Columna *A la sombra de los deseos en flor*, revista Domingo de El Universal, 27 de abril de 2014: http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/Caperucita+en+la+cama-2399
Caperucita en la cama
Ana Clavel
En 1697 Charles Perrault adaptó varios cuentos de la tradición oral para entretenimiento de los salones de la época de Luis XIV. Al retomar el caso de Le Petit Chaperon Rouge lo hizo sabiendo que se trataba de un tipo de relato que los alemanes llaman «Schreckmärchen«, es decir, una historia de miedo para prevenir a las niñas del trato con desconocidos. Por eso descartó elementos sanguinarios del núcleo original como el episodio en que el lobo, ya en el papel de abuelita, invita a la niña a consumir carne y sangre pertenecientes a la anciana mujer a la que acaba de destazar. Pero conservó el final aleccionador en el que la protagonista es engullida por el lobo. Fueron los hermanos Grimm en 1812 los que introdujeron un final feliz en el que ella y la abuelita son salvadas por un cazador, que es como nos ha llegado en las adaptaciones inofensivas de la historia. Pero hay un lado en sombra que escritores, directores de cine, videoastas y creadores de animé no se han cansado de explorar. Y ese lado mórbido se encuentra en la entraña del cuento original.
Al parecer, hay un contenido latente de sexualidad infantil. En Psicoanálisis de los cuentos de hadas (1976), Bruno Bettelheim concibe en el rojo de la caperuza que la abuela le regala a la nieta la representación de la pulsión irrefrenable de la sexualidad. Otros la consideran una marca de la menstruación y la llegada de la pubertad. El sugerente lance de la cama entre Caperucita y el lobo es a todas luces una escena de seducción por partida doble: primero, por el lobo que la invita a la cama para “calentarse”; segundo, por las preguntas aparentemente ingenuas de la niña que, cual Alicia curiosa, interroga sobre el tamaño de los atributos corporales de su predador. Es posible ver en el acto de devorar a Caperucita, y antes a su abuela, una metáfora de la penetración, e incluso, la violación. De hecho, en la versión de Perrault, el lobo no se disfraza de abuelita sino que simplemente se acuesta en la cama. Al llegar Caperucita, le pide que se meta entre las sábanas. Ella se desnuda y se acuesta con él con las consabidas consecuencias.
Más allá de la intención moralizante, el relato de la niña que se adentra en el bosque y atrae la atención del presunto lobo, pone en evidencia la circulación del deseo provocado por una pequeña virgen. A esto se suman su comportamiento equívoco al contravenir las instrucciones maternas de no hablar con extraños, confiarle al lobo toda la información sobre su destino la primera vez que lo encuentra en el bosque, así como el intercambio seductor que, con apariencia de inocencia y curiosidad, sostiene con su predador en la cama. De este modo, nos encontramos ante uno de los antecedentes literarios del fenómeno de Lolita, no sólo por el lado de la voracidad de apetitos que desencadena la pureza de la infancia, sino por la actitud de la niña que juega con fuego y sigue sus propios instintos transgresores y sexuales —o por lo menos, como quiere verla el deseo masculino: como un sujeto provocador y también deseante—. Esta ambigüedad fue percibida por el grabador Gustave Doré en una de las más famosas representaciones de Caperucita en la cama con el lobo (1883), donde el rostro de la niña transpira fascinación.
Qué diferencia respecto a la mayoría de cuentos tradicionales cuyas heroínas juveniles buscan preservar su pureza, no obstante las pruebas y tentaciones a que se ven sometidas. Blancanieves, Cenicienta, Rapunzel, son personajes femeninos cuyas desventuras ejemplifican el difícil tránsito de la adolescencia a la madurez virtuosa. Pero ninguna de ellas se vuelve objeto-de-deseo/sujeto-deseante de forma tan declarada como en el ambiguo caso de Caperucita en la cama.
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