Prohibido pasar

Columna *A la sombra de los deseos en flor*, revista Domingo de El Universal, 10 de mayo de 2015.

http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/Prohibido+pasar-3732


 

Prohibido pasar

Ana Clavel

 

Basta con que alguien ponga un letrero de «prohibido tocar» para que nos surja un cosquilleo en la punta de los dedos. Claro, se trata de la transgresión y su poder sobre nosotros. Ahí está por supuesto la manzana de Eva y Adán y el imperativo: «Del fruto de este árbol no comerás» para que se desencadenara toda la historia de la culpa y de nuestra civilización. Es que, al parecer, lo prohibido tiene dedos, tacto. Por eso nos “tienta”. ¿No es tentar, la tentación, una metáfora en sí misma y perfecta? Es que siempre pensamos con el cuerpo por más que creamos que lo hacemos con la cabeza — y a final de cuentas no se nos olvide que el cerebro también es cuerpo.

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Ana Clavel y Paul Alarcón, La censura también es fuente, 2005.

Ana Clavel y Paul Alarcón, La censura también es fuente, 2005.

 En el comienzo de la famosa película El ciudadano Kane (1941) aparece en primer plano un letrero en una reja: «No trespassing» (No pasar), mensaje inquietante que más que inhibirnos nos invita a dejar atrás las vallas de lo permitido para incursionar en la vida de un personaje egocéntrico, millonario y solitario, que antes de morir ha dicho una palabra misteriosa: «Rosebud». Pero ni amigos ni periodistas atinan a encontrar su significado porque representa un recuerdo infantil que sólo al traspasar los límites conocidos, nos es posible vislumbrar en todo su fulgor de paraíso perdido.

La novela El nombre de la rosa (1980) de Umberto Eco da cuenta de una serie de asesinatos en una abadía medieval, donde se oculta la existencia de un libro peligroso: un tratado sobre el arte de la comedia y la risa liberadora, presuntamente escrito por Aristóteles. Todo aquel que intenta incursionar en su lectura, deberá pagar con una muerte cruel, su atrevimiento. Pero no por ello los ávidos lectores se detienen y se arriesgan con delectación en saborear lo prohibido.

Hace unos años publiqué una novela llamada Cuerpo náufrago en cuya portada me propuse intervenir un desnudo femenino del pintor Ingres: La fuente de 1856. A pesar de que se trataba de una pintura, los editores me advirtieron que habría librerías que no estarían dispuestas a mostrar la imagen en sus anaqueles. Entonces se me ocurrió usar esas bandas amarillas como las que se emplean para señalar precaución y peligro, y las dispuse sobre senos y pubis de la modelo con la leyenda «Prohibido pasar / Zona de riesgo». Como la novela tenía que ver con la idea de que, más que almas encarceladas en la prisión de la carne, somos cuerpos aprisionados por nuestras mentes, las bandas ponían en evidencia los prejuicios e inhibiciones acerca de ese paraíso inmediato que surge a partir de nuestra piel. La imagen resultante fue todavía más seductora porque incitaba a traspasar lo prohibido de una manera provocadora y a la vez sutil.

PORTADA LIBRO JANE LAVERY

Recientemente apareció en Reino Unido el libro de Jane Lavery: The Art of Ana Clavel / Ghosts, urinals, dolls, shadows & Outlaw desires, publicado por la prestigiada Legenda Books, editorial especializada en estudios de arte y humanísticos. En su ensayo, la investigadora de la Universidad de Southampton pone atención en el carácter transgresor y la temática de deseos ilícitos que aborda, en su narrativa y en los multimedias que ha generado alrededor de sus novelas, cierta autora de cuyo nombre no puedo olvidarme. Casi 300 páginas de un estudio riguroso y un andamiaje teórico para revisar la obra de esta «escritora multimedia» mexicana contemporánea. Y pensar que todo empezó cuando la Dra. Lavery descubrió un día el portal www.cuerponaufrago.com y al pasar el cursor sobre las bandas que ocultaban las zonas de riesgo de la imagen de la portada —ah… la magia digital—, éstas se desprendieron como una invitación a trasponer los límites, a transitar justamente por donde decía «prohibido pasar». Y luego, siguió el camino de su propio deseo.


¿Nínfula o ninfeta?

Columna *A la sombra de los deseos en flor*, revista Domingo de El Universal, 8 de febrero de 2015.

¿Nínfula o ninfeta?

Ana Clavel

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 David Hamilton, Age of Innocence, 1995

David Hamilton, Age of Innocence, 1995

Con Lolita, el escritor ruso Vladimir Nabokov inauguró en 1955 un mito y dio a conocer un singular espécimen. El mito: la enfant fatale. El espécimen: la “nínfula”. Sin embargo, lectores y seguidores del libro suelen toparse con la versión “ninfeta” para designar a la adolescente que irradia una “gracia letal” desde sus páginas, y que sume a su protagonista cuarentón en los abismos de la tentación y el deseo. Etimológicamente “ninfa” proviene del griego νύμφη: novia, la que porta un velo. El Diccionario de la Real Academia la define como “cada una de las fabulosas deidades de las aguas, bosques, selvas”. Otra acepción ahí consignada se refiere a los insectos de metamorfosis intermedia, estado juvenil de menor tamaño que el adulto, con incompleto desarrollo de las alas, que es, en lo referente a la edad temprana, la acepción más cercana al concepto empleado por Nabokov en su novela:

“Entre los límites de los nueve y los catorce años, surgen doncellas que revelan a ciertos viajeros embrujados, dos o más veces mayores que ellas, su verdadera naturaleza, no humana (o sea demoníaca); propongo llamar “nínfulas” a esas criaturas escogidas.”

Nabokov utiliza la palabra inglesa nymphet en el original de su libro, razón por la cual los estudiosos de habla hispana que han leído la obra en inglés, suelen usar el término “ninfeta” en vez de “nínfula”, que es como aparece en la traducción que circula en español desde 1959, realizada por Enrique Tejedor, pseudónimo del argentino Enrique Pezzoni.

En un artículo aparecido en la revista Letras Libres en 2001, Ernesto Hernández Busto consigna una lista de omisiones y distorsiones debidas a la censura de Tejedor sobre todo en materia sexual, que nos recuerdan la veracidad del famoso dicho: Traduttore, traditore (traductor, traidor). Pero, en lo referente a la decisión de cómo se nombró ahí a la pequeña ninfa, salvo por quienes se refieren a Lolita con el anglicismo “ninfeta”, trasladado del original, nadie parece reparar en el hallazgo de la palabra “nínfula”.

Cuando Nabokov decide usar la palabra nymphet para designar a esas pequeñas ninfas de naturaleza demoniaca, emplea un término consignado ya por The Century Dictionary y atribuido al poeta Michael Drayton en 1612, fecha en que publica su extenso poema Poly-Olbion, donde usa la palabra nymphets para referirse a ciertas deidades menores que juguetean en los bosques de Inglaterra.

David Hamilton, fotograma de Bilitis, 1977
David Hamilton, fotograma de Bilitis, 1977

La expresión “nínfula”, en cambio, parece ser una derivación creada por Enrique Tejedor, a partir de la palabra “ninfa” y el sufijo latino –ula: diminutivo femenino. Esta adaptación culta no violenta las reglas del castellano al hacerse eco de nuestra lengua latina madre, y goza, además, de aumentar el grado de sonoridad dulce por el uso de una consonante líquida como la «ele» –una suerte de ensoñación fonética que conocía Nabokov al decir en las líneas iniciales de su obra:

“Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo.Li.Ta”.


 Los lectores y críticos que conocen el original en inglés suelen sorprenderse de que el traductor al castellano no haya empleado la palabra “ninfeta” –no obstante la tonalidad despectiva que en español sugiere ese anglicismo–, pero lo cierto es que el uso de “nínfula” se ha extendido en la designación de las ninfitas nabokovianas y de todas aquellas otras lolitas que han surgido a partir de entonces. Y tal vez ha sido así por la dulzura de su fonética que la acerca a la esencia sutil, volátil de estos seres perturbadores, sugerida en la frase inicial de la novela: “Lolita, light of my life”. Una de esas ocasiones en que el traductor no es traidor.


Deseos malignos

Columna *A la sombra de los deseos en flor*, revista Domingo de El Universal, 25 enero 2015: http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/Deseos+malignos-3264

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Piñas

Deseos malignos

Ana Clavel

 

Enero suele venir cargado de deseos. Según creencia popular, sus primeros 12 días son simbólicos al representar lo que nos sobrevendrá en los meses restantes del año. Es sabido que Sigmund Freud asignaba a los deseos no realizados un papel trascendental en la conformación de las neurosis de sus pacientes.

Al mismo tiempo reconocía la importancia del deseo postergado, insatisfecho, porque si hay algo que el hombre no puede permitirse es el goce absoluto. Ésa es, al parecer, la moraleja de un bello cuento narrado en la novela El cielo protector (1949) de Paul Bowles en el que se relata la historia de tres muchachas que desean, por sobre todas las cosas, tomar un té en el Sahara. Después de mil esfuerzos, Outka, Mimouna y Aicha llegan por fin al desierto resplandeciente. Pero cada vez que están a punto de sentarse a tomar el té sobre la arena, alguna de ellas dice que hay una duna más alta desde donde contemplar ciudades más lejanas y donde sería mejor colocar la tetera y los vasos. Así van de una duna a otra hasta que terminan tan agotadas que se quedan dormidas. Después de varios días, una caravana descubre sus cuerpos inertes alrededor de los vasos llenos de arena.

Omitir una acción que le da sentido a la existencia podría juzgarse como un deseo en negativo, pero en el caso de las tres muchachas fue la forma que encontraron para mantener a raya el goce devastador que sobrevendría a la realización de su anhelo, o lo que es peor, a quedarse sin deseo.

En la novela Comí (Anagrama 2014), Martín Caparrós cuenta que en su tercer viaje, Cristóbal Colón se dio a la tarea de recolectar piñas o ananás para su majestad Fernando el Católico. El rey quería probar la fruta tropical por las muchas  delicias que había oído hablar de ella. Tras mil y un peripecias para resguardar la montaña de piñas que llevaba en la cubierta, al final del viaje de regreso, el Gran Almirante sólo pudo conservar una fruta y presentarla ante el rey. Apenas verla, Fernando hizo saber su real voluntad:

—Tírala… No la quiero.

Colón estuvo a punto de darle con la piña en la cabeza al monarca, pero lo pensó dos veces y sólo se atrevió a preguntar:

—¿Pero por qué, Majestad?

La respuesta pareciera ser un capricho de una personalidad veleidosa, pero en realidad es una lección sobre los riesgos que implica el deseo. Fernando había respondido:

—¿Y qué tal si me gusta?

Es como si el monarca hubiera sabido de la llamada «maldición gitana» que a la letra dice: «Que te den, que te guste y que no te vuelvan a dar». En el imaginario popular son afamadas las maldiciones gitanas por el carácter virulento de sus deseos en perjuicio de otro, como lo muestra esta otra joya: «Mal fin tenga tu cuerpo, permita Dios que te veas en las manos del verdugo y arrastrado como las culebras, que te mueras de hambre, que los perros te coman, que malos cuervos te saquen los ojos, que Jesucristo te mande una sarna perruna por mucho tiempo, que si eres casado tu mujer te ponga los cuernos, que mis ojitos te vean colgado de la horca y que sea yo el que te tire de los pies, y que los diablos te lleven en cuerpo y alma al infierno».

Pero un deseo maligno como “Que te den, que te guste y que no te vuelvan a dar” es de un refinamiento consumado como lo atestigua la película porno The Devil in Miss Jones (1973) del director Gerard Damiano, donde una casta Justine Jones es obligada, después de su suicidio, a probar los placeres de la carne que se negó en vida. Tras disfrutarlos y tomarles sobradamente gusto, es confinada en el infierno, donde no podrá volver a probar de su cuerpo. Cruel destino pues para quien ha gozado de las mieles del paraíso, no hay quizá mayor castigo que estar condenado a no volver a disfrutarlas.


Siempre el mar

Hay muchas historias que tienen como escenario el mar: desde la terrible Moby Dick de Melville hasta la lujuriosa Mi vida con la ola de Octavio Paz. Pero tuve el privilegio de leer en mi primer viaje al mar la novela Las olas de Virginia Woolf, con su fluir de conciencia de un personaje a otro como el oleaje de una piel psíquica que se extiende y se retrae según las pulsiones, las caídas, las iluminaciones interiores…

Columna *A la sombra de los deseos en flor* , revista Domingo de El Universal, 12 octubre de 2014.

http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/Siempre+el+mar-2912

 

Siempre el mar

Ana Clavel

 

las olas

Confieso que alguna vez fui como el personaje de ese cuento de los libros de texto de antes: La niña que no había visto el mar. Con las dificultades de una viuda para sostener y educar a tres hijos, las vacaciones en la playa no estaban en nuestros planes de vida. Fue una suerte de destino literario que mi madre fuera oriunda de un pueblo de la Costa Chica, Pinotepa Nacional, y que allá me enviara algunas ocasiones para acompañar a las tías en duelo por la muerte de un hijo, o por la enfermedad de algún pariente cercano. Descubrí los días lluviosos del verano en tierra caliente, eternos como las aguas diluviales de Macondo. No había televisión, ni compañía con quien jugar. Así que entre el gorgoteo del agua que anunciaba la eternidad, comencé a fraguar historias para entretenerme. Puerto Escondido estaba a dos horas, pero la familia de mi madre era severa y no consentía ese tipo de diversiones. Tan cerca y tan lejos del mar. De modo que lo conocí mucho después. No así su deseo irremediable.

Por el Cementerio marino del poeta Valéry supe de la cadencia y majestuosidad del mar antes de contemplarlo en persona. Si el mar podía provocar tal ritmo en el lenguaje, esos estados de gracia y epifanía, entonces el mar era algo portentoso que ondeaba en el poema mismo: «La mer, la mer toujours recommencée…» Hay muchas historias que tienen como escenario el mar: desde la terrible Moby Dick de Melville hasta la lujuriosa Mi vida con la ola de Octavio Paz. Pero tuve el privilegio de leer en mi primer viaje al mar la novela Las olas de Virginia Woolf, con su fluir de conciencia de un personaje a otro como el oleaje de una piel psíquica que se extiende y se retrae según las pulsiones, las caídas, las iluminaciones interiores —y los contactos siempre carnales que tenemos con los otros por más que pretendamos sublimar al cuerpo—. Recuerdo que en uno de esos atardeceres, mientras contemplaba el prodigio —y el movimiento y el romper de las olas se imponían como una meditación profunda—, vi fosforecer las aguas en una señal mágica. Cayó la noche, me levanté de la arena, recogí mi ejemplar de Las olas editado por Club Bruguera y comencé a andar hacia el hotel. De pronto me detuve, necesitaba echar un vistazo a mis espaldas antes de la retirada. Descubrí que mis huellas en la arena estaban cuajadas de joyas azules centelleantes. Nunca antes me habían hecho un regalo tan maravilloso.

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En Naufragio con espectador, Hans Blumenberg traza una metafórica de la vida humana en función del mar. En nuestras existencias hay tierra firme y tempestades, profundidades y buen tiempo, puertos y alta mar, faros y sirenas. Una trayectoria a la deriva carece de timón. Como bien sabía don Jorge Manrique, «nuestras vidas son los ríos / que van a dar a la mar / que es el morir». No es gratuito que el mar nos prodigue la imagen del éxtasis amaroso como un oleaje de tumbos interiores, ni que usemos el verbo «marear» para referirnos a los efectos de una marea interior que nos abate, incluso cuando estamos en tierra.

Gracias al poder de la poesía es posible también que la presencia del mar nos inunde en la memoria involuntaria. Como en el conocido poema de José Gorostiza que algo tiene de misterio de transustanciación:

¡El mar, el mar!

Dentro de mí lo siento.

Ya sólo de pensar

en él, tan mío,

tiene un sabor de sal mi pensamiento.

Situada recientemente frente al mar de Mazatlán, se me ocurrió una suerte de inversión-homenaje del poema de Gorostiza, como un oleaje que regresa de donde viene. Lo escribo aquí con la espuma inevitable que juega caricias vehementes en la arena:

¡El mar… el mar!

Dentro de él me siente.

Ya sólo de pensar

en mí, tan suya,

tiene un sabor a sed su pensamiento.

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La interioridad de la nínfula

Publicado en revista Nexos, mayo de 2014: http://www.nexos.com.mx/?p=20713

 

La interioridad de la nínfula

Ana Clavel

 

Si bien al publicar Lolita en 1955, Vladimir Nabokov funda un mito, no es la primera vez que estos seres de «gracia letal», como los definiría el escritor ruso en esa obra canónica, hacían su aparición en la tradición literaria. Aquí dos casos que vale la pena considerar, no sólo por ser antecedentes, sino porque nos dan indicios de un horizonte de deseo y carnalidad de la propia niña-mujer.

 

El más bello amor de Don Juan

No se trata de una mujer en toda la extensión de la palabra: el más bello amor de Don Juan es, según Barbey d’Aurevilly, una niña de trece años poco agraciada, incluso fea, pero con unos ojos negros intensos. Incluido en el libro Las diabólicas (1874), el relato nos habla de la hija de una de las más memorables amantes del legendario seductor e insinúa al lector una historia paidofílica. La historia tiene su origen en el interrogatorio a que es sometido un descendiente de Don Juan, el conde de Ravila, por una corte de amantes, deseosas cada una de escuchar su nombre como la elegida entre los recuerdos amatorios del célebre seductor. La decepción de las amantes al escuchar la mención de una niña es sólo semejante a la que sufrirá el propio lector al comprender que la historia perversa prometida no ha sido más que un desliz burlón de d’Aurevilly, quien mantiene a su héroe en los límites de la decencia y la moral de un casanova convencional, que sólo fornica con mujeres casadas y doncellas en regla.

don juan


          Pero lo que sí resulta digno de atención es la sugerencia del mundo de deseos reprimidos de la nínfula. Hostil ante ese hombre que le ha robado la atención y cariños de su madre, la joven llega a levantarse airada a media tertulia apenas descubre que el conde la mira. Episodios semejantes se repiten por lo que la madre y su amante creen que se ha percatado de sus amores clandestinos y por supuesto los condena. Hasta que un día la niña confiesa estar encinta y adjudicarle la osadía al hombre aborrecido. La madre, a punto del colapso, exige detalles. La niña, en su turbulenta pureza, le refiere:

—Madre, fue una noche. Él estaba en el gran sillón que está en el rincón de la chimenea, enfrente del confidente. Estuvo así durante mucho tiempo, hasta que se levantó y yo tuve la desgracia de ir a sentarme, después de él, en el mismo sillón. ¡Oh, mamá!… Fue como si me hubiera caído en el fuego. Quise levantarme pero no pude… el corazón me palpitaba y sentí… mira, mamá, que tenía… ¡era un niño!

Al final, el conde de Ravila, enterado por la madre de la joven, se complace en haber despertado en la pequeña una pasión en estos términos: «Y éste es, señoras, créanlo si lo desean, el más bello amor que he inspirado en toda mi vida». Y al hacerlo cita también el episodio bíblico en que José, siendo esclavo de la mujer de Putifar, era admirado por las mujeres de la casa al grado de que sirviéndolas en la mesa, ellas se cortaban los dedos al contemplarlo tan hermoso. No es baladí la comparación pues entre la niña de su relato y las mujeres de la mesa de Putifar mediaba nada menos que el deseo femenino desatado. La descripción del trance que hace la pequeña en una dimensión totalmente física («Fue como si me hubiera caído en el fuego») sugiere, en el rudimentario lenguaje de una inexperta virgen de trece años, una suerte de orgasmo («el corazón me palpitaba y sentí… que tenía… ¡era un niño!»). Y con esas escuetas líneas queda abierta la imaginación para suponer lo que es el desbordamiento de la carne en una nínfula.

 

La sangre del cordero

la sangre del cordero

Otro caso que nos habla del mundo interior de la nínfula, no sólo de sus efervescencias e incendios sino de sus recovecos y densidades, es La sangre del cordero (1946)[1] de André Pieyre de Mandiargues. El relato nos sitúa frente a Marceline Caïn, de catorce años, quien asistirá a un doble sacrificio: el del carnicero negro que la rapta y el de sus propios padres. Para las autoridades del pueblo la explicación quedará en los siguientes términos: el negro, víctima de un «lunazo», dio muerte al matrimonio Caïn y luego, sabiéndose culpable, se ahorcó. Mandiargues, con penetración e imaginación surrealistas, nos da otra versión de la historia: el despertar salvaje de la nínfula, su fragor irracional, su destilación íntima. En primer lugar, el descubrimiento de los territorios absolutos y abismales de la piel a través del contacto con un pequeño animal que despierta la ternura y pasión de la niña: un conejo llamado «Souci». Así…

Marceline se acostaba al sol y dejaba que Souci posara sobre su pecho desnudo … Salvo algún movimiento de las patas o el eterno vaivén de la nariz, el conejo permanecía inmóvil sobre el pecho de la niña. Igualmente inmóvil, Marceline se observaba a sí misma con curiosidad: le parecía que la sensación provocada por el contacto entre su propia piel y el pelo del conejo le recorría todo el cuerpo, hasta cubrirla por completo y envolverla de pies a cabeza en un odre de piel caliente. La maravillaban las pequeñas olas que corrían sobre su epidermis; un temblor más discreto, apenas perceptible a la vista, mordía también su vientre menudo, mientras que los senos le pesaban más aún y el aflujo de la sangre les imprimía un tono rosado. (p. 10)

Aislada en el seno de una familia que hubiera preferido al primogénito varón, muerto al poco de recién nacido, la joven Caïn se mantiene en un estado larvario no sólo físico, sino moral y emocional. El único vínculo real que mantiene con el mundo se da a través de ese pequeño y cálido saco de suave pelusa que es su conejo:

Ninguna imagen masculina, femenina o sencillamente bestial dio jamás a su desasosiego una forma precisa, y Marceline nada esperaba de ese largo juego, sino lo que descubría a cada instante de su indiscreta observación de sí misma: la incipiente metamorfosis del cuerpo, los movimientos involuntarios y desordenados de la cara que le provocaban las agujas de los pinos al pincharle el cráneo y el cuello, como una especie de tic nervioso que a veces culminaba en una crisis de llanto, el placer de sentir en el cuerpo el calor del sol y el placer diferente de sentir otro calor, el del pelo del conejo, un leve dolor en la cintura y en las piernas que no se debía al sólo hecho de estar acostada en un suelo torturado por tantas raíces, la extraña sensación de una presencia que se manifestaba, paso a paso, en distintas partes de su persona, como si la vida fuera a instalarse allí y únicamente allí, en los labios, repentinamente secos e hinchados, y luego en los senos, y más tarde en el vientre. Volvía, por fin, a Souci que había permanecido achatado contra su cuerpo como un cojín de lana floja, lo abrazaba y le decía:

—¡Mi conejo precioso, cómo te quiero! (pp. 10-11)

Destilación lenta de humores y pasiones, Marceline se mantiene de espaldas al mundo por más que el mundo insista en detener en ella la mirada, suspender el aliento ante los efluvios de nínfula que ella desparrama sin percatarse, sin proponérselo, indiferente.

Marceline, que corría por los bosques y valles con un vestido blanco demasiado corto para su edad, que mal la cubría y que siempre se ensuciaba ni bien lo habían lavado; Marceline que los hombres empezaban a mirar atenta, curiosamente cuando, de un salto, se presentaba ante sus ojos como un lindo demonio hembra, capaz de aparecer y desaparecer en un santiamén, exhibiendo una medias negras de algodón siempre flojas y casi siempre rotas a la altura de las rodillas, con el vestido pegado al cuerpo como un molde y grandes manchas marrones en las axilas y en el busto. (p. 12)

La manera en que Marceline se adueña de su goce y excluye a los otros, provoca una suerte de sentimiento adverso, de rencor o envidia, por parte de los padres y la sirvienta que la atiende, de tal modo que pareciera que se urde una suerte de cuento de hadas cruel. Pero de consecuencias dramáticas… Al punto que uno se pregunta si Mandiargues no se propuso elaborar desde una perspectiva más íntima la psique de una asesina adolescente. Así, enumera algunas de las consecuencias de haber ultrajado el amor de la niña por su conejo, cuando con el pretexto de hacerla crecer y que deje de jugar a las muñecas con su mascota, a base de engaños, se confabulan para cocinar a Souci y hacérselo comer a su dueña como si se tratara de un «cordero mamón». En su ordinariez y vulgaridad, no tienen idea de la catástrofe que provocan en el interior de la nínfula cuando le revelan el engaño.

¿Acaso tenía alguno de los tres la más ínfima o más imperfecta idea del desgarrón que se estaba produciendo en la intimidad de aquella niña muda? Como una seda frágil repentinamente hendida a todo lo largo, aquel dolor horrible, lacerante y, en la conciencia ya hundida en la oscuridad, ¡qué torrentes, qué cataratas, qué avalanchas, qué naufragios, qué incendios, qué lavas, qué tinieblas en torno a la ausencia repentina y taladrante de un ser amado, del único ser amado! (p. 18)

Presa de una consternación que la sumerge en el mutismo y en un trance, Marceline se recluye en su habitación y poco después salta al campo nocturno. Como una «autómata consciente» o una «sonámbula lúcida» deambula hasta dar con el Corne de Cerf, un cabaretucho donde descubre al carnicero Petrus que toca el piano y canta como una bestia lasciva. Apenas el hombre la descubre, la carga en brazos y huye con ella hasta el matadero de ovejas. Ya antes se habían presentado encuentros con el carnicero que mostraban el hambre del negro por las tiernas carnes de la niña. Aquí, entre los corderos que aguardan el alba para ser sacrificados, el hombre pretende inmolar a la nínfula. Le dice:

—Eres un lindo corderito de lana crespa entre las manos del carnicero negro. El trabajo del carnicero, ya lo sabes, consiste en hacer salir la sangre, pero también sabes que no es tan horrible como se cuenta, puesto que sin ningún temor has venido, tras el galope de la medianoche, al encuentro del carnicero que sólo pensaba en ti. Bailaba. Cuando te vio, se fue del baile. Ahora, tienes que confiar en él. El carnicero no te hará ningún daño, te lo promete. Acércate dócilmente para que te tome en sus brazos y te haga lo que a un corderito de verdad. (pp. 30-31)

Y aquí es donde irrumpe la magia, el sortilegio surrealista, que rompe la linealidad de la historia: después de consumada la violación de Marceline, la inmolación de la sangre de ese cordero sacrificial en que se ha convertido, la muchacha se desmaya. Cuando recupera la conciencia, descubre al carnicero atado y al borde de la muerte, como si fuerzas supranaturales lo empujaran al suicidio, a saltar colgado de una viga del matadero.

Marceline regresa a su casa sólo para consumar ahora un acto de justicia: matar a los responsables de la muerte de su amado conejo que se hayan postrados en el sueño con el cuchillo con forma de cuernos de cordero de Petrus. En su interior, bullen voces desconocidas que la instan a la restitución: «destruir», «abolir», «borrar». Exhausta después de todo el trance en que ha sido cordero sacrificial y también verdugo de sus victimarios, se sumerge en un sueño de «profundos abismos». Al despertar, ya la policía del lugar ha acomodado las piezas del crimen al encontrar en el cuarto de los esposos asesinados el cuchillo del carnicero, y a éste ahorcado en el matadero, la aceptación del castigo que su crimen merecía. Marceline es recogida por las religiosas del orfelinato del pueblo y cuenta a las pequeñas recluidas en el lugar una historia «de pieles y de sangre» que las hace temblar. Es ahora el vivo retrato de complejidades y recovecos de una nínfula, ese «lindo demonio hembra» que no ha sucumbido a los misterios y designios de la sangre derramada.

 



[1] Originalmente publicado en  el volumen Le musée noir  (Gallimard, París, 1946). La edición de referencia es la traducción publicada por Ediciones Toledo, México, 1995.

Me acabo de dar cuenta que he estado haciendo las cosas pesimo por muchisimo tiempo. Si no que su objetivo principal es no Perder La Erección para poder satisfacer sexualmente a su pareja o en un principio como clínica asistencial y se lo pasan pipa, y los adultos con la tertulia. Incluye las caricias y el afecto para lograr una relación plena o porque lo antedicho ya lo habíamos puesto en conocimiento hace más de un año, por lo que la tableta se puede dividir.