Amor que se atreve a decir su nombre

Amor que se atreve a decir su nombre.

Antología del cuento mexicano de tema gay

Mario Muñoz y León Guillermo Gutiérrez, compiladores.

Universidad Veracruzana, 2014.

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Amor que se atreve a decir su nomber doc

Sobre literatura mexicana de transgresión sexual, bastiones de la pureza impura, monstruos bicéfalos, circuitos cerrados que hacen corto, los investigadores Mario Muñoz y León Guillermo Gutiérrez prologan 6 décadas de cuento mexicano de temática gay y reúnen una muestra de 25 autores entre los cuales reconozco, a ojo de pájaro, a Juan Vicente Melo, Guillermo Samperio, Luis Arturo Ramos, Luis González de Alba, Dolores Plaza, Luis Zapata, Fidencio González Montes, Inés Arredondo, Enrique Serna, Eduardo Antonio Parra, José Joaquín Blanco, Ignacio Padilla, Severino Salazar y Ana Clavel. Una novedad publicada por la Universidad Veracruzana que ya empieza a circular en librerías de prestigio e incluye también el muy afamado cuento de Jorge López Páez, «Doña Herlinda y su hijo», origen de la película de Jaime Humberto Hermosillo.

Comparto aquí uno de los cuentos incluidos, Su verdadero amor, comentando algo que se me olvidó decir a los antologadores: que ese cuento fue recogido en la antología alemana Barcos de fuego: 36 escritores de Latinoamérica, compilada por Michi Strausfeld y publicada por Fischer Verlag en 2010.

 

Su verdadero amor

Ana Clavel

Para la Sra. Reyna Velázquez

I

La versión más común que circuló por Iguazul fue que el capitán Aguirre era un puto y que por eso le había hecho la cochinada a Zinacanta Reyes en su noche de bodas. Era época de lluvias y la gente, obligada a permanecer en las casas o en la cantina durante días enteros, se dio a la tarea de desmigajar los hechos entre el gorgoteo del agua al caer en los charcos. Sólo Hortensio Reyes, el padre de Zinacanta, y la milicia andaban de un lado a otro tratando de dar con el capitán Aguirre para prenderlo.

El capitán Aguirre apareció unos días más tarde, cuando encontraron su cuerpo encenegado en la laguna de Corralero. A pesar de que pocas horas después se dio a conocer el parte oficial que declaraba que el capitán Aguirre se había suicidado luego de cometer actos que denigraban la rectitud y el alto nombre del ejército, lo cierto es que la gente creyó el rumor de que lo habían matado por venganza, aunque, claro, ésta fue una versión en voz baja. Y es que el padre de Zinacanta pesaba tanto en las opiniones de la gente como las toneladas de copra que producían sus cocoteros y las que mercaba a pequeños productores y luego vendía a las fábricas de jabón de la capital. Siempre fue así, según contaba Catalina que cuidó de Zinacanta desde que tenía doce años y acababa de perder a su madre por el cáncer. Entonces Zinacanta no daba luces de las maravillas que sería después. Tilica y sin garbo, caminaba como si la cabeza le pesara. Don Hortensio no se había dado cuenta pero la indiscreción de un borracho, que en realidad sólo repetía lo que decían otros en Iguazul, lo hizo reparar en el desaliño de su heredera. Iba don Hortensio caminando con su hija de la mano por la calle principal de Iguazul, cuando se oyó un grito desde la entrada de la cantina.

—¡Zinacantita, ya no acarree tanta copra con la cabeza! Mire nomás niña, se le está poniendo el cuello de zopilote…

Días después del incidente, Zinacanta, su padre y Catalina partieron para la capital. Hortensio Reyes regresó a los pocos días, pero Zinacanta, según se supo, permaneció en casa de una tía, prima de su padre, para que estuviera bajo control médico y se educara como toda una señorita. Su padre la visitaba cada mes, sin embargo, no fue sino hasta los diecisiete cuando Zinacanta regresó a Iguazul. Poco antes de su regreso, se dijo, visitó las Europas. Cuando la vimos llegar a todos nos pareció que el viajecito por tierras de güeros le había sentado de maravilla. Hasta la piel se le veía más blanca y se traía un destellar en los ojos como si los tuviera claros.

Llegó muy aseñoritada, con sombreros de raso y vestidos muy entallados. Por esas fechas sólo las hijas de los Baños, las Mayrén y las Carmona usaban medias y zapatillas, pero Zinacanta traía unos modelos que sólo se habían visto en revistas de figurines. Y ni qué decir de cómo nos impresionó su nueva manera de caminar. No faltó quien dijera que había cambiado la maquila de copra que antes parecía llevar sobre la cabeza por un simple vaso de agua. Tal era la fragilidad y elegancia con que movía piernas, cadera, brazos, hombros y cuello. Muchachas menos agraciadas comenzaron a criticarla. Que si las estolas que usaba en las fiestas no eran propias de un clima tan caliente como el de Iguazul, que si las zapatillas de tacón de aguja resultaban inadecuadas para suelos de tierra apisonada que se empantanaban en la época de lluvias, que si las joyas que se ponía eran una provocación para los bandidos de pueblos cercanos, que si su manera de mover las nalgas era más de rumbera que de señorita decente…

Habladurías de mujeres celosas. Porque lo cierto fue que medio pueblo (la otra mitad eran mujeres) quedó prendado de Zinacanta Reyes como si ella fuera la única hembra no ya de Iguazul, sino del mundo entero. Pero de sobra sabíamos que estaba más alta para nosotros que la virgen del cielo. A lo más que aspirábamos era, ya relamido el cabello con brillantina, muda nueva y zapatos, a que nos concediera una pieza en las fiestas que con regularidad empezó a ofrecer don Hortensio desde su regreso. Era cómico ver a las mujeres de buena familia con sus vestidos largos, zapatillas, pieles y joyas, andar sorteando los charcos para no resbalar y ensuciarse… Fue en una de esas reuniones en que escuché al presidente municipal sugerirle a don Hortensio que por qué no mandaba a Zinacanta a ese concurso de belleza que no hacía cosa de más de un año se había empezado a organizar en la capital. Seguro que lo ganaba.

—Pero, don Tano, si mi Zinacanta es una muchacha decente. Dígame, ¿qué va andar haciendo entre esas mujerzuelas?

Zinacanta, presente en la conversación, sólo sonreía. Y era una delicia verla sonreír porque cuando lo hacía, juntaba por instantes los labios y luego los separaba como si estuviera dándole de besos al aire…

Las Baños, que poco tiempo se dieron su vuelta por la capital para visitar tiendas y comprar la última moda, presumían de haber introducido el uso de la libreta en los bailes, pero la verdad, fue Zinacanta Reyes la que empezó primero. Lo recuerdo muy bien porque fue en la fiesta de Año Nuevo cuando el sargento Vigil le pidió a Zinacanta la primera pieza. Yo estaba cerca y pude oír lo que ella le contestó.

—Si quiere usted bailar conmigo, tendré que anotarlo en mi libreta.

Y lo anotó, lo mismo que a los otros que, una vez enterados, fuimos a pedirle un baile por anticipado. Pero el sargento Vigil se tomó la coquetería de Zinacanta como un desprecio y se fue de la fiesta. Zinacanta no tuvo tiempo de indignarse porque de inmediato se le acercó el entonces teniente Aguirre para invitarla a bailar, a lo que ella accedió sin reparar en que el nombre del teniente no estuviera escrito en su libreta.

—Disculpe al sargento Vigil —le dijo el teniente—. Así es él de arrebatado —y Aguirre dirigió una mirada lánguida hacia la puerta por donde había salido el sargento.

Y al bambuco le siguió un vals y luego una chilena, y ambos, tomados de la mano, con una fragilidad parecida en los movimientos y las vueltas, nos hicieron antever parte de lo que iba a pasar. Que Zinacanta estuviera enamorada ya del teniente antes de aquella fiesta, es algo que ni la propia Catalina pudo confirmar. De todas formas, las malas lenguas encontraron en el detalle de la libreta, un ardid de Zinacanta Reyes para obligar al teniente Aguirre a que diera la cara por el sargento, bailando con ella, y con el baile, la ocasión para que Zinacanta se le metiera entre los brazos al teniente, porque él hasta ese momento no dio luces de estar interesado en cortejarla.

El teniente era tan correcto y refinado que incluso ya en esas fechas se sospechaba de su virilidad. Se sabía que era de un pueblo cercano a Iguazul pero el hecho de que no se le conociera ninguna aventura levantó rumores. Y la gente hablaba, sobre todo aquellas mujeres que alguna vez le habían coqueteado —porque eso sí hay que reconocerle, tenía mucha suerte para gustarles—, y de las cuales el teniente se alejó con un leve saludo en la visera de su gorra. Los que defendían su rectitud alegaban que era un hombre tímido pero muy tenaz, celoso de su carrera militar, y que muy pronto lo ascenderían. Y en efecto, al poco tiempo lo hicieron capitán ante el enojo de más de una que veía en él un excelente pero, a la vez, imposible partido.

Nadie sabía en qué se entretenía Aguirre en sus días de descanso. Lo más seguro es que se la pasara leyendo los libros que le encargaba a don Apolinar, el librero de Iguazul. Eran novelas raras, gruesas y sin ningún dibujo, muy diferentes a los cuentos que cada semana le mandaban por tren a don Apolinar y que todos esperábamos con devoción. No sabíamos mucho de sus gustos aunque era evidente que le encantaba platicar con los muchachitos. Les compraba dulces, balones e historietas, pero como muchos no sabían leer, no era raro encontrar al capitán los sábados por la tarde, en la cancha de básquet que estaba detrás de la iglesia, rodeado de chiquillos que esperaban escuchar las aventuras del príncipe Flor de Nopal o la leyenda del Monje Blanco.

Un buen día el círculo de chiquillos se deshizo y pudo verse al capitán picando piedra para la construcción del nuevo campanario de la iglesia. Fue un escándalo a media voz porque en el fondo la fragilidad de su mirada y un cierto respeto a un grado militar que se había ganado a pulso, evitaron que el problema llegara a mayores. Tampoco se sabían muchos detalles porque la madre de Homero, pensando en evitar que el nombre de su hijo anduviera de boca en boca, se fue a vivir con unos parientes al Ciruelo. Lo que sí se supo es que fue un asunto de zapatos. Homero tenía once años y como la mayoría de la chamacada de ese tiempo siempre andaba descalzo. Una de las tardes de lectura en la cancha de básquet, el capitán le pidió que se quedara cuando los otros ya se iban. Tenía algo especial para él: un par de zapatos de hule. Cuando caminaban rumbo a la casa de Homero, varios niños dijeron haberlo visto con los zapatos puestos por más que le daba trabajo caminar con ellos. La casa de Homero estaba mucho más arriba del arroyo. Alguien dijo que los había visto nadar, pero hacía tanto calor que no se sorprendió de verlos jugar en el agua. Homero llegó a su casa al anochecer y al poco rato su madre bajó del monte, a riesgo de toparse con una víbora coralillo, y se dirigió al cuartel. Ella, que después quiso evitar las habladurías, fue la que dio pie para que el rumor se extendiera. Porque cuando los soldados le impidieron la entrada, se les fue encima echa una furia y vociferando: “Déjenme, déjenme ver a ese hijo de la chingada que me puteó a mi hijo…” Forcejeó tanto que cuando por fin la dejaron pasar y entró al despacho del mayor Carmona, iba ya sin fuerzas para reclamar. Qué fue lo que le dijo el mayor para convencerla de no hacer ninguna acusación formal, nadie pudo averiguarlo. De todos modos, al día siguiente, a la salida de la misa de nueve, la gente se persignaba cada vez que alguien mencionaba el nombre del capitán.

Al capitán lo desaparecieron unos meses. Se hablaba de que lo habían trasladado a la capital. Regresó a mediados de mayo cuando la gente estaba ya entretenida con la matanza de los hermanos Clavel a manos de la familia Buendía.

Desde que llegó podía verse al capitán en sus días de descanso, deslomándose en picar piedra para la construcción del campanario, pero casi nadie reparaba en él, ocupados como estábamos en rastrear los últimos pedazos (una oreja y un pie), que era lo único que faltaba por encontrar de los difuntos. Tampoco se prestó mucha atención a la nueva figura que comenzó a hacerle compañía al capitán, máxime que, conforme pasaban los días, Emperatriz Clavel triplicó la recompensa que había ofrecido para encontrar todos los otros pedazos con los que se dio cristiana sepultura a los infortunados hermanos. Esa nueva figura en la que muy pocos repararon al lado del capitán fue Zinacanta Reyes.

Cuenta Catalina que esos fueron los primeros encuentros amorosos de la infeliz pareja, cuando Zinacanta le quitaba la jarra de limón de las manos para ofrecerle ella misma un vaso de agua al capitán. Entonces Zinacanta volvía a llenar el vaso vacío y mandaba de regreso la jarra con Catalina. Al principio, Aguirre rechazó su compañía pero poco a poco se fue mostrando alegre y dejaba la pica a un lado, apenas la veía venir. Sin duda, debió de intuir que aquella mujer podía ser el ángel de su salvación.

Conforme pasaron los días, el asunto de la búsqueda de la oreja y el pie restantes se fue olvidando. Poco a poco, comenzamos a ver a nuestro alrededor y para muchos de nosotros fue una sorpresa encontrarnos con que cada sábado a eso de las cuatro de la tarde, Zinacanta y el capitán Aguirre se veían en los alrededores de la iglesia. Alguien que sí no debió de perderles la pista desde los primeros encuentros fue el sargento Vigil, porque le dio por pasearse por los portales de la plaza, atisbando siempre en dirección de la iglesia. Que Vigil estaba muy interesado por Zinacanta Reyes era un secreto a voces, no obstante desde la vez que el sargento sacó a patadas de la cantina a un mudo nomás porque se le había quedado mirando con insistencia, nadie se atrevía a molestarlo y mucho menos en un asunto tan delicado…

Sólo a don Apolinar se le podía haber ocurrido tocar el punto, en una de las tardes en que se daba su escapada para tomarse un cafecito en los portales con el presidente municipal. Yo estaba en una de las bancas de la plaza cercanas al café, acompañando a mi padre, y pude oír cuando don Apolinar le gritó al sargento, que a la sazón se hallaba recargado en una columna, mirando hacia la iglesia y fumando un cigarro tras otro.

—Oiga mi sargento, no se le vaya a acabar la mirada… La paloma ya tiene dueño.

El sargento tuvo que hacer esfuerzos para contenerse. Arrojó el cigarro al piso mientras decía:

—Vamos viendo si esa paloma come mejor en otra mano.

Y se alejó decidido a llevarse al diablo por delante si fuera necesario.

Fue hasta un año después que el capitán Aguirre se presentó en la casa de don Hortensio Reyes, con traje militar de gala y acompañado del mayor Cardona, para hacer la petición formal de mano. Los curiosos nos apelotonamos en la ventana para ver a Zinacanta con un vestido azul de encajes enresortados que le ceñían el busto y los hombros. En el cuello llevaba enredada una doble hilera de perlas que habían sido el primer regalo del capitán. La mirada la tenía completamente azul por más que sus ojos fueran casi siempre oscuros.

Los dos meses de plazo para la boda se fueron como el agua entre las visitas oficiales del capitán a la casa de los Reyes, las salidas a media tarde de la pareja, siempre acompañados por Catalina, los viajes a la capital para completar el ajuar de la novia…

Cuando se enteró de la noticia, el sargento Vigil se metió a la cantina y no salió hasta que, ya borracho, le contó a todo el mundo que quiso escucharlo detalles acerca de aquella tarde en que Homero y el capitán Aguirre se metieron al arroyo. Luego se fue a casa de su amante, Bella Galindo y la golpeó hasta dejarla inconsciente. Al otro día se supo que los Galindo lo andaban buscando para matarlo. Fue entonces que el capitán Aguirre tomó cartas en el asunto. Mandó a un pelotón a que arrestara al sargento y lo llevara sano y salvo al cuartel. Horas después regresó el pelotón con las manos vacías, pero con el dato de que los Galindo se habían ido a las Iguanas porque alguien les informó que Vigil se estaba escondiendo en casa de uno de sus hermanos. El capitán marchó entonces en su búsqueda, y contrario a lo que se esperaba, lo trajo preso a caballo, arriesgándose a que los Galindo lo venadearan también a él.

Era ya de noche cuando pasaron rumbo al cuartel. Aguirre cabalgaba en silencio, con la mirada perdida; el sargento, con las manos atadas al frente para sostener las riendas, marchaba con un dejo de sorna en los labios carnosos. Qué tormentas y qué incendios se escondían detrás de aquella mirada perdida del capitán, fue algo en lo que la gente prefirió no pensar por miedo a encontrar una respuesta y aceptar entonces que las tormentas e incendios de verdad apenas se avecinaban.

Solamente a las almas de manantial como la de Zinacanta Reyes les estaba permitido ver en aquel arresto un acto de valentía y de bondad. Que don Hortensio Reyes no hubiera escuchado las murmuraciones que sobre su futuro yerno se decían por todo Iguazul, resulta más que imposible. Pero bastaba conocerlo un poco para saber que detrás de toda aquella gravedad que lo caracterizaba, estaba un hombre que había tenido dos amores —aunque de diferente índole— en toda su vida: la madre de Zinacanta y Zinacanta Reyes. Así que si se enteró, prefirió guardárselo muy adentro nada más de ver a Zinacanta bordando las iniciales de su nombre entrelazadas con las del capitán en las sábanas, pinchándose, casi con un placer martirial, las yemas de los dedos; ella que desde muy niña había aborrecido esas labores.

Llegó por fin la fecha de la boda. Se casaron un mediodía de junio, en plena época de lluvias. Cuando pasó todo, el padre Samuel dijo en su sermón dominical que el cielo había mandado toda esa agua para lavar el gran pecado que estaba por cometerse.

Zinacanta entró a la iglesia con los ojos destellantes de alegría. Vestía un traje de novia que, al menos durante ese día, fue la envidia de todas las mujeres. El capitán Aguirre, por su parte, llevaba traje militar de gala pero su apariencia de soldado de plomo, ese andar autómata y lejano, poco tenían que ver con el nerviosismo y emoción que otros hubiéramos sentido de estar en su lugar. A su regreso de la iglesia, los esperaba el juez en la casa de Hortensio Reyes que había sido adornada con cestos y arreglos de magnolia. Con el calor, las magnolias despedían a ráfagas su aroma de lima. Al finalizar la ceremonia, los recién casados se dieron el primer y último beso en público, pero fue Zinacanta la que buscó los labios de Aguirre mientras que él sólo se dejó besar. Muchas de las mujeres que asistieron a la fiesta estaban realmente felices con el casamiento de Zinacanta, puesto que ahora les quedaba el campo libre con el resto de los galanes. Hubo otras, sin embargo, cuya envidia se translucía detrás de cada brindis, de cada mueca en forma de sonrisa, y era notorio que clamaban desgracia. Qué pronto habían de sentirse redimidas de su suerte cuando al día siguiente se corrió la voz por todo Iguazul de que Zinacanta Reyes había regresado a su casa la misma madrugada de la noche de bodas. Algunos meseros y el mozo que barría la estancia, la vieron partir rumbo a la capital luego de haberse encerrado con su padre y Catalina en el despacho. Envuelta en un chal negro, era más un alma del purgatorio que el ángel del Paraíso con que muchos la identificábamos.

Marchó sola porque su padre decidió que Catalina compareciera en las averiguaciones, si es que después alguien le pedía cuentas por haberse cobrado la afrenta del capitán. Dicen que Zinacanta no se opuso a las amenazas de su padre, ni siquiera se le escuchó llorar o proferir palabra; sólo Catalina fue quien, entre lamento y lamento, refirió lo sucedido en la casa que don Hortensio les regaló a los recién casados: en resumidas cuentas, que el capitán Aguirre era un puto y que, a cambio de recibir los favores del sargento Vigil, había accedido a las peticiones de éste para suplantarlo ante Zinacanta Reyes, la noche de bodas.

Zinacanta Reyes, que aun con los ojos cerrados habría identificado hasta un cabello del capitán Aguirre, descubrió en la oscuridad de su alcoba el engaño apenas la tomaron unos brazos fornidos que en manera alguna podrían ser los del capitán. Cuando se dio cuenta de lo que hacía ya había forcejeado con el sargento y había gritado pidiendo ayuda. Catalina, en una habitación contigua, escuchó sus gritos y se precipitó en la alcoba nupcial. El sargento se dio a la fuga, pero Catalina alcanzó a verlo cuando saltaba la ventana. Entonces le puso un chal a su señorita y la arrastró hasta la casa de su padre.

Esa misma madrugada comenzó la búsqueda del sargento y del capitán. Al primero lo encontraron, horas más tarde, en una cantina del Ciruelo. Lo arrestaron y el mayor Carmona lo reclamó para un juicio militar. Los rurales y los hombres de don Hortensio lo entregaron sin ningún reparo, después de todo, Vigil había pecado por ser demasiado hombre, mientras que Aguirre…

Cuando días después apareció el cadáver del capitán nadie habría podido asegurar que en verdad se trataba de él, de tan mordisqueado que estaba por las jaibas de la laguna. Se le practicó una autopsia por demás apresurada que declaró que el capitán había muerto de un balazo que él mismo se había inflingido en el paladar. Como no tenía parientes en Iguazul, el cuerpo quedó a disposición de las autoridades. Contrario a lo que pudiera esperarse, fue Hortensio Reyes quien lo reclamó antes de ir a reunirse definitivamente con su hija a la capital; pero lo hizo sólo para darse el gusto de enterrarlo, sin ataúd ni plegaria alguna, a un lado del cruce de caminos.

 

II

Tan mujeriego como era el sargento Vigil, dejó muchos culitos ardiendo entre las prostitutas de Iguazul. Tal vez por eso fue que ellas, conocedoras de la otra parte de la historia, no hablaron sino hasta años más tarde, cuando ya se les había enfriado. Fue a la casa de Sebastiana donde el sargento Vigil llevó al capitán Aguirre para que, supuestamente, se divirtiera con las muchachas antes de ponerse el yugo. Para la misma Sebastiana resultó extraño que Aguirre hubiera aceptado acompañar al sargento la víspera de su boda, cuando era evidente que, ardido como estaba, Vigil no podía buscar otra cosa que perjudicarlo. Tal vez necesitaba demostrarse que podía jugar con fuego y no quemarse, pero para que se quemara y ardiera en los infiernos, causando de paso la desgracia de Zinacanta, el sargento había fraguado meticulosamente su venganza.

El sargento no era ningún ciego para no darse cuenta que el rescate en las Iguanas para que los Galindo no lo mataran, era una prueba indudable del interés del capitán Aguirre por él. Cierto que luego hubo ocasiones en que lo encarcelaron por indisciplina y que había sido el propio capitán quien había dado la orden del castigo. Pero para el sargento eso no fue más que otra prueba de que Aguirre lo castigaba y lo alejaba de sí porque le tenía miedo. O más que tenerle miedo a él, se lo tenía a sí mismo. Y para llevar a cabo su venganza, al sargento no le bastaban los rumores y sus conjeturas, necesitaba hechos y… testigos. Y para ello, el sargento se puso su piel de oveja agradecida e invitó al capitán a la casa de Sebastiana. De que tomaran y tomaran hasta que Aguirre perdió los estribos y se cayó del caballo de su conciencia, fue responsable el sargento que a cada rato gritaba pidiendo más aguardiente. Al principio Sebastiana se opuso a la idea de que Vigil subiera a rastras al capitán a un cuarto del primer piso y de que se quedara a solas con él, pero cambió de opinión cuando el sargento le deslizó por el escote un billete de a cincuenta. Media hora antes de que el sargento abandonara la casa de Sebastiana, no volvió a pedir bebida. El cuarto a donde se metieron permaneció en silencio, o al menos, las muchachas no pudieron escuchar nada a pesar de que pegaron bien la oreja a la puerta. Y como estaba a oscuras, tampoco pudieron ver nada cuando se encaramaron a una ventanita superior. Horas después de que el sargento se había marchado, Aguirre salió del cuarto dándose de tumbos contra las paredes. No tuvo que preguntar nada porque, al decir de Sebastiana, la mirada esquiva de las muchachas lo decía todo. En realidad, “todo” lo que el capitán quiso entender porque tampoco nadie hubiera podido probar a ciencia cierta que ese “todo” en verdad había pasado.

El resto de la historia no es sino el encajar inevitable de piezas: la amenaza de Vigil si Aguirre no accedía a sus planes, el miedo o la culpa de Aguirre que lo hizo dejarse caer en el abismo porque a final de cuentas el paso de su perdición —eso creyó él— ya lo había dado…

 

III

Horas antes de que acabara la fiesta de la boda, el sargento Vigil se apersonó en el lugar y se paseó frente al capitán Aguirre y Zinacanta precisamente cuando les tomaban la foto del primer brindis. Ebrio como estaba, el sargento pidió a gritos que lo fotografiaran con el capitán y su señora esposa, pero nadie se atrevió a correrlo temiendo que malograra la fiesta con un escándalo. En la foto que Catalina conservó como amuleto contra la desgracia, aparecía en medio y un paso atrás de la pareja, sonriendo triunfal. En aquel instante el rostro de Aguirre se mostraba sereno. Tal vez, hasta eso le había perdonado al sargento. A fin de cuentas, más allá de todo, era su verdadero amor.

De pronto, Aguirre se desapareció de la fiesta. Zinacanta Reyes tomó esto como una discreta invitación a que se retiraran y se fue en compañía de Catalina a su nueva casa, construida a orillas de la laguna de Corralero.

Después, cayó la desgracia.

Sobre si fue suicidio o no resulta inverosímil que un mismo hombre pueda darse un tiro en el culo para luego dárselo en la boca, o al revés. Algunos aseguraban que don Hortensio indignado, otros que si Vigil despechado por el nuevo rechazo de Zinacanta, otros más que si la propia Zinacanta… Los menos, que Aguirre en verdad se suicidó y que alguien llegó a rematarlo.

Durante meses la gente se mantuvo a la expectativa por averiguar más detalles, pero conforme pasó el tiempo, Aguirre, el capitán Aguirre, no fue más que un recuerdo funesto. Iguazul creció y cambió de nombre. Sus ríos y arroyos se secaron y sus días se hicieron más cortos. Tal vez por eso nadie se atacó de risa cuando en el mismo lugar en que enterraron al capitán Aguirre, las autoridades erigieron la estatua de un prócer de la independencia.

 


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