Abrazos carnales

Columna “A la sombra de los deseos en flor”, revista Domingo de El Universal, 26 de enero de 2014. http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/Abrazos+carnales-2102

 Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca
Aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach.

¿Quién era Matilde Urbach?, se han preguntado muchos. Por las maravillas de la red, di con el testimonio de Juan Bonilla en su libro El arte del yo-yo (Pretextos 1996). Ahí relata cómo a través de un recuerdo vago del gran amigo de Borges, Bioy Casares, da con la pista de esa mujer-enigma…

 

 Abrazos carnales

Ana Clavel

El poder de los brazos es innegable. Si la mano representa destreza, el brazo refiere a la fuerza. Pero es también una fortaleza que se doblega cuando se tiende a un ser amado, ya sea para guarecerlo o para fundirse en él. No es otro el sentido que da San Juan de la Cruz en su célebre poema místico, cuando el alma recibe al Amado y lo abraza en su pecho florido.

Paolo and Francesca da Rimini by Dante Gabriel Rossetti (1855)

Paolo y Francesca da Rimini por Dante Gabriel Rossetti (1855)

Dos almas suspiran abrazadas en el Canto V del Infierno de Dante, donde se castiga «a los carnales pecadores,/ que la razón someten al deseo»: las de Francesca de Rimini y Paolo Malatesta, muertos por el esposo de ella y también hermano de él, al suspender la lectura de un libro de caballerías que relataba los amores adúlteros de la reina Ginebra y Lancelot. Sin soltarse del abrazo eterno de su amante, Francesca le revela al poeta el preciso momento de su pecado:

Cuando leímos que la deseada sonrisa de la amada

fue interrumpida por el beso del amante,

éste, que jamás se ha de separar de mí,

me besó tembloroso en la boca…

Aquel día ya no leímos más.

Muy lejos de condenar a la carne, el neoplatónico Francisco de Aldana (1537-1577) celebra las nupcias del cuerpo y el alma a través del abrazo amoroso cuando dice:

 … en la lucha de amor juntos, trabados

con lenguas, brazos, pies y encadenados

cual vid que entre el jazmín se va enredando,

y que el vital aliento ambos tomando

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en nuestros labios, de chupar cansados,

en medio a tanto bien somos forzados

llorar y sospirar de cuando en cuando.

 André Breton lleva más lejos la encarnación del abrazo al ceñirlo a la razón de ser de la poesía como un cuerpo enamorado en el poema Sur la Rue de San Romano de 1948:

 La poesía se hace en el lecho del amor
Sus sábanas deshechas son la aurora de las cosas…
El abrazo poético como el abrazo carnal
Mientras duran
Prohíben caer en la miseria del mundo.

Orfeo y Eurídice por George Frederick Watts

Orfeo y Eurídice por George Frederick Watts

Pero no todos los abrazos son dichosos, como le sucede al protagonista del relato de Prosper Mérimée, La Venus de Ille de 1837, quien paga con la vida el desplante de colocar en un dedo de la diosa un anillo de compromiso. En la noche, la despiadada estatua de bronce lo seguirá hasta el lecho nupcial para ceñirlo en un cruel abrazo de muerte —irónica sugerencia de cuando el orgasmo, o petite mort, da lugar a la grande mort.

Hace poco el poeta Jorge Humberto Chávez me recordó este hermoso dístico de Borges, titulado Le Regret d’Héraclite:

Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca

Aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach.

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¿Quién era Matilde Urbach?, se han preguntado muchos. Por las maravillas de la red, di con el testimonio de Juan Bonilla en su libro El arte del yo-yo (Pretextos 1996). Ahí relata cómo a través de un recuerdo vago del gran amigo de Borges, Bioy Casares, da con la pista de esa mujer-enigma que lo desvelaba como a tantos lectores: un libro comentado por Borges en la revista El Hogar en 1938, Man With Four Lives, del norteamericano William Joyce Cowen (1886-1964). Escribe Borges: «un capitán inglés, en la guerra de 1918, mata cuatro veces distintas a un mismo capitán alemán … Al final, el autor deja entrever una explicación, que es hermosa: el alemán es un militar desterrado que proyecta, a fuerza de cavilar, una especie de fantasma corpóreo que guerrea y muere por la patria más de una vez».

No menciona ahí, pero la mantuvo en la memoria hasta escribir esos versos que han gloriosamente ardido, a la mujer que el capitán alemán visita antes de partir a la guerra y con quien funde su aliento en un abrazo íntimo y carnal: Matilde Urbach… Un amor por el que, para quienes estamos hechos de palabras, vale la pena morir varias veces y revivir otras tantas para desfallecer en su abrazo.

 


La Desconocida del Sena

Columna “A la sombra de los deseos en flor”, revista Domingo de El Universal, 23 de febrero de 2014. http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/La+Desconocida+del+Sena-2180

La Desconocida del Sena

Ana Clavel

Hace años leí una historia maravillosa sobre una muchacha que despierta en el fondo del río Sena. Va flotando entre las aguas sin saber su propio nombre, sin recordar si se suicidó o la asesinaron, hasta que llega a una colonia de seres como ella que viven bajo el agua y entonces… El cuento, de una delicadeza y una imaginación portentosa, se llama La Desconocida del Sena y su autor es Jules Supervielle (1884-1960), quien la publicó en 1931: “Viajaba ignorando que sobre su rostro brillaba una sonrisa, si bien trémula más persistente que la sonrisa de un vivo, siempre a merced de cualquier cosa…”

Philippe Hugonnard, Muelles del Sena

Philippe Hugonnard, Muelles del Sena

Entre cuento de hadas e historia surrealista, el relato de Supervielle, con su urdimbre fantástica, plagada de imágenes fascinantes e insólitas, puede hacernos creer que todo es obra de la creatividad de su autor. Pero al parecer “la Inconnue de la Seine” tiene una historia previa —lo cual no va en detrimento del escritor de lengua francesa que retomó un tópico de su época para llevarlo a una realización hasta entonces… desconocida—. La historia “real” va así: hacia fines del XIX, fue encontrado el cuerpo de una joven mujer ahogada en las aguas del río Sena y puesto en exhibición pública en la morgue para que lo identificaran sus posibles deudos. Pero el cuerpo no fue reclamado. Un asistente del médico forense, fascinado con el dulce y bello rostro de la joven, le tomó un molde de yeso. Al poco tiempo la máscara apareció a la venta en varios establecimientos y la joven desconocida se convirtió en musa de artistas y legos.

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Por su sonrisa tenue, Albert Camus se refirió a ella como la “Mona Lisa ahogada”. Nabokov le dedicó un poema, Rilke la cita en sus Cuadernos de Malte Laurids Brigge. A la lista de escritores se suman Maurice Blanchot, Céline, Anaïs Nin, Louis Aragon y el fotógrafo Man Ray. En su leyenda aletean resabios de las ondinas, sirenas, ninfas, de Isolda y la dama de Shalott, de la Ofelia de Shakespeare. En 1934, Conrad Muschler publica La Desconocida, relato sobre Madeleine Lavin, una joven de provincia que es seducida por un hombre de mundo. Abandonada en París por su amante, se arroja al río con una sonrisa que es señal de su liberación absoluta.

Tamara Lichtenstein, Agua

Tamara Lichtenstein, Agua

El tema de la sonrisa también ha dado pie a la duda. Según Pascal Jacquin, jefe de la brigada fluvial de la policía parisina, no es posible que un ahogado tenga una sonrisa tan placentera, su rostro se hincha, se deforma. Por su parte Michel Lorenzi, director de la fábrica de máscaras más prestigiada en Francia, niega que la joven estuviera muerta cuando se tomó el molde. Debido a que es difícil mantener una sonrisa mientras se hace uno, deduce que se trataba de una modelo profesional.

No obstante, además del destino literario que le ha inventado varios orígenes, entre ellos el de actriz húngara en un blog de nuestros días, la suerte de la Desconocida del Sena ha sido prolífica en otro ámbito. En 1955, Asmund Laerdal, exitoso fabricante de juguetes, fue contratado para diseñar un maniquí con el que los aprendices de la técnica de reanimación cardiovascular pudieran practicar. Laerdal deseaba que su maniquí tuviera una apariencia natural, así que se decidió por el rostro de la joven ahogada, llamándola Resusci Anne.

MASCARA

Es como si la leyenda reclamara salvar a la muchacha de las aguas de la muerte, pero en los hechos, con la práctica de millones de personas entrenadas en la respiración de boca a boca, la bella joven, cuya historia sigue siendo un misterio, prodiga dócilmente el beso de la vida. Como diría Supervielle al final de su relato, cuando la Desconocida del Sena encuentra por fin su destino en una libertad más alta y auténtica: “Entonces volvió a sus labios su sonrisa de ahogada errante”.

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Sueños de un escarabajo

En su artículo «Kafka: la solución al enigma» del diario El País, Fernando Bermejo Rubio esboza una interesante hipótesis: la transformación de Gregorio está concebida desde la óptica deshumanizada que concibe al otro como un ser infrahumano.

Columna *A la sombra de los deseos en flor*, revista Domingo de El Universal, 31 agosto 2014.

http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/Sue%C3%83%C2%B1os%20de%20un%20escarabajo-2777

 

Sueños de un escarabajo

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Ana Clavel

índice

Escribía yo en la columna más reciente: «El efecto dinosaurio», sobre las numerosas variantes y estudios a que ha dado lugar el afamado cuento de Monterroso, cuando se me ocurrió finalizar con un microrrelato que cruzaba el comienzo de la Metamorfosis kafkiana con el texto del dinosaurio. La lógica de la invención surgió del hecho de que ambos textos parten de un sueño. En ambos alguien se despierta para enfrentar una realidad alucinante. A la hora de ponerle título, recordé la novela de Phillip K. Dick, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? Así que decidí incluir a Dick en el homenaje a Kafka y a Monterroso. El texto quedó así:

Sueñan los escarabajos con reptiles eléctricos

«Cuando Gregorio Samsa despertó aquella mañana después de un sueño turbulento, el dinosaurio todavía estaba ahí».

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Pero una idea me daba vueltas en la cabeza como un insecto obsesivo: ¿de dónde había yo sacado que Gregorio era un escarabajo? Aunque Kafka nunca precisa en qué tipo de bicho se transforma su personaje y sólo se refiere a él como un «monstruoso insecto», mucha gente suele adjudicarle la apariencia de una repulsiva cucaracha. Así puede vérsele en varias caricaturas en las que se representa a Gregorio con cabeza de Kafka y cuerpo de cucaracha, aunque cada vez proliferan más las imágenes con cuerpo de escarabajo. ¿Entonces? Por las maravillas de la red, di con la opinión de un experto lepidopterista, Vladimir Nabokov. Tras deliberar sobre la descripción de sus numerosas patas, su color carmelita, la curvatura de su espalda y vientre, las poderosas mandíbulas, Nabokov declara que se trata de un «escarabajo gigante». No de un «escarabajo rinoceronte» (Miskäfer, en alemán), como dice la vieja sirvienta de los Samsa para referirse a Gregorio, en un gesto amable y compasivo del que carece el resto de su familia.

Esa compasión de la mirada de la sirvienta frente a la repugnancia que suscita la transformación de Gregorio en sus padres y hermana, me ha hecho pensar en cómo los lectores solemos adjudicar una clase de insecto al protagonista de la historia, escarabajo o cucaracha, según nos coloquemos del lado de una mirada compasiva respecto al personaje, o nos situemos del lado del horror y la repulsión. El mismo Nabokov se mostró compasivo cuando añadió: «Gregorio el escarabajo nunca se da cuenta de que tiene alas bajo la dura cobertura de su espalda». Aunque el propio Kafka se resiste a nombrar a su criatura en términos de una taxonomía que no sea de la imaginación. Y por ello tal vez tendríamos que reconocer que el tipo de insecto en que se convierte el protagonista de la Metamorfosis, ni es cucaracha ni escarabajo, sino una nueva clase fantástica: el insecto Gregorius de la familia Samsa.

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En su artículo «Kafka: la solución al enigma» del diario El País, Fernando Bermejo Rubio esboza una interesante hipótesis: la transformación de Gregorio está concebida desde la óptica deshumanizada que concibe al otro como un ser infrahumano. Y agrega: «Los nazis llamaban ‘bichos’ a los judíos. Durante el genocidio ruandés, los hutu llamaban a los tutsi, inyenzi (‘cucarachas’)».

La mejor literatura suele ser visionaria. Cómo no recordar la magistral novela de Ricardo Piglia, Respiración artificial (1980), donde se relata el encuentro apócrifo en un café de Praga entre el joven Kafka y un hombrecito ridículo y famélico, llamado Adolfo Hitler. Al escuchar sus «sueños gangosos, desmesurados», Kafka entrevé su «transformación en el Führer, el jefe, el amo absoluto de millones de hombres, sirvientes, esclavos, insectos sometidos a su dominio». Entonces, escribió la Metamorfosis… Como dijo José Emilio Pacheco, la veracidad es lo de menos, lo que importa es la sugerencia.

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Érase una vez José Emilio

En estos días José Emilio Pacheco estaría cumpliendo 75 años. Aquí el cuento de una generosidad enorme:

http://confabulario.eluniversal.com.mx/erase-una-vez-jose-emilio/

Érase una vez José Emilio

Por Ana Clavel

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A Cristina, Laura Emilia y Cecilia

Ignoro por qué se me vienen a la mente unos versos de José Gorostiza cada vez que tengo una pérdida cercana. Se trata del poema Elegía: “A veces me dan ganas de llorar, / pero las suple el mar”. Me sucedió recientemente con Carlos Fuentes, con Bonifaz Nuño, con Juan Gelman… Digo pérdidas cercanas no porque fueran amistades mías, sino porque su presencia y su obra me los habían hecho íntimos, familiares. Al enterarme de la partida de José Emilio Pacheco los versos de Gorostiza me fueron insuficientes. Murmuré: “A veces me dan ganas de llorar, / y no las suple el mar”.

Casi de inmediato recordé su poema Mar eterno: Digamos que no tiene comienzo el mar: / empieza en donde lo hallas por vez primera / y te sale al encuentro por todas partes”. No es que me sepa de memoria la obra de José Emilio Pacheco pero sucede que tuve el privilegio de cuidar la edición de su obra poética reunida, Tarde o temprano, para el Fondo de Cultura Económica, en su tercera edición, la del 2000. Ese privilegio se lo debo directamente a él que me llamó una mañana de noviembre de 1997 para pedirme que me hiciera cargo. Iba a decirle: “Es un honor”, pero me detuve. Poco antes me había pasado con don Octavio —yo le decía don Octavio a Octavio Paz—, cuando colaboré en el cuidado de edición de sus Obras Completas y un día me pidió que también lo ayudara a integrar las entrevistas y los últimos escritos para el tomo correspondiente. Había dicho entonces: “Es un honor” y don Octavio calló un momento antes de reconvenirme: “Preferiría que me dijera: es un placer…” Así aleccionada, pero también por convicción, le contesté a José Emilio cuando me invitó a trabajar en la edición de Tarde o temprano: “Es un honor y un placer…” Estoy segura de que sonrió porque al instante respondió con su amabilidad habitual: “Al contrario: el placer es mío”.

 

Me acuerdo, no me acuerdo…

A José Emilio, no al maestro José Emilio Pacheco porque él no permitía esas jerarquías de autoridad, lo había yo leído en los ochenta en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Su poemario No me preguntes cómo pasa el tiempo, editado por Mortiz, pasaba de mano en mano entre mis compañeros de generación. Pero fue su nouvelle: Las batallas en el desierto, publicada originalmente por el suplemento Sábado de Unomásuno el 17 de junio de 1980 como un “cuento”, la que me abrió las puertas a una literatura deslumbrante y perfecta, que conjuntaba la precisión de mecanismo de relojería del cuento con la profundidad oceánica de una novela, la cadencia hipnótica de un bolero con los abismos de la memoria y la imposibilidad del amor vueltos escritura exacta y prodigiosa.

Cuando me pidió que trabajara la edición de su obra poética reunida sólo lo había saludado personalmente un par de veces en alguna presentación o conferencia, pero nada más. La primera vez que revisamos el original nos vimos en su casa de Condesa. Su esposa Cristina salió corriendo a una entrevista pero gentilmente se hizo tiempo para dejarnos un pastel de chocolate de la Balance —en aquel momento José Emilio no tenía problemas con el azúcar— y café express para acompañar la labor. En ese primer encuentro me maravillaron muchas cosas, pero sólo consignaré dos. La primera, que aceptara sin objeción alguna mi sugerencia de abreviar la larga nota explicativa que acompañaba a la edición anterior de Tarde o temprano por una mucho más concisa, que terminó finalizando con estas palabras certeras de José Emilio: “Escribir es el cuento de nunca acabar y la tarea de Sísifo. Paul Valéry acertó: No hay obras acabadas, sólo obras abandonadas. Reescribir es negarse a capitular ante la avasalladora imperfección”. La segunda maravilla fue que me recordara un hecho que yo misma había olvidado por haber sucedido quince años antes. Me dijo que me había escrito una carta donde me agradecía el envío de Fuera de escena, un primer libro de cuentos que había yo publicado a los 22 años, y donde me comentaba que le habían gustado mis relatos. De verdad yo había olvidado ese envío lanzado como una botella al mar, pero no se lo dije. Sin salir del pasmo, tan sólo comenté: “Qué raro… nunca recibí esa carta”. Con su nerviosismo habitual, él me confesó: “Es que nunca la mandé. No tenía tu dirección. El sobre de tu libro venía sin remitente. Pero ahí está la carta —e hizo un gesto vago a su mar de papeles—. Te la voy a buscar…”

 

El arte de la sombra

Cualquiera que haya platicado con él sabía cómo la vida lo abrumaba, cuánto lo desconsolaba el incierto porvenir de las ballenas, la barbarie de nuestros políticos, la indecencia de estos tiempos de tinieblas cada vez más acechantes. Sin embargo, en una de nuestras sesiones de trabajo me contó un drama más particular: la mujer que por entonces los ayudaba en casa tenía muy mala opinión de él. La había escuchado platicarle a una vecina: “La pobre señora Cristina trabaja como loca. Todo el día de un lado para otro, mientras el señor ahí echadote, nomás leyendo y escribiendo…”

Cuando terminamos por fin la revisión de Tarde o temprano, recibí a los pocos meses un obsequio por la Navidad próxima: una botella de vino francés enviada precisamente por Cristina. Fue un detalle gentil e inesperado, máxime que a parte de la gracia de trabajar con José Emilio, él me había hecho el regalo de insistir con el Fondo de Cultura Económica para que se mencionara mi nombre en el volumen. Mi sorpresa fue mayúscula porque si bien yo había hecho algunas sugerencias y cuidado el libro, la generosa insistencia de José Emilio no paró hasta darme un crédito inusual en la portadilla: “Edición de Ana Clavel”, debajo de su nombre y del título de la obra. También máxime que él ya me había hecho el mayor de los regalos: una lección de escritura particular. Por esos días yo escribía una novela de un Orlando al revés, una mujer que, por obra y gracia de su deseo de conocer el deseo de los hombres, se despierta en el cuerpo de un varón y en su nueva circunstancia comienza a indagar en los rituales de la masculinidad. Muy temeraria yo, no había medido el atrevimiento de retomar e invertir la propuesta del libro de la Woolf. Cuando me di cuenta en lo que me había metido, me espanté y le platiqué a José Emilio sobre los libros de medicina, anatomía, sociología, antropología, estudios de género que pretendía revisar. Él me tranquilizó con una sonrisa y me dijo: “No importa lo que los demás digan sobre la masculinidad. Lo importante es cómo la miras tú…” Yo andaba también metida en el asunto de fotografiar mingitorios en los baños de hombres como un singular objeto de la virilidad occidental y me sentía peligrosamente transgresora y con riesgo de resbalar… Así que las palabras de José Emilio fueron como un permiso, un “abrid espacio a la sombra”, un “escribe lo que tengas que escribir desde tu propia mirada”. Terminé escribiendo Cuerpo náufrago e incorporando fotos de urinarios en el texto —y descubrí que el deseo es una encarnación de la sombra.

 

La avasalladora imperfección

En una de nuestras últimas conversaciones, me regaló la nueva edición de Batallas en el desierto publicada por Era, que había vuelto a corregir, como era su costumbre de Sísifo de la escritura. Apenas hojear el libro advertí en la última línea un cambio sustancial. En vez de decir: “Si hoy Mariana viviera tendría ya sesenta años”, decía que tendría “ochenta”. De una señora mayor, me la había convertido en una anciana. No estaba de acuerdo. Se lo dije: “Querido José Emilio, no tienes derecho… También es mi Mariana”. Le recordé las edades eternas de Ana Karenina y Emma Bovary. Me interrumpió: “Yo tampoco estoy de acuerdo con el paso devastador del tiempo… pero uno a veces no es más que un cronista. Para los muchachos de hoy en día, Mariana tendría ochenta años”. Le contesté que para sus lectores del año 2030 habría que corregir la cifra para decir que tendría más de cien años, y así… Se encogió de hombros antes de sentenciar: “Quién sabe si para entonces Las batallas seguirán dando batalla a nuevos lectores…” No dije nada más, pero no pude evitar acordarme del último poema de Tarde o temprano, que es en realidad una victoria contra el tiempo y la muerte:

Despedida

Fracasé. Fue mi culpa. Lo reconozco.

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Pero en manera alguna pido perdón o indulgencia:

Eso me pasa por intentar lo imposible.

 

Cabo

“Ni miento ni me arrepiento” fue la divisa de Jorge Manrique, lema que también podría aplicarse a José Emilio Pacheco. Varios poemas del poeta mexicano dialogan con la obra del poeta español del siglo XV. Ahora , ante la triste sorpresa de su partida, cómo no recordar los primeros versos de las afamadas Coplas a la muerte de su padre de don Jorge Manrique:

Recuerde el alma dormida,

avive el seso y despierte,

contemplando

cómo se pasa la vida,

cómo se viene la muerte

tan callando…

Y recordando el título de No me preguntes cómo pasa el tiempo, ese poemario que mejor resume una de las mayores preocupaciones de la poesía de José Emilio Pacheco, deletrear ahora en la pantalla este homenaje silencioso a su amorosa presencia:

No me preguntes cómo pasa la vida

tan callando.

 

Publicado en Confabulario, supl. de El Universal, 1 de febrero de 2014: http://confabulario.eluniversal.com.mx/erase-una-vez-jose-emilio/

 

 


Síndromes de la pasión

Columna: A la sombra de los deseos en flor, revista Domingo de El Universal, 11 de mayo de 2014. http://www.domingoeluniversal.mx/columnas/detalle/S%C3%ADndromes+de+la+pasi%C3%B3n-2448

 

Síndromes de la pasión

Ana Clavel

En días pasados circuló la noticia de un turista español que se desnudó frente al cuadro Nacimiento de Venus de Botticelli en las galerías Uffizi. El suceso fue calificado por el director del museo como un posible ataque del «Síndrome de Adán». Por supuesto, el funcionario bromeaba al suponer que ante una pintura donde resplandece la desnudez de la diosa de la belleza, un hombre suficientemente sensible podría sentirse obligado a rendir una suerte de homenaje presentándose en «traje» de Adán.

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Según la Real Academia, síndrome es el conjunto de síntomas característicos de una enfermedad. Hay síndromes muy afamados como el de Down, el del SIDA, o el de Estocolmo para las víctimas de secuestro, que toman su nombre del descubridor, o de las siglas que describen la enfermedad, o del lugar donde se registraron por primera vez los hechos. Pero hay también otros cuyos nombres hacen referencia a autores y obras literarias y que son en sí mismos un atisbo a nuestra capacidad para tejer redes de sentido, de arropar bajo un concepto cercano realidades de la pasión que muchas veces se nos salen de las manos.

El Síndrome de Stendhal, por ejemplo, toma su nombre del escritor francés Henri Beyle que firmó con el pseudónimo de Stendhal obras maestras como Rojo y negro y La cartuja de Parma. En 1815 viajó a Italia y en su diario de viaje, anotó: «Absorto en la contemplación de la belleza sublime, la veía de cerca, la tocaba casi. Había llegado a aquel punto de emoción en que se juntan las sensaciones celestiales provocadas por las Bellas Artes y los sentimientos apasionados. Saliendo de la Basílica de Santa Croce, me latía el corazón, la vida estaba agotada en mí, andaba con miedo a caerme». Pero no fue sino hasta 1979 que la psicóloga Graziella Magherini, frente a la recurrencia de casos que se desbordaban ante una experiencia estética —y que iban de palpitaciones, al vértigo, al delirio—, se le ocurrió definir con tal nombre a «la reacción romántica ante la acumulación de belleza y la exuberancia del goce artístico«.

El Síndrome de la Bella Durmiente es otro trastorno caracterizado por hipersomnia, bulimia, alteraciones de la conducta como irritabilidad e hipersexualidad. Curiosamente, se presenta más en varones que en mujeres. En la novela Orlando de Virginia Woolf, el protagonista, después de cada pérdida amorosa significativa, atraviesa por periodos de sueño que duran más de una semana, ignorante de que más allá del simbolismo implícito, lo suyo era también parte de una saga de durmientes patológicos.

Hay muchos otros síndromes de nombre literario que son especialmente sugerentes como el de Diógenes, Münchhausen, Peter Pan, Perrault, Ulises… pero hay uno que sin hacer referencia a un autor u obra artística en específico, es un trastorno que bien hubiera podido ser parte de una obra de ficción. Se trata del Síndrome de Koro en el cual el enfermo percibe que sus genitales se reducen de tamaño hasta llegar a la extinción. El término deriva del malasio «koro»: cabeza de tortuga, una imagen muy explícita pues recuerda el modo cómo se retrae una tortuga en su caparazón cuando tiene miedo. Los casos han predominado en el sudeste asiático, pero también se han presentado antes en África y en la Europa medieval, cuando se creía que los hombres perdían sus penes por maleficio de una bruja.

Porque es sabido que la realidad siempre supera a la fantasía, no dejo de preguntarme lo que hubieran hecho Franz Kafka o Karel Ĉapek si hubieran tenido noticias del Síndrome de Koro. Además de La metamorfosis y La guerra de las salamandras, ahora tal vez conoceríamos La desaparición o La guerra de los cabezas de tortugas.