«Agua de San Judas Tadeo, proveniente del Nevado de Toluca. ¡Como caída del cielo!» Y repentinamente sentí sed. Pedí una botella en uno de los puestos callejeros. Me dijeron que no tenían, que esa agua sólo la vendían en el interior del templo y que parte de las ganancias era para obras de caridad. Sonreí con todo y mi corazón desesperado. Ni modo, aquí me tocó vivir, en la región más transparente de los cielos despiadados.
Columna quincenal: A la sombra de los deseos en flor
Revista Domingo de El Universal, 16 diciembre 201
http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/Un+coraz%C3%B3n+desesperado-1155
Un corazón desesperado
Ana Clavel
Como andaba desesperada, acudí al templo del santo patrono de los casos ídem. No es cualquier cosa tener el título de abogado de las causas difíciles y desesperadas en este país hechizo en que cualquiera puede ser licenciado, maestro y, en tiempos más recientes, hasta post-doctor. Tampoco haber destronado al santo original del templo y hacerlo pasar a un segundo plano: «Ande, don Hipólito, váyase por donde vino, que este ya es mi reino…»
Según Magali Tercero en su estupendo San Judas Tadeo, santería y narco (UAM 2010), detrás de la vocación evangelizadora de la orden de los claretianos que instauraron el culto en los Estados Unidos a partir de la gran depresión de 1929, y que después diseminaron por Latinoamérica, se encuentran detonantes sociales propios de cada sitio: «A cada comunidad en crisis démosle un santo a quien adorar». Y es que de verdad suena imponente la advocación de «patrono de los casos difíciles y desesperados». Será porque estamos hechos de palabras y una atribución semejante, en momentos límite, obra con un poder trascendental. Será porque en este país de estigmatizados, a uno le puede la visión de los vencidos y desplazados, y resulta más fácil identificarse con un santo cuyo nombre fue ensombrecido por la culpa del apóstol traidor. (¿A quién se le ocurriría hoy en día ponerle Judas a un hijo, a menos que quisiéramos desgraciarle la existencia más rápido de lo que canta un gallo?)
El caso es que cuando me vi, a la mitad de mi vida, en una selva oscura del alma, sin más auxilio ni recurso, me fui en automático al templo de los desesperados. Sabía que cada 28 de octubre los devotos acuden a bendecir sus efigies de bulto, colapsando el Centro Histórico en un rito que sincretiza costumbres indígenas y cristianas, con el que sólo la gran Tonantzin del Tepeyac o la reverenciada Santa Muerte, pueden equipararse. (En mi traslado a la última Feria del Libro del Zócalo, celebrada los últimos días de octubre pasado, había visto a muchos jóvenes cargar sus estatuas en el metro con una convicción que imponía respeto a pesar de, o precisamente por, los cuerpos de bronce curtidos, la ropa reluciente de tan limpia, los peinados punk.)
Pero el día de mi visita al templo no era la fecha del santo, aunque sí era yo la desesperada, la auyante, la suplicante. El mundo no nos roza hasta que nos duele. Entonces sí, qué Superman, ni qué Mujer Maravilla. Derechito al templo de san Juditas el Bueno. Esquivé los puestos con pulseras, veladoras, camisetas del santo apóstol y el gentío permanente. Llegué a eso de la una de la tarde al pie del ábside —hermosa y peregrina palabra—. Una mujer caritativa me vio y me señaló un mostrador al lado: «Regístrese para que le toque la bendición». Obediente, me formé en la fila. Me llegó el turno y la señorita me preguntó: «¿Va a jurar?» Sin pensarlo le contesté: «Lo que sea necesario». Frunció la boca: «¿Drogas o alcohol y por cuánto tiempo?» Contesté: «Ni una ni otra cosa…» Su respuesta fue tajante: «Entonces no puede jurar ni recibir la bendición ahora».
Ya fuera del templo, plantado en los jardines como un mensaje milagroso, se desplegaba un espectacular con unas botellas de agua que descendían desde el firmamento: «Agua de San Judas Tadeo, proveniente del Nevado de Toluca. ¡Como caída del cielo!» Y repentinamente sentí sed. Pedí una botella en uno de los puestos callejeros. Me dijeron que no tenían, que esa agua sólo la vendían en el interior del templo y que parte de las ganancias era para obras de caridad. Sonreí con todo y mi corazón desesperado. Ni modo, aquí me tocó vivir, en la región más transparente de los cielos despiadados.
http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/Un+coraz%C3%B3n+desesperado-1155