Columna *A la sombra de los deseos en flor*, revista Domingo de El Universal, 8 de marzo de 2015 http: //www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/Fotografiar+la+pureza-3472
Fotografiar la pureza
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Ana Clavel
El 18 de marzo de 1856 el reverendo Dodgson compró una cámara fotográfica de 15 libras. Así nació una pasión excepcional del célebre autor de Alicia en el País de las Maravillas, que había firmado con el nombre de pluma de “Lewis Carroll”. Poco a poco, a las tomas iniciales de grupos familiares y personalidades de la época, fue cobrando importancia la fotografía de niñas: naturales, disfrazadas y, a partir de 1867, desnudas. Niñas a las que conquistaba con juegos de ingenio, con historias, dibujos, regalos, con la aquiescencia de sus madres.
El hermoso retrato de Alicia pordiosera, la Alice Liddell de 10 años que inspiraría la novela, es de 1858. De este modo, Carroll inauguraría una fascinación por plasmar la inocencia de la infancia, que no pocos han calificado de paidofílica. Sin embargo, para el fotógrafo húngaro Brassaï, “Carroll nunca amó —aunque él así lo creyera sinceramente— a una u otra niña, sino, a través de ella, a un cierto estado fugitivo, transitorio, ese breve instante del alba que despunta entre el día y la noche”. Por eso fue tan importante la fotografía para nuestro artista: porque era el medio para preservar en el tiempo la pureza de sus niñas, para fijar su belleza fugaz. Así fue también, al seguir el curso sinuoso de su pasión, que contribuyó a sentar las bases del mito de la enfant fatale.
Las fotografías de disfraces muy pronto derivaron al desnudo. Varios son los eufemismos que Carroll utiliza en su diario cuando logra que sus pequeñas modelos posen en camisón o sin prenda alguna: “vestidas de nada”, “vestido de noche”, “una modelo indiferente en cuanto a su vestido”. Por supuesto, eran acompañadas de sus madres que, en principio, de acuerdo con la visión de pureza victoriana respecto a la infancia, no veían nada malo en el cuerpo desnudo de los niños. Pero muy pronto debieron de inquietarse ante la propensión del fotógrafo por desvestir a sus hijas. Y de incluso alarmarse ante el hecho de que conservara los negativos de los que podrían imprimirse infinidad de copias.
El camino no tenía retorno. De los placeres de la fotografía, situados en un principio en lograr una maestría técnica, Carroll pasó a la contemplación de la inocencia a través de las largas sesiones que imponía la fotografía de ese entonces y, de manera culminante, al atesoramiento de los negativos y las impresiones que posibilitaban volver a situarse frente a la Belleza cada vez que se las contemplaba. Ni más ni menos que el tránsito que va de los placeres del voyeur, al fetichismo más febril que tarde o temprano resultaría inaceptable para los otros y para él mismo.
De ahí que en 1880, 18 años antes de su muerte, abandonara abruptamente la fotografía. No obstante esa renuncia, con Carroll asistimos no tanto a la entronización de la nínfula como un personaje literario a la manera de Nabokov y su clásica Lolita, sino al nacimiento de la hermana menor del mito a través de su registro fotográfico con las diferentes niñas que atesoró para la posteridad: un centenar de imágenes de pequeñas deliciosas, ensoñadoras, misteriosas, y apenas cuatro imágenes de desnudos inquietantes, coloreados a mano, que se han conservado, no obstante la resolución final del autor de quemar los negativos.
Las cuatro fotografías de desnudos que sobreviven fueron preservadas por las familias de las modelos y adquiridas posteriormente por la Rosenbach Foundation en los años 50 del siglo pasado. Después constituirían el núcleo del libro editado por M. N. Cohen, Lewis Carroll, Photographer of Children: Four Nude Studies (1978). Un libro hermoso y perturbador como lo es vislumbrar de manera frontal el deseo y las maneras misteriosas en que obra en nosotros.