Columna *A la sombra de los deseos en flor*, revista Domingo de El Universal, 26 de abril de 2015.
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La prisión del amor
Ana Clavel
Según Platón somos seres aprisionados en la caverna de una realidad aparente. La famosa alegoría de la «Caverna de Platón» da cuenta de ello: un grupo de hombres encadenados de pies y manos en una cueva se hayan imposibilitados para moverse. Como tampoco pueden girar la cabeza, lo único que hacen es contemplar una de las paredes interiores, donde aparecen las sombras de otros seres que deambulan en el exterior y que son proyectadas ahí por la iluminación de una hoguera. Así pues los hombres encadenados creen que lo que miran son imágenes verdaderas, cuando en realidad son sólo un reflejo de otro mundo. Así da cuenta el filósofo griego de la falaz naturaleza humana aprisionada en una realidad ficticia.
A lo largo de la historia, la metáfora de la prisión ha sido también usada para resumir las limitaciones en que nos sumerge la pasión amorosa. En 1492 Diego de San Pedro publica la novela sentimental Cárcel de amor, en la que su protagonista Leriano se encuentra encadenado por un monstruo llamado Deseo que lo tiraniza y consume hasta la muerte. Una prisión alegórica que busca aleccionar a los profanos para que se cuiden de caer en ese velo que nubla los sentidos y rapta el alma de forma engañosa.
Un pasaje que alude a la naturaleza imaginaria del amor se encuentra en el tratado Sobre el amor (1822) de Stendhal. Ahí su autor habla del enamoramiento como un fenómeno de cristalización, una fantasía del espíritu que se crea de modo semejante a cuando se arroja una frágil ramita en el interior de una mina de sal. Si se la recoge al día siguiente, se la encontrará cuajada de irisados diamantes que la rama original no tenía. En cuanto a la pasión subsecuente, no es gratuito que Stendhal refiera la descripción de una enamorada para quien la presencia del amado es comparable a la ingestión de un veneno, una intoxicación de los sentidos que conlleva la percepción de la muerte.
Pero si la pasión amorosa suele implicar estados de exaltación y sufrimiento, ¿por qué nos entregamos a su dominio y consideramos que no hay vida digna si no se ha amado borrascosamente? Existe un concepto psicoanalítico que en cierta medida podría explicar las cosas: el «goce sufriente», ese placer enfermizo que derivamos de repetir una experiencia dolorosa porque de ese modo nos reafirma y da razón de ser.
En el espléndido ensayo «La prisión del amor» del escritor mexicano Hernán Lara Zavala (publicado por Taurus en el volumen del mismo título), su autor señala que las mejores novelas del siglo XX enfatizan el «carácter perverso» de las historias de amor. Novelas como Santuario de Faulkner, El coleccionista de Fowles, Lolita de Nabokov, desarrollan protagonistas «que, para poseer por entero al objeto amado, se ven en la necesidad de recurrir a la fuerza para retenerlo, aunque sea de manera ilusoria». Es así como la metáfora de «la prisión del amor» encarna de una manera literal y extrema, aunque muy pronto nos veamos enfrentados con la paradoja: ¿quién es el verdadero preso: la víctima amada o el victimario-amante-secuestrador?
No es gratuito que Lara Zavala culmine su ensayo con la novela de Pauline Réage, Historia de O, relato de la esclavitud sexual de una mujer como una ofrenda total al ser amado, en la que la prisionera se erige a través de la sumisión en soberana de su destino: «Guárdame en esta jaula y aliméntame poco … Todo lo que me acerca a la enfermedad y al límite con la muerte me hace más fiel a ti».
Esclavitud liberadora que parece hacer suyas las palabras del poeta sirio Adonis: «El pájaro está de paso / La jaula no tiene fin». Una reflexión que la protagonista de 50 sombras de Grey hubiera podido considerar de no estar tan aprisionada en un erotismo anodino y convencional.