacerla decir: “Yo soy María Carlota Amelia Victoria Clementina Leopoldina, Princesa dela Nada y del Vacío, Soberana dela Espuma y de los Sueños, Reina dela Quimera y del Olvido, Emperatriz de la Mentira…” Así, con un sencillo acto declaratorio de la identidad, sin más aspavientos que los del peso de la historia y su documentación erudita, sin otros pases mágicos que los de apropiarse de un recurso estilístico cada vez más en boga como es el uso de la primera persona travestida, vamos de la mano de Del Paso, fascinándonos con las revelaciones delirantes y acumulativas de un personaje femenino tan demente como la historia misma del país en una puesta en escena novelística y casi teatral, pero no por ello menos verosímil.

            Otro caso reciente es el relato de César Aira, Cómo me hice monja (1993), que narra en primera persona las vicisitudes de una niña que se vive como tal pero que a la vez, en un giro de ambigüedad inusitado, es vista por los otros como el niño César Aira. Este caso extremo sin duda responde a una estética “neobarroca” que, en palabras de Omar Calabrese, consiste en “la búsqueda de formas —y en su valoración— en la que asistimos a la pérdida de la integridad, de la globalidad, de la sistematización ordenada a cambio de la inestabilidad, de la polidimensionalidad, de la mutabilidad”. En este sentido, Calabrese habla de nuestra época como una era signada por el ocaso de la integridad, un gusto por la incertidumbre en la obra y en su recepción, que ha dado lugar a numerosas teorías sobre la obra abierta, los rizomas y fractales en literatura, cine y otras manifestaciones culturales de marcada posmodernidad.

Pero no se trata sólo de un gusto sino de una necesidad: ante la falta de categorías estables, con la crisis de ideologías y epistemes unitarias, los artistas y creadores de las últimas décadas se han enfrentado a la tarea de buscar formatos que revelen de un modo más pleno la inestabilidad de una realidad mental y material cada vez más compleja y cambiante.

Entre nacer y llegar a ser

Tradicionalmente, el enfoque que ha predominado en cuestiones de sexualidad y  género es un esquema binario fijo que atribuye y distribuye principios y sustancias como si el hombre y la mujer, lo masculino y lo femenino fueran categorías inalterables, entidades abstractas definidas desde el principio de los tiempos, una suerte de identidades establecidas e inmutables que se rigen conforme a modelos de comportamiento asignados y esperados. Se trata de una visión signada por un esencialismo que otorga cualidades y características intrínsecas, apriorísticas, innatas a cada uno de los sexos. Así ocurre tanto en los mitos teogenésicos como en la asignación de los códigos de comportamiento social. Baste recordar, a manera de ejemplos, la díada “cielo Urano” (elemento activo) frente a “tierra Gea” (elemento pasivo) de cuya conjunción surge la vida, o la leyenda de Aquiles obligado por su madre a disfrazarse de mujer para evitar que combata en la guerra de Troya, donde le espera la gloria pero también la muerte. Oculto en la corte del rey Licomedes, Aquiles revela involuntariamente su verdadera identidad al precipitarse sobre las espadas que el ingenioso Odiseo ha colocado a manera de trampa entre las joyas ofrecidas a las mujeres de palacio, conforme a un esquema de comportamiento establecido: a los hombres les gustan las armas y las guerras, mientras a las mujeres les encanta todo aquello que enaltezca su belleza y vanidad.

            “No se nace mujer: llega una a serlo” dice una frase ya canónica de Simone de Beauvoir que ha servido de punto de partida a numerosos estudios en los que se establece una marcada diferencia entre sexo y género, entre nacer con ciertas  características y el despliegue de actividades que conllevan una actitud y una acción frente a los otros. La frase de Beauvoir revisaba el proceso de construcción del género en las mujeres, pero una lógica equitativa nos llevaría a plantear el caso contrario: “No se nace hombre, llega uno a serlo”. Una interesante vuelta de tuerca es la que se nos plantea al considerar el discurso literario creado por escritoras que usan la primera persona masculina para narrar sus historias. En la lógica interna de cada universo literario planteado, escritoras latinoamericanas como Josefina Vicens (Villahermosa 1911- Ciudad de México 1988), Silvia Molloy (Buenos Aires 1938), Cristina Peri Rossi (Montevideo 1941) y Cristina Rivera Garza (Tamaulipas 1964) han elegido en varias de sus obras para la voz narrativa en primera persona un género que en principio no les corresponde: el género masculino.

De hecho, en el caso particular del travestismo textual de estas autoras, esa frase canónica admitiría la siguiente precisión: “No se nace hombre, llega una a serlo”. Como creadoras y frente a la mirada del lector, a fin de suscitar su credibilidad, hacen uso de recursos estilísticos, formales y del imaginario simbólico y cultural a la hora de confeccionar esas entelequias en principio neutras que son sus personajes-narradores para irlos dotando de cuerpo, alma, y por supuesto, género. Para ello recurren a demostraciones, actuaciones y declaraciones que podrían asimilarse a lo que Judith Butler y Pierre Bourdieu llaman actos de performatividad y ritos de institución de variada índole en términos escriturales para así hacer verosímiles a sus narradores masculinos. Y de paso van conformando y deconstruyendo el modelo patriarcal masculino desde el punto de vista de la diferencia.

Del modelo falocéntrico más tradicional en Josefina Vicens en Los años falsos (1982), pasando por una crítica deconstructiva e irónica del discurso masculino en Cristina Peri Rossi en La última noche de Dostoievski (1992), a la distorsión en la voz doblemente embozada del modelo masculino homosexual en Sylvia Molloy en El común olvido (2002), a la crisis de identidad en la incertidumbre y ambigüedad del hombre-árbol-mujer de Cristina Rivera Garza en La cresta de Ilión (2001), nos vamos alejando del esquema monolítico de hombre para situarnos en el universo de lo impreciso, de lo indefinido, de lo vago que, según Calabrese, “se muestra por todas partes rico en seducción para la mentalidad contemporánea”. Pero también y sobre todo, en la transgresión y en el reto que es toda propuesta artística que se precie de serlo.

  •  Publicado en Laberinto, supl. de Milenio, 17 abril 2010.
  • Una versión adaptada de este ensayo se publicó como pról. en la antología Yo es ot@ / Cuentos narrados desde otro sexo (Cal y Arena 2010), con comentarios sobre los relatos incluidos.

Hacer el oso

 

«Limpia, fija y da esplendor», el lema de la Real Academia, siempre me ha sonado a frase publicitaria de grasa para zapatos como la de «El Oso»…

Y cada vez que escucho la expresión “hacer el oso” me viene a la mente el  baile de un plantígrado de pelaje oscuro que se movía torpemente en dos patas al ritmo de la pandereta que le marcaba un gitano con maquillaje de Pierrot venido a menos. El acto solía verificarse en la calle, ante un público de paseantes y niños que nos congregábamos en la colonia San Rafael para contemplar, entre el asombro y la risa, las payasadas del húngaro y su estrafalaria mascota. Mucho después supe que desde que era un osezno, al animal lo habían amaestrado para que hiciera su ritual sobre una plancha de metal ardiente, condicionándolo como perro de Pavlov con el sonido de la pandereta. El “baile” y los brincos se habían originado por los esfuerzos del animal para evitar que se le rostizaran las patas.

Al parecer algunos juglares medievales ya incorporaban el espectáculo en sus funciones, lo mismo que en la Rusia del siglo XVIII se perpetraba la costumbre para obtener unos rublos en los mercados y plazas. La acepción está consignada en el Diccionario de la Real Academia al menos desde fines del XIX y algunos dicen que Cervantes la emplea en El Quijote, pero yo no me la he topado aún. A la distancia, es un recuerdo lastimoso: al final de su vida de artistas en los años ochenta, el oso y su gitano deambulaban cada vez más astrosos: envejecido el primero, era un saco de huesos; enfermo de cirrosis el segundo, no podía quitarse una permanente nariz roja de clown.

            En el uso común, la expresión “hacer el oso” tiene un aire de espectacularidad: la reservamos para ridículos pantagruélicos, de esos que recordamos con insidiosa pena ajena si se trata de los otros, con auténtico bochorno si fuimos los protagonistas. Hace años le vi hacer tremendo oso a la actriz Angélica María en un programa de concurso en el que participaban estrellas del espectáculo y público general. A la pregunta de qué había dicho Cuauhtémoc cuando los españoles le quemaban los pies, respondió no con la frase legendaria de nuestra historia patria, sino con un abrumador sentido de realidad: “Ay, no sé qué dijo. Tal vez… ¿me duelen los pies?” Otros osos son memorables y forman parte de una educación sentimental: ¿cómo no recordar el del joven Carlitos, protagonista de Batallas en el desierto, que le declara su amor a la madre de uno de sus compañeros de clase y debe purgar la burla y los castigos de su atrevimiento?

            También nuestra historia nacional ha estado plagada de osos fuera de serie y para muestra dos: el de Santa Anna cuando le dedicó una misa de requiem a la pierna que había perdido en la defensa de Veracruz y la enterró con honores en el panteón de San Fernando, o el soberano oso de López Portillo al nacionalizar la banca y erigirse en fallido redentor de la patria en su sexto informe presidencial. Desconozco las vidas que se perdieron en todas las malas jugadas de Santa Anna frente a los ejércitos que combatió por vanidad y locura. Ignoro a cuántos mexicanos condenó López Portillo a la miseria más extrema con sus medidas populistas y mesiánicas al declararse defensor del peso mexicano «como un perro». Hoy, tras los fastos del bicentenario que muchos cuestionamos si valía la pena celebrar, padecemos un ignomini-oso cinismo: la ineficiencia gubernamental que ha cobrado más de veinte mil muertos y todavía nos amenaza: habrá más. (Y lo ha cumplido: en este 2012 suman sesenta mil los desaparecidos. Lo que es esforzarse en el mal…)

 (Buena parte de este texto se publicó en el 2010 en el suplemento Día Siete de El Universal, pero no he podido ubicar el número ni la fecha exactos. Ustedes disculparán.)