En este país donde cada vez caben menos las metáforas y nos avasalla la realidad de la incertidumbre y la violencia, con diferencias sociales y económicas tan marcadas, la cultura puede ser un punto de encuentro y una convocatoria al diálogo verdadero.
Tanto el gobierno federal como los gobiernos estatales no debieran sacrificar sus programas de difusión y apoyo a la cultura. Reducir su presupuesto sería sacrificar aún más a un país herido que precisa encontrar en sus dirigentes una señal clara de voluntad para la reconstrucción social, más allá de intereses políticos y económicos.
Señoras y señores:
«Yo no soy mujer…», solía decirles a los públicos a los que presentaba Las Violetas son flores del deseo (2007), una novela corta cuyo narrador y protagonista es un hombre que cuenta los abismos de una pasión tabú: el deseo por su hija adolescente, Violeta. «Ustedes me ven con cabellos largos y una apariencia femenina, pero yo no soy una mujer… yo soy escritora.»
Por supuesto, además de aludir a las razones propias de la narración, jugaba al anteponer mi oficio a mi condición de género, pero también es cierto que hablaba de mi compromiso con la escritura, un llamado de las sombras que me despertó una madrugada a los 14 años para dictarme un texto entre rémoras de sueño y los primeros aletazos de la vigilia.
Cuando trabajé la novela Cuerpo náufrago (2005) me propuse retomar el Orlando de Virginia Woolf e invertir su premisa: una «ella» que transita hacia un «él» por la fuerza del deseo y la fantasía. También era un homenaje a la Metamorfosis de Kafka y Ovidio, en pleno diálogo con la tradición literaria.
Pero sucedía que en mi caso, quizá por el ritmo de los tiempos que habían cambiado, la presencia del cuerpo era sencillamente irreductible. Antonia/Antón no era homosexual, ni había nacido en un cuerpo equivocado, pero se preguntaba cómo podían ser esos seres que parecían más libres y completos que ella. No la envidia del pene, como dijera Freud, pero sí su fascinación. Y la vuelta de tuerca a través de un objeto transicional: el mingitorio, que en la novela se vuelve un auténtico fetiche que le cuestiona a la protagonista su identidad.
Desde entonces se me ha tildado de escritora erótica por unos, y escritora poco feminista por otras… Luego con Las Violetas y su escudriñamiento en el deseo del incesto, se me ha acusado de ser políticamente incorrecta pero varios lectores me han agradecido por hablar del deseo masculino, aunque no sea «fácil que la gente se atreva a plantarse sin trepidación ante un espejo literario para examinar sus propios sentimientos enjaulados».
Tanto me hablaban del erotismo en mi escritura que con Las ninfas a veces sonríen decidí entrarle al toro por los cuernos, pero como siempre desde una perspectiva transgresora: el deseo como una posibilidad de goce, sin culpas ni remordimientos, la encarnación del cuerpo como nuestro Paraíso más próximo y auténtico.
Decía Henry James que una buena novela es una impresión personal e intensa de la vida. Toda la literatura que vale la pena parte de la singularidad de la visión de quien escribe.
No me imagino a Kafka ni a la Woolf sino siendo cada uno desde la singularidad que les es propia: su pasado, su familia, sus experiencias vitales, su mirada, sus deseos, su corazón, su sexo y, por supuesto, su género. Pero tampoco vamos a supeditar su singularidad a uno solo de sus rasgos.
La singularidad es la persona toda. Y la literatura, visión individual, personal, aunque se esfuerce por ser otra cosa y traicionarse. La única manera de ser profundamente universal, decía Alfonso Reyes, es ser profundamente particular. Y tenía razón.
Gracias a esa mirada singular, por ejemplo, hemos podido reinventar a México y a sus personajes a través de la obra de una escritora entrañable: Elena Poniatowska. Por sus libros hemos entrado en esas habitaciones propias, esas invisibles ciudades interiores que constituyen la vida de los otros, lo mismo de figuras conocidas que de hombres y mujeres de la calle, y volverlos próximos, cercanos, íntimos, humanos.
Más allá de los disfraces, encarnaciones, etiquetas ser escritora en México ha sido para mí un ejercicio de imaginación y libertad transgresoras. Lo he dicho a manera de juego, pero también como seña de identidad: «Yo no soy mujer… soy escritora».
Uno de los pocos espacios de libertad íntima y auténtica son la escritura y el arte. Y al menos a mí, en mi trabajo, me interesa hacerles lugar, a trasmano de militancias y posiciones de corrección ortopédica y política. Una forma de no ser solamente mujer en México, sin morir en el intento, precisamente ahora que la realidad encarna con brutal literalidad la sutileza y el placer de las metáforas.
En este país donde cada vez caben menos las metáforas y nos avasalla la realidad de la incertidumbre y la violencia, con diferencias sociales y económicas tan marcadas, la cultura puede ser un punto de encuentro y una convocatoria al diálogo verdadero.
Tanto el gobierno federal como los gobiernos estatales no debieran sacrificar sus programas de difusión y apoyo a la cultura. Reducir su presupuesto sería sacrificar aún más a un país herido que precisa encontrar en sus dirigentes una señal clara de voluntad para la reconstrucción social, más allá de intereses políticos y económicos.
En lugar de menos, más presupuesto para la cultura. Que vivan los libros…
México DF a 16 de octubre de 2013
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