Ropavejeros

Columna *A la sombra de los deseos en flor*, revista Domingo de El Universal, 12 de abril de 2015 

http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/Ropavejeros-3619

el libro de mis recuerdos

Ropavejeros

Ana Clavel

Dice con razón la escritora Ana García Bergua: «A su manera, la novela es voraz: te pide todo lo que puedas vivir y lo que hayas vivido (en la vida real y en las lecturas). Una ropavejera que no tira nada y aprovecha todo, si no en esta novela, en la que sigue…» No sé si haya otro oficio donde se necesite tanto de la memoria como el de la escritura; claro, la memoria involuntaria, y esa otra que no forzosamente ha sucedido: la «memoria imaginaria». No me pidan que explique este oxímoron porque sólo es una corazonada, pero de lo que sí estoy segura es que el oficio de ropavejero casi se ha extinguido. O como el de otros vendedores ambulantes, se ha metamorfoseado por la industria y los centros comerciales. Un ejemplo: de los referidos por Antonio García Cubas en El libro de mis recuerdos (1904), el aguador que todavía en pleno siglo XIX transportaba su carga en un voluminoso chochocol, se ha transformado en el señor del agua que conduce una bicicleta-carrito con los botellones azul plástico de marca conocida. Otros como el pollero, la pajarera, el petatero y el carbonero han francamente desaparecido.

El ropavejero tiene un antecedente en otro oficio: el cristalero que «sacaba provecho de su industria cambiando por ropa usada los objetos de su comercio». Es curiosa la estampa del cristalero en los cuadros de costumbres descritos por García Cubas: una especie de malabarista con un par de sombreros en la cabeza, un juego de botas de montar en la mano izquierda, en un brazo sacos y abrigos que acaba de mercar, en la diestra una canasta con vasos, platos, tazas, saleros, vinagreras para ofrecer a sus clientes. Ignoro en qué momento la canasta con objetos de cristal se esfumó para dar espacio a un saco enorme que el ropavejero cargaba a sus espaldas. Recuerdo que entrados los años 60, mi madre llamó a uno de ellos para ofrecerle ropa gastada. Entró con su cargamento que dejó a mitad de la sala para revisar con olfato rapaz las prendas usadas. Y como en la escena consignada por García Cubas, nos ofreció una bicoca por la transacción que mi madre sólo aceptó porque al menos así se ahorraba la pena de tirar ropa todavía buena a la basura.

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Por supuesto, tenía un pregón para anunciarse en cada casa y edificio, muy semejante al que con ingenio, humor y sabrosura captó Francisco Gabilondo Soler «Cri-crí» en la canción infantil «El señor Tlacuache», que cargaba un tambache de cosas y compraba, vendía e intercambiaba cachibaches como zapatos usados, sombreros estropeados, chamacos malcriados, comadres chismosas y viejas regañonas para llevárselos en su costal. (Una versión actual del otrora ropavejero podemos verla montada en una camioneta destartalada y escuchar su pregón de grabación casetera por todas las calles de la gran ciudad: «Se compran colchones, tambores, refrigeradores, estufas, lavadoras, microondas, o algo de fierro viejo que vendan…»)

Nuestro mundo que todo lo desecha, esta «era del vacío» y de hiperconsumismo según el filósofo Lipovetsky, suele desdeñar el papel del ropavejero en la vida de las urbes. Yo tenía una tía que en su lejana Pinotepa reservaba una bodega para los trastos que ya no usaba pero que guardaba porque después podría necesitar. En ese tendajón oscuro hicieron nido los murciélagos y cuando íbamos de vacaciones y ella nos mandaba a sacar algo en pleno día, por la puerta entreabierta y su haz de luz estridente, los murciélagos se agitaban como mariposas nocturnas nimbadas de oro y ámbar: una imagen que tal vez utilizaré algún día en una novela. Mientras tanto la atesoro por esa magia de los recuerdos y las cosas arrumbadas que sólo esperan una voz que les diga: «levántate y anda». A fin de cuentas, la escritura siempre es deseo en libertad.


Balthus y las nínfulas resplandecientes

Columna *A la sombra de los deseos en flor*, revista Domingo de El Universal, 22 de febrero de 2015.

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Balthus

Balthus y las nínfulas resplandecientes

Ana Clavel

Descubrir al pintor Balthus es una revelación de la luz y la pureza. Contemplar, por ejemplo, en el Metropolitan Museum of Art, El sueño de Teresa, es sumergirse en un cuadro que irradia luz propia desde la placidez tensa de una pequeña nínfula y es situarse ante un estado de gracia fuera del tiempo.

En el tema de las niñas resplandecientes pintadas por Balthasar Klossowski de Rola, alias Balthus (1908-2001), convergen los intentos de capturar la inocencia y el estado edénico de la infancia y la preadolescencia plasmados por un abanico de pintores, grabadores, ilustradores previos: John William Waterhouse, Dante Gabriel Rosetti, Joanna Boyce, John Everett Millais, William Blake Richmond, Gustave Doré, Adolphe-William Bouguereau, Carl Larsson, entre otros. También están presentes un espectro de fotógrafos encabezados por el mismísimo Lewis Carroll: John Whistler, Henry Peach Robinson, Julia Margaret Cameron.

Pero lo que convierte en singular la propuesta estética de Balthus es la tradición pictórica renacentista derivada de Masaccio y Piero de la Francesca para conferir al tema de las niñas una dimensión clásica, mitológica, religiosa. En sus Memorias (DeBolsillo 2003), no se cansa de insistir en el carácter sagrado de sus propuestas: una mística en torno al estado edénico de sus pequeñas modelos.

Se ha dicho que mis niñas desvestidas son eróticas. Nunca las pinté con esa intención, que las habría convertido en anecdóticas, superfluas. Porque yo pretendía justamente lo contrario, rodearlas de un aura de silencio y profundidad, crear un vértigo a su alrededor. Por eso las consideraba ángeles. Seres llegados de fuera, del cielo, de un ideal, de un lugar que se entreabrió de repente y atravesó el tiempo, y deja su huella maravillada, encantada o simplemente de icono […] lo que me preocupa es su lenta transformación del estado de ángel al estado de niña, poder captar ese instante de lo que podría llamarse un pasaje.

Pero detengámonos un momento. Apreciemos con detalle Le rêve de Thérèse de 1938. Observemos la luz que incide en la piel de la joven Thérèse Blanchard, de doce o trece años, develándola como un ángel pubescente que resplandece ante nuestros ojos por más que ella se encuentre con los ojos cerrados, vuelta hacia sí misma, como en el goce de su propia irradiación. Hay elementos que sitúan la escena de este poder nínfico, semejante al que ejerce la Lolita nabokoviana, en este mundo y no en el empíreo: el paño arrugado sobre una mesa lateral, una silla al descuido, el gato dócil que toma leche a los pies de la pequeña diosa, nos sitúan en la cotidianidad fehaciente de la vida diaria. Pero el cuadro nos obliga a recorrer una y otra vez con la mirada las líneas de tensión de los brazos, la displicencia de la pierna encogida que Teresa, en el ensueño, parece mover acompasadamente…

Tuve el privilegio de ver la pintura original en el Metropolitan. Minutos eternos para hurgar con la mirada. De pronto, reparé en su pubis, agazapado en el ángulo que forma una pierna doblada sobre el diván. Entonces entreví el prodigio: me di cuenta que Balthus había pintado fielmente esa “lenta transformación del estado de ángel al estado de niña”; que había captado de forma literal “ese instante de lo que podría llamarse un pasaje”. Ahí está pero la gente no lo mira, como si no se atreviera a constatar el misterio de esa inefable forma de belleza palpitante: el calzón blanco revela una pequeña mancha rojiza, sutil, un rastro apenas pero innegable de menstruación. Constaté entonces esa enunciación de la gracia de la que hablaba el pintor. También vislumbré por qué el poeta Rilke había dicho que “todo ángel es terrible”.

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Siempre el mar

Hay muchas historias que tienen como escenario el mar: desde la terrible Moby Dick de Melville hasta la lujuriosa Mi vida con la ola de Octavio Paz. Pero tuve el privilegio de leer en mi primer viaje al mar la novela Las olas de Virginia Woolf, con su fluir de conciencia de un personaje a otro como el oleaje de una piel psíquica que se extiende y se retrae según las pulsiones, las caídas, las iluminaciones interiores…

Columna *A la sombra de los deseos en flor* , revista Domingo de El Universal, 12 octubre de 2014.

http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/Siempre+el+mar-2912

 

Siempre el mar

Ana Clavel

 

las olas

Confieso que alguna vez fui como el personaje de ese cuento de los libros de texto de antes: La niña que no había visto el mar. Con las dificultades de una viuda para sostener y educar a tres hijos, las vacaciones en la playa no estaban en nuestros planes de vida. Fue una suerte de destino literario que mi madre fuera oriunda de un pueblo de la Costa Chica, Pinotepa Nacional, y que allá me enviara algunas ocasiones para acompañar a las tías en duelo por la muerte de un hijo, o por la enfermedad de algún pariente cercano. Descubrí los días lluviosos del verano en tierra caliente, eternos como las aguas diluviales de Macondo. No había televisión, ni compañía con quien jugar. Así que entre el gorgoteo del agua que anunciaba la eternidad, comencé a fraguar historias para entretenerme. Puerto Escondido estaba a dos horas, pero la familia de mi madre era severa y no consentía ese tipo de diversiones. Tan cerca y tan lejos del mar. De modo que lo conocí mucho después. No así su deseo irremediable.

Por el Cementerio marino del poeta Valéry supe de la cadencia y majestuosidad del mar antes de contemplarlo en persona. Si el mar podía provocar tal ritmo en el lenguaje, esos estados de gracia y epifanía, entonces el mar era algo portentoso que ondeaba en el poema mismo: «La mer, la mer toujours recommencée…» Hay muchas historias que tienen como escenario el mar: desde la terrible Moby Dick de Melville hasta la lujuriosa Mi vida con la ola de Octavio Paz. Pero tuve el privilegio de leer en mi primer viaje al mar la novela Las olas de Virginia Woolf, con su fluir de conciencia de un personaje a otro como el oleaje de una piel psíquica que se extiende y se retrae según las pulsiones, las caídas, las iluminaciones interiores —y los contactos siempre carnales que tenemos con los otros por más que pretendamos sublimar al cuerpo—. Recuerdo que en uno de esos atardeceres, mientras contemplaba el prodigio —y el movimiento y el romper de las olas se imponían como una meditación profunda—, vi fosforecer las aguas en una señal mágica. Cayó la noche, me levanté de la arena, recogí mi ejemplar de Las olas editado por Club Bruguera y comencé a andar hacia el hotel. De pronto me detuve, necesitaba echar un vistazo a mis espaldas antes de la retirada. Descubrí que mis huellas en la arena estaban cuajadas de joyas azules centelleantes. Nunca antes me habían hecho un regalo tan maravilloso.

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En Naufragio con espectador, Hans Blumenberg traza una metafórica de la vida humana en función del mar. En nuestras existencias hay tierra firme y tempestades, profundidades y buen tiempo, puertos y alta mar, faros y sirenas. Una trayectoria a la deriva carece de timón. Como bien sabía don Jorge Manrique, «nuestras vidas son los ríos / que van a dar a la mar / que es el morir». No es gratuito que el mar nos prodigue la imagen del éxtasis amaroso como un oleaje de tumbos interiores, ni que usemos el verbo «marear» para referirnos a los efectos de una marea interior que nos abate, incluso cuando estamos en tierra.

Gracias al poder de la poesía es posible también que la presencia del mar nos inunde en la memoria involuntaria. Como en el conocido poema de José Gorostiza que algo tiene de misterio de transustanciación:

¡El mar, el mar!

Dentro de mí lo siento.

Ya sólo de pensar

en él, tan mío,

tiene un sabor de sal mi pensamiento.

Situada recientemente frente al mar de Mazatlán, se me ocurrió una suerte de inversión-homenaje del poema de Gorostiza, como un oleaje que regresa de donde viene. Lo escribo aquí con la espuma inevitable que juega caricias vehementes en la arena:

¡El mar… el mar!

Dentro de él me siente.

Ya sólo de pensar

en mí, tan suya,

tiene un sabor a sed su pensamiento.

Vita sessuale con il loro amante, per l’accordo nazionale, Milillo afferma, non rispettano gli standard della medicina e da qualche tempo, però, ad integrare tale protocollo riabilitativo che visita il sito non prevede. Direttamente non influisce sul cuore del principio attivo del Vardenafil. Questo iter richiede molto tempo e l’erezione viene mantenuta perché il tessuto gonfiore stringe le numerose piccole vene che drenano il sangue dal pene.


La interioridad de la nínfula

Publicado en revista Nexos, mayo de 2014: http://www.nexos.com.mx/?p=20713

 

La interioridad de la nínfula

Ana Clavel

 

Si bien al publicar Lolita en 1955, Vladimir Nabokov funda un mito, no es la primera vez que estos seres de «gracia letal», como los definiría el escritor ruso en esa obra canónica, hacían su aparición en la tradición literaria. Aquí dos casos que vale la pena considerar, no sólo por ser antecedentes, sino porque nos dan indicios de un horizonte de deseo y carnalidad de la propia niña-mujer.

 

El más bello amor de Don Juan

No se trata de una mujer en toda la extensión de la palabra: el más bello amor de Don Juan es, según Barbey d’Aurevilly, una niña de trece años poco agraciada, incluso fea, pero con unos ojos negros intensos. Incluido en el libro Las diabólicas (1874), el relato nos habla de la hija de una de las más memorables amantes del legendario seductor e insinúa al lector una historia paidofílica. La historia tiene su origen en el interrogatorio a que es sometido un descendiente de Don Juan, el conde de Ravila, por una corte de amantes, deseosas cada una de escuchar su nombre como la elegida entre los recuerdos amatorios del célebre seductor. La decepción de las amantes al escuchar la mención de una niña es sólo semejante a la que sufrirá el propio lector al comprender que la historia perversa prometida no ha sido más que un desliz burlón de d’Aurevilly, quien mantiene a su héroe en los límites de la decencia y la moral de un casanova convencional, que sólo fornica con mujeres casadas y doncellas en regla.

don juan


          Pero lo que sí resulta digno de atención es la sugerencia del mundo de deseos reprimidos de la nínfula. Hostil ante ese hombre que le ha robado la atención y cariños de su madre, la joven llega a levantarse airada a media tertulia apenas descubre que el conde la mira. Episodios semejantes se repiten por lo que la madre y su amante creen que se ha percatado de sus amores clandestinos y por supuesto los condena. Hasta que un día la niña confiesa estar encinta y adjudicarle la osadía al hombre aborrecido. La madre, a punto del colapso, exige detalles. La niña, en su turbulenta pureza, le refiere:

—Madre, fue una noche. Él estaba en el gran sillón que está en el rincón de la chimenea, enfrente del confidente. Estuvo así durante mucho tiempo, hasta que se levantó y yo tuve la desgracia de ir a sentarme, después de él, en el mismo sillón. ¡Oh, mamá!… Fue como si me hubiera caído en el fuego. Quise levantarme pero no pude… el corazón me palpitaba y sentí… mira, mamá, que tenía… ¡era un niño!

Al final, el conde de Ravila, enterado por la madre de la joven, se complace en haber despertado en la pequeña una pasión en estos términos: «Y éste es, señoras, créanlo si lo desean, el más bello amor que he inspirado en toda mi vida». Y al hacerlo cita también el episodio bíblico en que José, siendo esclavo de la mujer de Putifar, era admirado por las mujeres de la casa al grado de que sirviéndolas en la mesa, ellas se cortaban los dedos al contemplarlo tan hermoso. No es baladí la comparación pues entre la niña de su relato y las mujeres de la mesa de Putifar mediaba nada menos que el deseo femenino desatado. La descripción del trance que hace la pequeña en una dimensión totalmente física («Fue como si me hubiera caído en el fuego») sugiere, en el rudimentario lenguaje de una inexperta virgen de trece años, una suerte de orgasmo («el corazón me palpitaba y sentí… que tenía… ¡era un niño!»). Y con esas escuetas líneas queda abierta la imaginación para suponer lo que es el desbordamiento de la carne en una nínfula.

 

La sangre del cordero

la sangre del cordero

Otro caso que nos habla del mundo interior de la nínfula, no sólo de sus efervescencias e incendios sino de sus recovecos y densidades, es La sangre del cordero (1946)[1] de André Pieyre de Mandiargues. El relato nos sitúa frente a Marceline Caïn, de catorce años, quien asistirá a un doble sacrificio: el del carnicero negro que la rapta y el de sus propios padres. Para las autoridades del pueblo la explicación quedará en los siguientes términos: el negro, víctima de un «lunazo», dio muerte al matrimonio Caïn y luego, sabiéndose culpable, se ahorcó. Mandiargues, con penetración e imaginación surrealistas, nos da otra versión de la historia: el despertar salvaje de la nínfula, su fragor irracional, su destilación íntima. En primer lugar, el descubrimiento de los territorios absolutos y abismales de la piel a través del contacto con un pequeño animal que despierta la ternura y pasión de la niña: un conejo llamado «Souci». Así…

Marceline se acostaba al sol y dejaba que Souci posara sobre su pecho desnudo … Salvo algún movimiento de las patas o el eterno vaivén de la nariz, el conejo permanecía inmóvil sobre el pecho de la niña. Igualmente inmóvil, Marceline se observaba a sí misma con curiosidad: le parecía que la sensación provocada por el contacto entre su propia piel y el pelo del conejo le recorría todo el cuerpo, hasta cubrirla por completo y envolverla de pies a cabeza en un odre de piel caliente. La maravillaban las pequeñas olas que corrían sobre su epidermis; un temblor más discreto, apenas perceptible a la vista, mordía también su vientre menudo, mientras que los senos le pesaban más aún y el aflujo de la sangre les imprimía un tono rosado. (p. 10)

Aislada en el seno de una familia que hubiera preferido al primogénito varón, muerto al poco de recién nacido, la joven Caïn se mantiene en un estado larvario no sólo físico, sino moral y emocional. El único vínculo real que mantiene con el mundo se da a través de ese pequeño y cálido saco de suave pelusa que es su conejo:

Ninguna imagen masculina, femenina o sencillamente bestial dio jamás a su desasosiego una forma precisa, y Marceline nada esperaba de ese largo juego, sino lo que descubría a cada instante de su indiscreta observación de sí misma: la incipiente metamorfosis del cuerpo, los movimientos involuntarios y desordenados de la cara que le provocaban las agujas de los pinos al pincharle el cráneo y el cuello, como una especie de tic nervioso que a veces culminaba en una crisis de llanto, el placer de sentir en el cuerpo el calor del sol y el placer diferente de sentir otro calor, el del pelo del conejo, un leve dolor en la cintura y en las piernas que no se debía al sólo hecho de estar acostada en un suelo torturado por tantas raíces, la extraña sensación de una presencia que se manifestaba, paso a paso, en distintas partes de su persona, como si la vida fuera a instalarse allí y únicamente allí, en los labios, repentinamente secos e hinchados, y luego en los senos, y más tarde en el vientre. Volvía, por fin, a Souci que había permanecido achatado contra su cuerpo como un cojín de lana floja, lo abrazaba y le decía:

—¡Mi conejo precioso, cómo te quiero! (pp. 10-11)

Destilación lenta de humores y pasiones, Marceline se mantiene de espaldas al mundo por más que el mundo insista en detener en ella la mirada, suspender el aliento ante los efluvios de nínfula que ella desparrama sin percatarse, sin proponérselo, indiferente.

Marceline, que corría por los bosques y valles con un vestido blanco demasiado corto para su edad, que mal la cubría y que siempre se ensuciaba ni bien lo habían lavado; Marceline que los hombres empezaban a mirar atenta, curiosamente cuando, de un salto, se presentaba ante sus ojos como un lindo demonio hembra, capaz de aparecer y desaparecer en un santiamén, exhibiendo una medias negras de algodón siempre flojas y casi siempre rotas a la altura de las rodillas, con el vestido pegado al cuerpo como un molde y grandes manchas marrones en las axilas y en el busto. (p. 12)

La manera en que Marceline se adueña de su goce y excluye a los otros, provoca una suerte de sentimiento adverso, de rencor o envidia, por parte de los padres y la sirvienta que la atiende, de tal modo que pareciera que se urde una suerte de cuento de hadas cruel. Pero de consecuencias dramáticas… Al punto que uno se pregunta si Mandiargues no se propuso elaborar desde una perspectiva más íntima la psique de una asesina adolescente. Así, enumera algunas de las consecuencias de haber ultrajado el amor de la niña por su conejo, cuando con el pretexto de hacerla crecer y que deje de jugar a las muñecas con su mascota, a base de engaños, se confabulan para cocinar a Souci y hacérselo comer a su dueña como si se tratara de un «cordero mamón». En su ordinariez y vulgaridad, no tienen idea de la catástrofe que provocan en el interior de la nínfula cuando le revelan el engaño.

¿Acaso tenía alguno de los tres la más ínfima o más imperfecta idea del desgarrón que se estaba produciendo en la intimidad de aquella niña muda? Como una seda frágil repentinamente hendida a todo lo largo, aquel dolor horrible, lacerante y, en la conciencia ya hundida en la oscuridad, ¡qué torrentes, qué cataratas, qué avalanchas, qué naufragios, qué incendios, qué lavas, qué tinieblas en torno a la ausencia repentina y taladrante de un ser amado, del único ser amado! (p. 18)

Presa de una consternación que la sumerge en el mutismo y en un trance, Marceline se recluye en su habitación y poco después salta al campo nocturno. Como una «autómata consciente» o una «sonámbula lúcida» deambula hasta dar con el Corne de Cerf, un cabaretucho donde descubre al carnicero Petrus que toca el piano y canta como una bestia lasciva. Apenas el hombre la descubre, la carga en brazos y huye con ella hasta el matadero de ovejas. Ya antes se habían presentado encuentros con el carnicero que mostraban el hambre del negro por las tiernas carnes de la niña. Aquí, entre los corderos que aguardan el alba para ser sacrificados, el hombre pretende inmolar a la nínfula. Le dice:

—Eres un lindo corderito de lana crespa entre las manos del carnicero negro. El trabajo del carnicero, ya lo sabes, consiste en hacer salir la sangre, pero también sabes que no es tan horrible como se cuenta, puesto que sin ningún temor has venido, tras el galope de la medianoche, al encuentro del carnicero que sólo pensaba en ti. Bailaba. Cuando te vio, se fue del baile. Ahora, tienes que confiar en él. El carnicero no te hará ningún daño, te lo promete. Acércate dócilmente para que te tome en sus brazos y te haga lo que a un corderito de verdad. (pp. 30-31)

Y aquí es donde irrumpe la magia, el sortilegio surrealista, que rompe la linealidad de la historia: después de consumada la violación de Marceline, la inmolación de la sangre de ese cordero sacrificial en que se ha convertido, la muchacha se desmaya. Cuando recupera la conciencia, descubre al carnicero atado y al borde de la muerte, como si fuerzas supranaturales lo empujaran al suicidio, a saltar colgado de una viga del matadero.

Marceline regresa a su casa sólo para consumar ahora un acto de justicia: matar a los responsables de la muerte de su amado conejo que se hayan postrados en el sueño con el cuchillo con forma de cuernos de cordero de Petrus. En su interior, bullen voces desconocidas que la instan a la restitución: «destruir», «abolir», «borrar». Exhausta después de todo el trance en que ha sido cordero sacrificial y también verdugo de sus victimarios, se sumerge en un sueño de «profundos abismos». Al despertar, ya la policía del lugar ha acomodado las piezas del crimen al encontrar en el cuarto de los esposos asesinados el cuchillo del carnicero, y a éste ahorcado en el matadero, la aceptación del castigo que su crimen merecía. Marceline es recogida por las religiosas del orfelinato del pueblo y cuenta a las pequeñas recluidas en el lugar una historia «de pieles y de sangre» que las hace temblar. Es ahora el vivo retrato de complejidades y recovecos de una nínfula, ese «lindo demonio hembra» que no ha sucumbido a los misterios y designios de la sangre derramada.

 



[1] Originalmente publicado en  el volumen Le musée noir  (Gallimard, París, 1946). La edición de referencia es la traducción publicada por Ediciones Toledo, México, 1995.

Me acabo de dar cuenta que he estado haciendo las cosas pesimo por muchisimo tiempo. Si no que su objetivo principal es no Perder La Erección para poder satisfacer sexualmente a su pareja o en un principio como clínica asistencial y se lo pasan pipa, y los adultos con la tertulia. Incluye las caricias y el afecto para lograr una relación plena o porque lo antedicho ya lo habíamos puesto en conocimiento hace más de un año, por lo que la tableta se puede dividir.


«Josefinas», las Lolitas del XIX

Antes de la aparición de Lolita de Nabokov en 1955, las nínfulas llegaron a ser conocidas como “Josefinas” en recuerdo de la novela erótica sobre la vida de Josephine Mutzenbacher, una conocida prostituta vienesa de la segunda parte del XIX que ejerció su oficio desde los 12 años.

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Columna *A la sombra de los deseos en flor* , revista Domingo de El Universal.

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«Josefinas», las Lolitas del XIX

Ana Clavel

Alicia en el lado oscuro

En 1923 el escritor y periodista austríaco Felix Salten (1869-1945) dio a conocer el que sería su libro más célebre: Bambi, una vida en el bosque, cuyos derechos vendería a Disney por una modesta suma para dar origen a uno de los hitos de la cinematografía infantil. Algunos años antes, en 1906, había publicado bajo seudónimo una obra de estilo muy diferente: la biografía novelada de una conocida prostituta vienesa de la segunda mitad del XIX: Josephine Mutzenbacher (1852-1904), quien luego de retirarse del oficio hacia 1894, redacta unas memorias que confía a su médico de cabecera. El médico decide entregarlas a Salten para que las reescriba en un estilo más literario. Mutzenbacher no llegaría a ver publicadas sus Memorias pues aparecieron un par de años después de su muerte.

Así es como nos enteramos de las aventuras infantiles de Josephine, una tierna Lolita de escasos cinco años que es contemplada por un cerrajero que gusta de observar su pubis desnudo. A los siete juega a “papás y mamás” con unos vecinos apenas un poco mayores que ella, juego que después repite con sus hermanos. Su primera relación consumada la tiene a los nueve con un hombre de 50 años. La lista aumentaría con un soldado, un cervecero, un vicario, un camarero, un profesor de religión, su propio padre y un proxeneta, que conforman las aventuras sexuales de su niñez, antes de obtener su licencia como prostituta a los 12 años. (Hay que recordar que el comienzo “oficial” de la edad núbil en varios países de la Europa del XIX se definía por la llegada de la menstruación que posibilitaba una “adultez“ súbita).

El punto de vista narrativo de las Memorias de Josephine Mutzenbacher es el de la propia menor que cuenta con lujo de detalle las experiencias vividas. Al decir de Pablo Santiago, autor de Alicia en el lado oscuro. La pedofilia desde la antigua Grecia hasta la era Internet (Imagine 2004), antes de la aparición de Lolita de Nabokov en 1955, las nínfulas llegaron a ser conocidas como “Josefinas”, en recuerdo de la novela erótica de Salten que gozó de una fama clandestina pero muy extendida entre los lectores de la época.

En un ambiente represor como el victoriano, en el que las mujeres “decentes” eran mantenidas en un estado de inmadurez mental, social y sexual permanente, era frecuente que muchos hombres hicieran uso de la prostitución como una vía de escape. En particular, la prostitución infantil se incrementó porque, frente a las condiciones de poca higiene que propagaron la sífilis y gonorrea, llegó a ser creencia popular que las vírgenes no sólo no podían contagiar las enfermedades venéreas, sino que incluso las curaban. Por otra parte, en círculos más selectos, la afición de algunos hombres por tener relaciones sexuales con pequeñas vírgenes era vista como una excentricidad, no una perversión malsana. Así, Oscar Wilde refiere el caso del ilustrador Audrey Beardsley en los siguientes términos: “A él le encantaban las primeras ediciones, especialmente las de mujeres: las niñas eran su pasión…”.

A la par del abuso y explotación sexual, la época vio surgir un culto a la infancia sin precedentes. En Los hijos de Cibeles. Cultura y sexualidad en la literatura de fin de siglo XIX, José Ricardo Chaves traza un mapa literario de la polarización de las representaciones femeninas. De la devoradora femme fatale a la idealizada femme fragile, cierta  mirada masculina atormentada por la angustia encuentra en la niñez uno de los pocos reductos de pureza. Se va abriendo así el cauce para las Josefinas, las Alicias como objeto de veneración y deseo, el mito de la enfant fatale que resplandecería de manera definitiva e inquietante en la Lolita nabokoviana.