Nunca había hecho el amor con un príncipe. No era especialmente guapo pero tenía un aire indolente de haber pasado por todo, esa suerte de condescendencia con que uno pensaría que mira la realeza desde su trono…
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Secretos de la realeza
Ana Clavel
Nunca había hecho el amor con un príncipe. No era especialmente guapo pero tenía un aire indolente de haber pasado por todo, esa suerte de condescendencia con que uno pensaría que mira la realeza desde su trono.
Le ayudaba que todos sabían de su pasado ilustre, heredero de una de las casas de Europa central que por azares de un destino socialista en vez de hacerse mecenas como sus antepasados, tuvo que trabajar para sostenerse a sí mismo convirtiéndose en un escritor sarcástico de los regímenes y de las ideologías.Cuando me lo presentaron en un congreso de escritores y me retuvo la mano entre las suyas, giré su antebrazo pues en esa piel interior se reconoce mejor el color de las venas. En efecto, las suyas eran azules. Yo había leído que en otros tiempos la gente del pueblo, acostumbrada a la falta de baño, veía a los acicalados nobles y les atribuía una realeza de sangre por el simple hecho de que sus venas se transparentaban en la piel limpia, sin rastros de mugre ni sudor. Él entendió mi gesto y giró entonces mi brazo señalando el cauce cerúleo que se ensanchaba en la muñeca. “Tú también eres de sangre azul…”, sonrió en un inglés fragmentado. Así que nos reconocimos.A pesar de las deficiencias del lenguaje —él sólo hablaba húngaro y alemán y masticaba un poco de inglés— conseguimos comunicarnos. También ayudaba el hecho de que todos se plegaban a sus deseos: era el invitado de honor en el congreso, y además su currículum con abolengo le sacaba a la gente ese espíritu servil y de clase que obra hasta en los más revolucionarios. Así que bastó que hiciera ademán de: “Quiero a la princesa Ada a mi lado” para que el organizador del encuentro fuera por mí a mi mesa y me dispusiera un lugar al lado del aristócrata escritor durante la cena de clausura.Antes, sólo había habido escarceos. Miradas cálidas y sonrientes que casi recordaban las buenas maneras con que la realeza otorga la gracia de su aquiescencia. Bueno, también un encuentro intempestivo después de la mesa de presentación de otros colegas, en que se me acercó por atrás y acarició mi nuca. De seguro, pero no se me ocurrió entonces, buscaba el lugar exacto donde podría caer la guillotina. De todos modos no dejó de extrañarme la manera con que se concedía el derecho de estirar la mano y tomar lo que se le antojara. Me di la vuelta con un pudor que rayaba en el rechazo: “Por menos de eso, en mi reino ya te habrían cortado la mano. ¿Acaso en el tuyo no saben que para llegar al cuello de una mujer hay que esperar a que ella misma lo doblegue?”.Sonrió porque no había entendido más que a medias mis palabras, pero sí por completo mi actitud. Sus ojos brillaron sed de cacería. Supuse que así se les iban los ojos a los nobles de su raza tras una gacela esquiva en los bosques donde antaño se ejercitaban en el arte de la cetrería.También hubo ocasión para que se diera el lujo de ponerse romántico: luego de mi lectura, cuando llegué a mi habitación, me encontré con una flor aposentada en la almohada. Junto a la flor, una hoja de papel con unas líneas a mano plagadas de diéresis. Lo había escrito en otro idioma que ambos sabíamos yo no conocía, pero era obvio que se trataba de un poema. “Vaya, vaya, me dije, así que los nobles también pueden ser galantemente cursis”, y sonreí halagada.Sin embargo, fue hasta la cena de clausura que ya no me dejó escapatoria: tomó mi mano y no la soltó más que para besarme y tocarme primero al pie de las escalinatas que conducían a las habitaciones, después en la suite que como personaje de honor le habían destinado en el hotel. Sus besos eran golosos y no pude evitar pensar en esos “bocados reales” que ineludiblemente uno no puede dejar de llevarse a la boca por más que no se tenga antojo. Lo mismo me pasaba con él. No me atraía particularmente pero me intrigaba un prejuicio de clase: ¿había algo diferente en la manera de hacer el amor de un caballero noble?
Confieso que sus maneras amatorias eran delicadas en extremo. Tal vez nadie me había hecho el amor con tanta suavidad y esmero. Como si quisiera dejar en las actas de mi cuerpo el sello de su real proceder y poderío. Por supuesto, para evitar problemas —como sería eso de ir dejando bastardos por todos los pueblos del orbe—, en el último momento se vertió fuera de mí.
Durante los minutos que tardamos en salir del paraíso, comenzó a acariciar mi nuca doblegada.
—¿Sabes que la decapitación era un privilegio de los nobles? —farfulló mi príncipe entre un inglés primitivo y la suerte de mímica que habíamos adoptado para comunicarnos.
Asentí. En un libro sobre el doctor monsieur Joseph Guillotin me había enterado que, aunque no había sido el verdadero inventor del instrumento que lo hiciera famoso, había propuesto su uso para aminorar el dolor de los condenados a muerte. Así, sus esfuerzos sirvieron más bien para “democratizar” la decapitación por cuchilla que antes sólo se concedía a la realeza: poco antes de la Revolución francesa también los plebeyos pudieron morir de un modo menos innoble como antes por la horca o el garrote.
—¿Sabes también que a las amantes se las mandaba matar si hablaban demasiado? —me dio a entender con un gesto con el que selló mis labios con sus dedos para después hacer la seña de un corte en el cuello.
Sonreí porque ambos sabíamos que no había amenaza real de por medio. Al contrario, era un Casanova y le agradaba que su fama se extendiera más allá del Danubio. Volvimos a acariciarnos. Otra vez la batalla de los cuerpos: frenética, a muerte. Vencíamos los dos, cada uno en su reino, cuando de pronto se detuvo en seco. Se colocó en cuclillas, invitándome a que lo tocara por detrás. Deslicé la lengua por su columna vertebral, desde sus nalgas hasta el cuello. Entonces deposité debajo de la segunda cervical un beso profundo y cortante que le arrancó de un tajo un resoplido con mi nombre. Se ofrecía al sacrificio. Así entendí que los nobles pueden perder la cabeza por voluntad propia, no sólo en la guillotina.
Publicado en revista Nexos, octubre 2012.