Juegos de alcoba

Aunque el ritual de la carne es el más antiguo del mundo —que no me vengan a decir que Eva le ofreció una manzana a Adán, cuando en realidad Eva misma era la manzana…

Columna *A la sombra de los deseos en flor*, revista Domingo de El Universal, 7 octubre 2012.

http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/Juegos+de+alcoba-963

Juegos de alcoba

Ana Clavel

Cuando Allan Stewart Konigsberg era un adolescente desconocido de Brooklyn solía preguntarse muchas cosas sobre el sexo. En principio, era el tipo de preguntas que todos nos formulamos desde que somos unos «perversos polimorfos», como definió Freud a los niños, pero concedamos que Konigsberg se atormentaba bastante cuestionándose sobre estos asuntos fundamentales de la existencia.

Tal vez había leído el Kamasutra o La musa pederástica de Estratón, obras de la antigüedad en las que se indaga en las inquietudes del cuerpo y los sentidos. Como era un ratón de la Biblioteca Pública de Nueva York, tal vez había consultado De Humani Corporis Fabrica del anatomista Vesalio y otros tratados de medicina, pero no fue sino hasta 1969 que encontró respuesta a muchas de sus interrogantes con el libro del Dr. David Reuben, Todo lo que siempre quiso saber sobre el sexo —pero temía preguntar.

El manual del Dr. Reuben causó gran impacto en materia de educación sexual y contribuyó a la liberalización de nuestra actitud hacia el sexo (a la fecha se ha traducido a 51 lenguas y alcanzado la cifra de más de 30 millones de ejemplares vendidos). Pero en particular, el año de su publicación, fue un parteaguas para Allan Konigsberg, quien, a pesar de haber cumplido 34, seguía formulándose un sinfín de preguntas prácticas sobre el sexo, y por entonces había adoptado el nombre artístico de Woody Allen.

Tres años después, Allen estrenaría una película homónima del libro, un filme clásico de 1972 que aún sigue arrancando carcajadas con sus ya míticas preguntas: ¿Son eficaces los afrodisíacos? ¿Qué es la perversión sexual? ¿Qué sucede durante la eyaculación?, entre otras. Imposible olvidar la escena del bufón y la reina con su cinturón de castidad de forma acorazonada, o el seno gigante que persigue a un joven a campo traviesa, o la pasión insana del Dr. Ross por una oveja, o al propio Allen en disfraz de espermatozoide, temeroso de que todo sea una falsa alarma masturbatoria.

Aunque el ritual de la carne es el más antiguo del mundo —que no me vengan a decir que Eva le ofreció una manzana a Adán, cuando en realidad Eva misma era la manzana—, lo cierto es que la mayoría de las obras sobre el tema suelen centrarse en la satisfacción masculina.

Por el contrario, en Juegos de alcoba (Ediciones B, 2012), Rocío Barrionuevo busca trazar un suculento mapa sobre el goce femenino. Con un estilo ligero y divertido que recuerda el tono de la mejor literatura licenciosa, la autora rastrea obras, autores y referencias sobre los placeres de Venus desde épocas arcaicas hasta nuestros días de orgasmos virtuales.

Mitos como el frenesí venéreo comentado en Lukios o el asno de Luciano (s. II), las instrucciones para abrir una bragueta según Rabelais y la escritora paraguaya Martha del Corral, o las fantasías eróticas de mujeres que serían capaces de secuestrar al mismísimo James Bond. Los concursos de coños de las alcobas europeas del XVIII y el extraño vicio del narcisismo genital. Los placeres de la fellatio que van más allá de cerrar los ojos y abrir obedientemente la boca, según Ausonio (s. IV a.C.) y Pauline Réage, autora de la afamada Historia de O, con todo y variantes de blow job como el «francés profundo» y el «francés bebido». Los secretos de la «Espuma de Venus», cuyo creador, Guillaume Levasseur, se hubiera ruborizado con los espectáculos tipo fuente del squirting, subgénero del cine porno que ha conquistado miles de admiradores en el mundo hipermoderno. Es decir, todo un catálogo razonado de usos y costumbres de esa sabrosa materia que es la erótica universal, con un sesgo de otredad.

Juegos de alcoba: una versión literaria y deleitable que bien podría llamarse Todo lo que siempre quiso saber sobre el placer de las mujeres —pero que ni ellas mismas se atreverían a confesar, una obra con la que, sin duda, el propio Woody Allen habría resuelto muchas otras de sus preguntas existenciales.

 

 

 


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