Ponerle la cola a la quimera*
Como todos los géneros anfibios, la novela corta se resiste a las categorías fijas. El poema en prosa, las sirenas y el andrógino comparten esa naturaleza ambigua y escurridiza a las definiciones y a las identidades sedentarias, pero no por ello dejan de ejercer su fascinación en el pensamiento normativo.
Tendido entre dos extremos reconocidos por la tradición —el cuento y la novela—, nuestro animal fantástico es también puente colgante, delta, frontera, interfase, plancton, horizonte tenue. Me sorprenden las clasificaciones recientes que buscan distinguir entre novela corta y novela breve. Antes eran sinónimos y me parece una labor banal adjudicar a la novela breve una tensión y cohesión acumulativas que, según estos taxonomistas extremos, la novela corta no posee porque cifran su radical diferencia en la extensión. Dicen: ni tan corta como un cuento, ni tan larga como una novela. Entienden por “corta” una función adjetiva, no nominativa. Creo más bien que hay novelas cortas o breves bien urdidas y que hay otras historias de cierta extensión que, sin llegar a convertirse en novelas, son más bien cuentos largos o, lo que de manera tradicional antes solía considerarse llanamente como relatos. Atribuir el término “novela” a todo relato de cierta extensión, me resulta incongruente: una novela requiere un trabajo de composición, de armado, de estructuración que no puede reducirse al acto de narrar acumulativo de un relato. Para explicarme mejor, desarrollaré dos ideas que juzgo pertinentes a la hora de intentar ponerle la cola a la quimera.
La “vertical horizontalidad” de la novela corta
La frase tiene ecos de “la incurable otredad que padece lo uno” de don Antonio Machado. No sólo por su sonoridad evidente, sino por las correspondencias de alteridad que guarda toda ontología que se precie de serlo y más tratándose de una categoría anfibia como la que nos ocupa. Todos hemos oído hablar alguna vez de la horizontalidad de la novela y de la verticalidad del cuento. Morosidad del tempo de la novela frente a la epifanía fulgurante del cuento. Universo sombra de la novela frente al agujero negro del cuento.[1] La novela río frente al cuento tigre. La novela que gana por decisión mientras el cuento lo hace por knockout.
Si pensamos en una gráfica de ejes “x – y” como la que todos hemos visto en secundaria, en la que “x” fuera la variable de tiempo y “y” la variable de trama-intensidad, la novela se desarrollaría con subidas, planicies, picos y caídas, por supuesto registrados en el eje de la “y”, pero sobre todo a lo largo del eje de la “x”. El cuento, en cambio, ofrecería una gráfica más concentrada y sus desplazamientos se verificarían sustancialmente en el eje de la “y” y en un breve tramo del eje de la “x” porque, en principio, desarrolla un solo conflicto, aunque muchas veces esté entramado como si contara dos historias.[2] Pues bien, la novela breve conjunta ambos universos, se extiende en el eje temporal pero se adensa en el eje de la intensidad. Su figura no es la de un gráfico acentuado ni la de una gráfica dilatada, sino una figura extensa a la vez que concentrada —una res ex-tensa—. Por eso es que textos de extensión morosa que no llegan a tramarse e intensificarse como si cada parte jugara un papel crucial, no me merecen la calificación de novelas cortas. Son, vuelvo a repetirlo, cuentos largos, extensos, meros relatos. O capítulos o apuntes de novelas, pero no novelas cortas. Nada que ver con la maestría de La muerte de Iván Ilich o Crónica de una muerte anunciada, piezas en las que la “incurable otredad” de ser verticalmente horizontales va de la mano con una cohesión esferoide.
(Refiriéndome a mi propio trabajo: según esos nuevos taxonomistas mi novela El dibujante de sombras sería una novela corta por su extensión de apenas doscientas páginas; sin embargo su aliento totalizador, su intención de dar una idea panorámica y de decirlo todo respecto a un personaje tocado por el misticismo del arte y del amor en el Zürich de finales del siglo XVIII, la convierten decididamente en una novela en toda la extensión de la palabra. En cambio, Las Violetas son flores del deseo sería una novela breve no sólo por su extensión, sino por la fuerza o la violencia de sus nudos que me llevó, en algo más de un centenar de páginas, a dar cuenta a profundidad de esos abismos a los que es posible asomarse cuando se asume que el deseo es un territorio que nos vuelve otros.)
La “cohesión esferoide” de la novela corta
Cuando hablo de cohesión viene a mi mente de inmediato la imagen de una esfera y sus poderosas fuerzas y vectores centrípetos. Pero una esfera es una figura abstracta e ideal: no existen esferas en la naturaleza. Nada me disgustaría tanto como celebrar una cohesión esférica, inerte, irreal porque la perfección no tiene que ver con la literatura. Así, aunque suene a distorsión esquizoide, prefiero el término “esferoide”.
Según la ecuménica Wikipedia, un esferoide es “un elipsoide de revolución, es decir, la superficie que se obtiene al girar una elipse alrededor de uno de sus ejes principales c, también llamado eje de simetría”.
Un esferoide puede expresarse matemáticamente de esta forma:
siendo e la excentricidad de la elipse, a y c los semiejes, y estando situado c en el eje de coordenadas posibles. Esta terminología que aparenta ser inerte y exacta me resulta idónea para hablar de la cohesión de los elementos de la novela breve por su incertidumbre perfecta: pensarla algo así como directamente proporcional a los grados de tensión de sus partes o vectores y a la excentricidad de su propuesta. En resumidas cuentas: un cuerpo con sus propios centros de gravedad, sus pulsiones de garras verticales, su ronroneante horizontalidad.
Morosidad incandescente
A riesgo de imprecisión, dispararé una definición de cercanías: la novela corta es una novela en toda la extensión de la palabra a la que se le han suprimido todas las caídas y todas las planicies. Una suerte de morosidad[3] perentoria e incandescente que sabe que no posee todo el tiempo del mundo para buscar y recuperar lo perdido, sino unos pocos capítulos. O es un cuento que ha crecido en el desarrollo de alguno de sus elementos, ganando en densidad más que en simple extensión. En ella, la novela breve, masa y densidad son proporcionales. No como en el cuento tigre, sin un gramo de grasa extra,[4] o como el iceberg, cuya masa aparente debe ser inversamente proporcional a la densidad oculta, según la conocida teoría de Hemingway. Pero como el cuento, se limita a decir o sugerir lo indispensable: nunca de más. Pero como la novela, aborda otros aspectos que el cuento apenas apuntaría, o dejaría como sugerencia. En resumidas cuentas que la poética de la novela corta es la de la ambigüedad y una incierta certeza: la de su certera incertidumbre pues cada novela breve, si buena, es siempre excepcional: impone sus propias leyes.
Las Violetas: una neobotánica del deseo
Este libro surgió de un sueño que me fue confiado. Su hechura se realizó en cuatro meses febriles, pero para escribir su primera línea: “La violación comienza con la mirada”, tuve que esperar más de veinte años a que Las Hortensias que había leído en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM en una clase del escritor Gonzalo Celorio florecieran con una extraña voluptuosidad; así como tuve que recordarme mirando mirar a los hombres: lecciones silenciosas del deseo y sus anatomías que contemplé en la mirada de hermanos y primos mayores desde que era niña.
Muy al principio, cuando apenas estaba urdiendo el corazón del texto, sabía que se avecinaba una historia de mayor aliento: una novela, no un cuento. Un cuento no me habría bastado para entramar el relato en primera persona de un hombre y sus deseos clandestinos por su hija adolescente; la ritualización de ese deseo en una serie de muñecas sexuadas, primas menores de las Hortensias; el universo de percepción y fantasía masculinas; el enrarecido mundo de una hermandad que se cierne amenazante para erradicar toda huella de perversidad… Pero tampoco imaginé que lo que se venía era una novela corta. Creo que fue la historia, los conflictos que había que anudar y dar a luz, las historias concéntricas que podían adensar los territorios de deseo, frustración y fantasía del protagonista Julián Mercader y los personajes incidentales en su vida (uno de mis favoritos: el personaje de la perfumista Clara que ayuda a Julián con la confección de un perfume particular para cada Violeta), supongo que fue todo eso lo que me hizo considerar una urdimbre mayor con una cierta amplitud horizontal y morosa. Pero fue todo eso también lo que determinó el aliento incandescente y perentorio, la brevedad de los capítulos y sus cierres sugestivos a veces como de final sorpresa, otros abiertos, otros de tono profético y contundente de quien cuenta algo con el peso de saber toda la historia, cierres que había trabajado desde mi experiencia con el cuento, en resumidas cuentas esa verticalidad acumulativa e incierta, quiero creer, un poco rizomática y excéntrica, de esta neobotánica del deseo, a la que obliga la lectura hurgante de Las Violetas. Como dice mi amigo el microbiólogo Juan Arciniega al enterarse de las reacciones revulsivas que esa novela provocaba: “… no es fácil que la gente se atreva a plantarse sin trepidación ante un espejo literario para examinar sus propios sentimientos enjaulados”. Y es esa densidad morosa, obsesiva y divagante, incandescencia horizontal, la que obliga a una cohesión esferoide, a una gravitación en fuga hacia abismos inciertos de seducción, alejada por completo de una esfericidad perfecta, indiferente y equidistante, para conformar, en cambio, una figura articulada, con miembros y floraciones extrañas, orientados en semiejes, cuya correspondencia y cohesión es la de una perfecta asimetría. Es decir, aquí, irrepetible, sólo válida para Las Violetas son flores del deseo, un cuerpo, un simulacro, una Violeta la novela misma.
Es todo lo que tengo que decir al respecto. Sólo como coda añadiré que la cola de la quimera es particularmente elusiva. Por eso, para quien no haya quedado claro alguno de los escurridizos conceptos aquí vertidos, no tengo más remedio que proponerle entonces más que una poética, esta receta sui generis.
Coda 1
Caldo largo
de cola
de quimera
Ingredientes:
1 quimera, vivita y coleando.
Agua de mar.
1 jitomate.
1 cebolla.
4 dientes afilados de ajo.
Hierbas de olor.
Culantro muy picado.
Sabido es que el pez por la boca muere,
pero a la quimera hay que atraparla con
un anzuelo en el que habrá de
disponerse un espejo de
ámbar. Una vez que
la haya reservado
en la pileta de la
cocina como si
se tratara de
una sirena
cualquiera,
cuídese de
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mirarle la
punta de la
aleta caudal,
o
de lo contrario
nunca llegará
a preparar el
delicioso
caldo de
cola de
quim-
era
*
Coda 2
La novela in extenso suele ser imperfecta y basar en la desmesura su deslumbramiento acumulativo: pienso en Ulises o Noticias del Imperio. Antes señalé que la perfección no tiene que ver con la literatura. Pero me gusta contradecirme: como el cuento tigre, la quimera novela corta adolece de perfección (Aura y por supuesto Las Hortensias).
*Ensayo incluido en Una selva tan infinita. La novela corta en México (1872-2011). Gustavo Jiménez, coord. México, UNAM-Fundación para las Letras Mexicanas, 2011, t. I.
[1] Es una suerte de poética personal sobre la estética del cuento y su densidad concentrada de agujero negro y la novela como universo sombra de alteridad entramada, en gran medida retomando conceptos de la física más reciente y puede leerse en A. Clavel, “El universo narrativo de la sombra”, en Posdata, supl. de El Independiente, México, 19 de julio de 2003, pp. 8 y 7. Aparece también, aunque ya orientada sobre el tema de la novela en particular, con el título “La novela como género de incertidumbre”, en Cristina Rivera Garza, comp. La novela según los novelistas, México, Fondo de Cultura Económica, 2007.
[2] La idea de que un cuento siempre cuenta dos historias, la desarrolla Ricardo Piglia en Formas breves, México, Anagrama, 2000.
[3] El concepto de “morosidad en la novela” es inaugurado por don José Ortega y Gasset en La deshumanización del arte e ideas sobre la novela (1925).
[4] La idea creo haberla leído en un texto sobre el cuento del autor dominicano Jorge Onelio Cardoso, pero no he podido verificarlo. Tal vez lo soñé.