Traición a domicilio de Guillermo Arreola

 

 

Venganzas e iluminaciones

Ana Clavel

En una reciente entrevista el escritor israelí Etgar Keret cuenta la anécdota de que, siendo profesor en una universidad de Estados Unidos, escuchó a sus alumnos referirse al cuento bien escrito, del estilo de los publicados en la revista New Yorker. Entonces decidió hablarles de un concepto diferente, el del «buen cuento mal escrito». Les dijo: El lenguaje y las metáforas son un instrumento, no el propósito. No se trata de usar el lenguaje para hacer estatuas de lenguaje, sino usar el lenguaje como una escalera para llegar al lugar adonde se quiere escalar.

Tal pareciera la poética de la escritura de Guillermo Arreola: la de una narrativa que aparenta ser desarticulada, desmembrada y que sin embargo deslumbra con sus jirones de verdad y belleza revulsiva. De hecho, me pregunto hasta qué punto esta narrativa que nos exige una rearticulación de sus universos textuales, en los que a través de varios niveles de tramas se vislumbra una violencia soterrada del individuo contra sí mismo y contra los otros, no es una metáfora descarnada de nuestro mundo y de este país en el que nos tocó vivir.

El nuevo libro de Arreola está conformado por quince relatos y una novela breve, La venganza de los pájaros. «Traición a domicilio», cuento que da título a la colección, nos relata la visita surreal de un hombre a la casa de una mujer que vive con sus gatos y con su hija, y que a todas luces sufre de una paranoia que raya con la genialidad. Por supuesto, cualquier parecido con un episodio ficcionalizado de la escritora Elena Garro es… absoluta coincidencia. Pero más allá de la situación de persecución alucinatoria, a lo que el autor parece enfrentarnos es a lo que sucede cuando el delirio y la demencia nos han invadido, cuando la realidad alucinante amenaza con ahogarnos, en «Esta época en que la traición y el mal reinan en todos lados», como no se cansa de repetir la protagonista del cuento en cuestión.

Ricardo Piglia en sus Formas breves desarrolla varias tesis sobre el arte de escribir cuentos. Sin embargo, la primera de ellas («Un cuento siempre cuenta dos historias») no siempre se cumple en los cuentos de Guillermo Arreola, donde soterradas bajo una historia inicial boquean dos, cuatro, siete historias yuxtapuestas. Entonces, ¿qué? ¿Los cuentos de Arreola no son propiamente cuentos? Tal vez no en un sentido tradicional, pero son cuentos que nos obligan al pasmo, a la reelaboración, a reinventarnos lo que creíamos saber, como en el koan que preludia los 9 cuentos de J. D. Salinger: «Conocemos el sonido de la palmada de dos manos, pero ¿cuál es el sonido de la palmada de una sola mano?». Y es que la escritura de Guillermo Arreola tiene mucho de lo que Cortázar denominaba «novelapoema», obras que desdeñan lo enunciativo para situarse en una forma «poética existencial».

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Pero si la forma y el género son fugitivos, no fáciles de apresar, lo cierto es que responden a la poética existencial de los propios personajes en constante huida, de sí mismos, del pasado, de los otros, perpetrando una traición pura y salvaje, domiciliada en la intimidad propia y muy pronto compartida en la intimidad del lector audaz que se atreva a perder toda esperanza de linealidad ramplona. Porque aunque algunos de los cuentos incluidos ofrezcan un entramado unidireccional, más cercano al arte convencional de los relatos bien escritos —lo que demuestra que Guillermo Arreola sabe narrar y cuando le da la gana puede trazar cuentos bien escritos como los ponderados por los alumnos de Keret—, sus universos temáticos son tan delirantes que nos someten al asombro, al desconcierto, a lo insólito como si se tratara de una realidad cotidiana. En esta línea pueden situarse narraciones como «Anisman», «El año pasado», «La sombra es fuego», o «Isabel», historia de complicidad entre un niño y una sirvienta jocosa y vivaracha que concluye cuando ella es atacada por una extraña enfermedad: el grito que le golpea el entrecejo y se le mete al cuerpo como si fuera una serpiente. Dice el narrador en el comienzo de ese paraíso perdido: «Hubo una vez un llanto mío, un carrusel de ensueño, un deseo como el cadáver de un pequeño Dios ante mis ojos, un estilo de narrar que se propagaba como un cáncer…»

Otra historia «lineal» pero que no deja de ser alucinante es la de «Un amor perdido», relato de una mujer que vomita bolitas de parafina que su marido vende para fabricar velas artesanales. Es como si el autor se propusiera enfrentarnos de súbito con la materia de los sueños en la que lo aparentemente absurdo cobra un peso y una razón de ser apabullantes. A esta violencia sesgada, que respira en la confrontación de imágenes desconcertantes, se suma  el acto de vivir como un estado permanente de la piel y la conciencia desnudas y a la intemperie. De ahí su fuerza revulsiva.

Y la apuesta verbal es tan certera a manera de dardos epifánicos, con frases de belleza despiadada, que termina por seducirnos y hechizarnos con la magia hipnótica de las paradojas. Es el caso de «Satie probablemente», historia de una pareja que se practica cortaduras en la piel. Mientras este ritual sucede, desfilan ideas, historias, recuerdos aparentemente inconexos: una música sinestésica en blanco y negro, noticias extrañas y bárbaras, el recuerdo de un hombre que duerme en la copa de un árbol, la historia de un amigo que solicita un servicio de prostitución bizarro, todo en una sucesión desquiciante de imágenes que provocan una caída en abismo, un éxtasis y delirio de una realidad dislocada, cuyo caos nos sumerge en un vértigo irremediable.

«Él me corta. Con un cúter va dibujando rayas sutiles en uno de mis brazos o en mis piernas. Cuando termina me limpia con algodones las pequeñas pero espesas gotas de sangre que brotan de mi piel. Me ofrece el afilado instrumento y me pide que yo haga lo mismo en una parte de su espalda o en su pecho. Nos cortamos el uno al otro, sin una intención real de hacernos daño. Me mira como un animal reciente».

«Satie probablemente» forma parte de esos «buenos cuentos mal escritos» de los que habla Karet, que usan el lenguaje para escalar o… para hundirnos. Son cuentos narrados en varias capas, multidireccionales que, contrarios a la tesis de Piglia, cuentan más de dos historias. Es el caso de relatos como «Plástico eterno», «Del otro lado del mar», «Paternidad», o «Cazador (en tu más oculta máscara)», relato en el que un hombre recuerda su infancia y a su madre vaticinarle todos los animales que habrán de habitarlo. El autor esculpe sus estrategias narrativas para dotar a este tipo de cuentos de una estructura en yuxtaposición, capaz de sumergirnos en posibilidades insospechadas, como la de que este hombre-animal sea también una mujer fantasma que ronda a otro hombre para enseñarle que los muertos están tan llenos de pasiones como los vivos, o el muchacho que se prostituye con hombres mayores, o el hombre que se recluye en su recámara y pinta el mar en las paredes, o el político con delirios magnicidas… Como si todas esas historias de personajes aparentemente inconexos, extenuados, rabiosos, deseantes, fueran las muchas caras animales y salvajes de una misma realidad interior:

«Anoche salí a la calle, encontré un caballo y me metí debajo de su piel. Su cresta llameante contra el viento, sus ojos como dos diamantes negros, codiciosos, en el fondo de un pozo. ¿Qué podía hacer? Un trozo de vida, la mía, descubriendo al fin sus cuatro patas; atendiendo el tañido fiero de su sangre.

«No me fue fácil extender los brazos y las piernas adentro de sus miembros, ni ensamblar mi cara a la suya. Aún me duele su quijada en mi quijada, sus enormes dientes abriéndose paso por mis encías; mi frente alargándose para llenar su tamaño.

«¿Y si alguien se da cuenta de que en mi mirada animal hay vestigios humanos? Si me detiene un policía, no será necesario que me arreste. La voz de un hombre con cuerpo de caballo le explicará que cumplo mi condena en el corcoveo de mis arterias y que en mi propio crimen he hallado mi cárcel: exquisita y cruel; tanto, que parecerá salvaje y justa».

Frente a estos cuentos de poética existencial, deliberadamente desarticulados para ser más fieles a la realidad íntima aludida, se erige una certera novela corta: La venganza de los pájaros, publicada originalmente en 2006 por el FCE y recogida ahora en este volumen. Historia de fantasmas y vivos atrapados entre mitologías familiares y cronologías intemporales, parodia y actualización de los mundos eternos de Pedro Páramo, esta novela breve, en el universo de paradojas fulgurantes del autor, nos revela que ni la traición ni la venganza son tan nefastas como las pintan, que pueden ser pródigas como una lluvia de palabras, con sus tormentas, sus iluminaciones, sus sombras, como la bendición incandescente de la escritura. Esta escritura. Una narrativa deslumbrante como los sueños, despiadada como los despertares en otro sueño, ese que llamamos realidad.

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Guillermo Arreola, Traición a domicilio, Joaquín Mortiz, México, 2013, 208 pp.

Texto publicado en Revista de la Universidad de México, núm. 117, noviembre de 2013.

http://www.revistadelauniversidad.unam.mx/articulo.php?publicacion=84&art=2413&sec=Rese%C3%B1as

 


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