Uno de los primeros recuerdos que guardo de mis encuentros con la desnudez es la portada de un disco: Electric Ladyland de Jimmy Hendrix, en la que una veintena de muchachas de todos los colores de piel posaban el esplendor de sus cuerpos rotundos, sin ropas y sin pudor.
Columna: A la sombra de los deseos en flor. revista Domingo de El Universal, 18 de noviembre de 2012.
http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/La%20desnudez-1080
La desnudez
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Ana Clavel
Vestir y desvestir un cuerpo podrían parecer acciones sencillas, pero como todo en la vida, tienen su chiste. No en balde hay connotados seductores capaces de franquear con palabras las vestimentas más irreductibles, o diseñadores de modas que dictan cánones como si fueran reyes absolutos.
Uno de los primeros recuerdos que guardo de mis encuentros con la desnudez es la portada de un disco: Electric Ladyland de Jimmy Hendrix, en la que una veintena de muchachas de todos los colores de piel posaban el esplendor de sus cuerpos rotundos, sin ropas y sin pudor. El disco era parte de la colección de un primo en cuya habitación a mí me encantaba hurgar porque siempre encontraba sorpresas. Yo tenía 11 años y en aquella época no era común ver publicitariamente los pechos y otras zonas corporales, así que la imagen me arrolló. Después vino un lento e inesperado aprendizaje a través de libros, pinturas, películas que me revelaron que el desnudo podía ser una obra de arte, a veces sublime, otras terrible, pero siempre inquietante.
Desde Lucas Cranach (1472-1553) que pintó varias versiones de Adán y Eva, en una de las cuales un ingenuo Adán, en vez de mirar la manzana que le ofrece su mujer, contempla embobado el cuerpo de la susodicha, hasta un Lucien Clerge en cuyas fotografías la luz y la sombra sobre los cuerpos desnudos juegan erotismos que quitan el aliento. Desde Las mil y una noches en su edición completa, que es un catálogo gozoso donde los cuerpos liberados de prejuicios y ropajes se entregan a la ceremonia de la carne deleitable, hasta Brama (Tusquets 2012) de David Miklos, en la que la desnudez permanente de sus protagonistas no es sino el reflejo de la disponibilidad al instinto y a la posesión en una obra que, sin tapujos y con crudeza, nos muestra la vitalidad de la novela erótica en nuestros días de orgasmos virtuales. Desde Y Dios creó a la mujer (1956), película en la que una Brigitte Bardot irradia la fuerza de su desnudez y trastoca el sosiego de un pueblo de la Riviera, hasta El rey de las rosas (1986) de Werner Schroeter, donde el desnudo masculino se vuelve metáfora inefable de una agonía mística y erótica.
O los performances de la italiana Vanessa Beecroft que involucran hasta 100 mujeres desnudas en espacios museísticos, y que nos hacen interrogarnos hasta dónde la desnudez puesta como sujeto puede invertir la mirada y observarnos como un confrontador espejo íntimo.
Es que todo aquel que se las ve con la desnudez sabe que está ante el misterio de un conocimiento profundo, inenarrable, de un auténtico más allá por más que se pretenda banalizarlo. En la antología Celebración poesía erótica de lengua inglesa, recopilada por Mauricio Schoijet, refulge como una joya “Elegía: Antes de acostarse” del poeta inglés John Donne (1572-1631), cuya estrofa final dice:
Quiero saber quién eres tú: descúbrete,
sé natural como en el parto,
más allá de la pena y la inocencia
deja caer esa camisa blanca,
mírame, ven, ¿qué mejor manta
para tu desnudez, que yo, desnudo?
Yves Saint Laurent, quien revolucionó la moda femenina con modelos de inspiración varonil como la adaptación del esmoquin para mujeres, dijo una frase no exenta de sabiduría y humor: “La prenda más bella que puede vestir una mujer son los brazos del hombre que ama. Para las que no tienen esa felicidad, estoy yo…” ¿Leyó alguna vez Saint Laurent al poeta John Donne o son los ecos de una tradición erótica en torno a la desnudez que resuenan misteriosamente incluso en aquellos que creen no conocerla?