Extinción de los atardeceres de Martín Camps

Hay poesía que lo reconcilia a uno con la vida y con la poesía misma. Poesía que habla de vacíos y oquedades pero que está «llena» de sentidos. Llena, repleta de vacío, de orfandades, de eso que nos hace humanos también por la alegría fugaz y otras pasiones perentorias. Aquí dos poemas del libro Extinción de los atardeceres de Martín Camps, publicado por el Instituto Chihuahuense de Cultura en 2009.

Camps

*Poema para el fin del verano*
Martín Camps

No es la página en blanco, sino la mente en blanco
a lo que temo; peor aún, a la vida en blanco.
Nada por hacer, sólo afilando el cuchillo del tiempo,
el calor afuera secando las horas
-como trozos de carne salada tendidos en la azotea-.
El viento no va a ningún lado, avanza en círculos
como los niños en la escuela, el azúcar en el café.
Las montañas sólo conocen de horas que duran un mar.
He caminado en días como éste y me he abrigado
con las telas que nos arroja el sol.
Hay una carretera larga en esta hoja,
una carretera larga que se pierde en una colina
entre las reverberaciones del calor.
La mente en blanco como un desierto,
y este poema en medio, como un cacto.

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Y este otro, de la sección «Álbum del alba», miradas del poeta que toma fotografías, que bien podrían llamarse «poetografías»:

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Es posible descargar de manera gratuita otro libro de Martín Camps, La invención del mundo en la revista Lamás Médula de Argentina: http://www.revistalamasmedula.com.ar/pdf_libre.htm

Más de su poesía en el blog http://brujadelanoche.blogspot.mx/2011/11/martin-camps-el-espacio-de-los.html

 


Acariciar al gato

Columna “A la sombra de los deseos en flor”, revista Domingo de El Universal, 17 de marzo de 2013. http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/Acariciar+al+gato-1337

De todo el orbe animal sólo el gato es perfecto. Los adjetivos se desbordan para dar fe de su enigma: hechizante, orgulloso, profundísimo, irreverente, inmaculado, gimnástico, perezoso.

Acariciar al gato

Ana Clavel

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De todo el orbe animal sólo el gato es perfecto. Los adjetivos se desbordan para dar fe de su enigma: hechizante, orgulloso, profundísimo, irreverente, inmaculado, gimnástico, perezoso. El poeta Pablo Neruda nos recuerda la elástica curva de su lomo, firme y sutil como «la línea de la proa de una nave». No son pocos los que le tributan una admiración sin par. Como Leonardo da Vinci quien afirmó: «el más pequeño gato es una obra maestra». Se equivocan aquellos que lo tildan de egoísta e indiferente: es que no han sido amados por un gato, ni disfrutado el terciopelo de su fricción sensual, sus manitas impecables, sus besos tenues… Algo de esta dicha conoció el libresco Borges quien le dedicó un poema a su pequeño «Beppo», no sin antes sonreír al recordar que así se llamaba también el gato de Lord Byron.

Muchos escritores se han dejado fotografiar con sus mascotas preferidas en imágenes memorables: Mishima, Hemingway, Kerouac, Cocteau, Foucault, Cortázar, Elena Garro, Monsiváis y un largo etcétera. La fascinación que ejerce en nosotros quizá tenga que ver con la magia hipnótica del fuego y la contemplación que nos sumerge en los misterios inefables de la belleza.

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Muchos cuadros se han pintado de madonas, vírgenes, cortesanas en los que la presencia de algún minino retozón o taciturno no hace sino atraer los sublimes cielos del arte a la vida cotidiana. ¿Cómo no recordar a la frontal y complaciente Olympia de Manet con su gato erizado al sorprendernos espiándola? ¿O las nínfulas resplandecientes de Balthus tan plenas de gracia e indiferencia como los gatitos que las acompañan? Es sabido que Balthus fue devoto de las ninfas adolescentes y de los gatos eternos. Una de sus primeras series estuvo dedicada a Mitsou, una mascota de su niñez. Muchos años después se pintaría a sí mismo como un hombre-gato poderoso, con el trinche y un cuchillo afilado, dispuesto a devorar un arco iris de peces que surge del mar y se derrama directamente sobre su plato dispuesto y anhelante.

Baudelaire le dedicó varios poemas en sus Flores del mal y comparó su piel eléctrica con la de la mujer, lo mismo que su mirada, «fría y profunda, capaz de herir como un dardo». No son pocos los que han equiparado la esencia del gato con la de la mujer. En sus representaciones más antiguas se le adjudica un status divino. Así, la diosa egipcia Bastet, patrona de la danza, la alegría y la maternidad, era representada con cabeza de gata. El carruaje de Freya, diosa nórdica de la sexualidad y la lujuria, era tirado por un par de felinos. En cambio en la Edad Media se le asoció con el diablo y la brujería, y llegó a ser un espectáculo la quema de gatos en las hogueras de la noche de San Juan.

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Veneración o temor, como esa otra figura a la que frecuentemente se le asocia: la mujer, a veces idealizada como la femme fragile o satanizada como la femme fatale. Bob Crane, creador de Batman y Gatúbela, solía decir: «Los gatos son tan difíciles de entender como las mujeres». En cambio, Charles Bukowski no se cansó de alabar a la mujer sensual, hembra mayor de los felinos, en su poema «¿Has besado alguna vez a una pantera?».

Víctor Hugo añadió a la lista de virtudes del Felis catus un goce tentador al señalar que Dios creó al gato para brindar al hombre el placer de acariciar un tigre –o en su caso, una tigresa–. Algo muy semejante a lo que escribió José Emilio Pacheco: «Gato/ Ven, acércate más./ Eres mi oportunidad / de acariciar al tigre/ –y de citar a Baudelaire». Es que el gato despierta caricias con sólo mirarlo. Como sucede con todo objeto del deseo que nos hace sus vasallos.


La desnudez

Uno de los primeros recuerdos que guardo de mis encuentros con la desnudez es la portada de un disco: Electric Ladyland de Jimmy Hendrix, en la que una veintena de muchachas de todos los colores de piel posaban el esplendor de sus cuerpos rotundos, sin ropas y sin pudor. 

Columna: A la sombra de los deseos en flor. revista Domingo de El Universal, 18 de noviembre de 2012.

http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/La%20desnudez-1080

La desnudez

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Ana Clavel

Vestir y desvestir un cuerpo podrían parecer acciones sencillas, pero como todo en la vida, tienen su chiste. No en balde hay connotados seductores capaces de franquear con palabras las vestimentas más irreductibles, o diseñadores de modas que dictan cánones como si fueran reyes absolutos.

Uno de los primeros recuerdos que guardo de mis encuentros con la desnudez es la portada de un disco: Electric Ladyland de Jimmy Hendrix, en la que una veintena de muchachas de todos los colores de piel posaban el esplendor de sus cuerpos rotundos, sin ropas y sin pudor. El disco era parte de la colección de un primo en cuya habitación a mí me encantaba hurgar porque siempre encontraba sorpresas. Yo tenía 11 años y en aquella época no era común ver publicitariamente los pechos y otras zonas corporales, así que la imagen me arrolló. Después vino un lento e inesperado aprendizaje a través de libros, pinturas, películas que me revelaron que el desnudo podía ser una obra de arte, a veces sublime, otras terrible, pero siempre inquietante.

Desde Lucas Cranach (1472-1553) que pintó varias versiones de Adán y Eva, en una de las cuales un ingenuo Adán, en vez de mirar la manzana que le ofrece su mujer, contempla embobado el cuerpo de la susodicha, hasta un Lucien Clerge en cuyas fotografías la luz y la sombra sobre los cuerpos desnudos juegan erotismos que quitan el aliento. Desde Las mil y una noches en su edición completa, que es un catálogo gozoso donde los cuerpos liberados de prejuicios y ropajes se entregan a la ceremonia de la carne deleitable, hasta Brama (Tusquets 2012) de David Miklos, en la que la desnudez permanente de sus protagonistas no es sino el reflejo de la disponibilidad al instinto y a la posesión en una obra que, sin tapujos y con crudeza, nos muestra la vitalidad de la novela erótica en nuestros días de orgasmos virtuales. Desde Y Dios creó a la mujer (1956), película en la que una Brigitte Bardot irradia la fuerza de su desnudez y trastoca el sosiego de un pueblo de la Riviera, hasta El rey de las rosas (1986) de Werner Schroeter, donde el desnudo masculino se vuelve metáfora inefable de una agonía mística y erótica.

O los performances de la italiana Vanessa Beecroft que involucran hasta 100 mujeres desnudas en espacios museísticos, y que nos hacen interrogarnos hasta dónde la desnudez puesta como sujeto puede invertir la mirada y observarnos como un confrontador espejo íntimo.

Es que todo aquel que se las ve con la desnudez sabe que está ante el misterio de un conocimiento profundo, inenarrable, de un auténtico más allá por más que se pretenda banalizarlo. En la antología Celebración poesía erótica de lengua inglesa, recopilada por Mauricio Schoijet, refulge como una joya “Elegía: Antes de acostarse” del poeta inglés John Donne (1572-1631), cuya estrofa final dice:

Quiero saber quién eres tú: descúbrete,

sé natural como en el parto,

más allá de la pena y la inocencia

deja caer esa camisa blanca,

mírame, ven, ¿qué mejor manta

para tu desnudez, que yo, desnudo?

 

Yves Saint Laurent, quien revolucionó la moda femenina con modelos de inspiración varonil como la adaptación del esmoquin para mujeres, dijo una frase no exenta de sabiduría y humor: “La prenda más bella que puede vestir  una mujer son los brazos del hombre que ama. Para las que no tienen esa felicidad, estoy yo…” ¿Leyó alguna vez Saint Laurent al poeta John Donne o son los ecos de una tradición erótica en torno a la desnudez que resuenan misteriosamente incluso en aquellos que creen no conocerla?


A la sombra de los deseos en flor*

Faltas de lenguaje

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Un corazón adicto a las palabras como el mío puede adorar a veces la mala ortografía. Como cuando alguien escribe en Facebook la frase “me encanto” para decir que algo le gustó sobremanera y yo me descubro encantada por esa suerte de narcisismo involuntario provocado por la sola falta de un acento. ¿Cómo no va a encantarme que alguien se encante a sí mismo sin proponérselo, si todos en algún momento somos seres en faltas de lenguaje o de la vida?

 

En las redes sociales se escribe mucho y muchas veces con mala ortografía, carencia de puntuación, redacción ineficiente. Con todo, los usuarios se entienden y dialogan, se felicitan o se denostan, traban amistades o se pelean a golpes de palabra. Más allá de la pulcritud académica o de la norma vigente, hay casos de incorrección que se prestan a la ambigüedad, al juego de palabras, a la ocurrencia ingeniosa. Como en la fotografía de un anuncio que a la letra decía: “Se soban torceduras, dobladuras, se acomoda el nervio asiático”, y la respuesta inmediata de alguien que ironizaba con sentido del humor: “Pues yo agradecería que me acomodaran el nervio africano…”

Pero las faltas de lenguaje no siempre han sido objeto de burla o escarnio —aunque cuando se trata de corregir en Twitter a una estrellita marinera de la política o del espectáculo, a todos nos sale el “limpia, fija y da esplendor” de la Real Academia y le hincamos el diente con delectación—; las incorrecciones verbales también han sido celebradas por escritores importantes. Antonio Alatorre, en su estupendo libro Los 1001 años de la lengua española, señala que desde principios del siglo XVI se prestaba atención a la gente que no sabía “hablar bien”, sin desdeñarla ni condenarla, sino con actitud divertida y afectuosa. Muchos autores de los siglos de oro comprendían las posibilidades expresivas de quienes no dominaban la norma. De este modo, Cervantes, Góngora, Lope de Vega, sor Juana, incorporaron voces y usos coloquiales, no siempre correctos, en sus obras.

En décadas más recientes, la figura de la incorrección le sirvió a Octavio Paz para crear una imagen poética poderosa respecto a su propia madre. En su poema Pasado en claro de 1974, se refiere a ella como “carta de amor con faltas de lenguaje”. La tradición poética es vital y móvil como la lengua misma. Muchos conocen el verso citado de Paz pero quizá desconozcan una coincidencia con el poeta francés André Breton, considerado el papa de los surrealistas. Esa epístola de amor con alusiones ortográficas está presente en el preámbulo a la segunda edición de su novela Nadja, publicada originalmente en 1928 y reeditada en 1963, donde el padre del surrealismo confiesa que el mayor bien de su libro “reside en la carta de amor sembrada de faltas y en los libros eróticos sin ortografía”. Por supuesto, no se trata de la misma solución metafórica  alcanzada, pero ambas figuras retóricas abrevan en un mismo río del lenguaje.

Y a su vez, la referencia de Breton respecto a los libros eróticos que adolecen por fallas ortográficas le viene de otro poeta: Arthur Rimbaud, el célebre autor de Una temporada en el infierno (1873), quien dejó de escribir poesía a los 19 años. Rimbaud, iconoclasta, siempre transgresor y poeta a contracorriente, confiesa en Desvaríos II. Alquimia del verbo: “Desde hace tiempo presumía de conocer todos los paisajes posibles y encontraba ridículas las celebridades de la pintura y de la poesía moderna. Me gustaban las pinturas idiotas, los decorados, las telas de saltimbanquis, las estampas populares, la literatura pasada de moda, el latín de las iglesias, los libros eróticos sin ortografía…” Y es que lo deleitable, lo dice el rumor de los deseos que florecen en la sombra, no siempre va de la mano con la corrección.

http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/Faltas+de+lenguaje-827

*Columna quincenal en la revista Domingo de El Universal. (Primera entrega publicada el 12 de agosto del 2012.)